18.9.06

Se pierde el sonido. Se pierden todas las tonalidades de luz que se acercan a tu paso. Se pierden el mundo de los objetos. Se pierden los ánimos con los que sueles contemplarlos. Se pierden la angustia y el deseo, y se pierden los mares que en algún momento llegaste a ver. Se pierden las calles, las grietas que se forman a tu paso, las del pavimento, las del pensamiento. Se pierde el gusto por la infancia, se pierde la ansiedad que produce la vejez. Se pierde la amargura y se pierde el goce. Se pierde la necesidad de disfrutar la conversación ajena. Se pierde tu cuerpo en los resquicios de tu entorno. Se pierde el tiempo, se pierde como si nunca hubiera existido, siempre imaginado, nunca realmente "ahí". Se pierden los ecos, recovecos, ningunencias que el alma configura en la conciencia como si fueran parte de tu pequeño dibujo del mundo. Se pierde la existencia, se pierde la imaginación, se pierden los ocasos, las puestas de sol. Se pierden la verdad y la mentira, la pasión y la furia, el juego y el amor. Se pierde la vida misma.
Se pierde todo. Menos su rostro, iluminado por la luz de la luna a las cuatro de la madrugada. Este se queda para siempre.