Una de las principales herramientas que la clase política mexicana utiliza para perpetuar el estado de las cosas, es el vertiginio, una sensación de mareo e incertidumbre que la sucesión de relatos va integrando al diario acontecer de nuestras vidas. La democracia es el telón de fondo, el soporte sobre el cual se entretejen infinidad de detalles, relaciones y tramas que llevan al absurdo, a la tragicomedia, a ese escenario adictivo de la teatralidad mexicana.
De pronto, como que requerimos que los narradores de nuestra historia lleven al plano espectacular, aquello que puede resolverse con cierta concreción y pragmatismo: la desigualdad social, económica, cultural y política, la diversificación de las oportunidades de vida --que se obtiene por medio de la educación y el desarrollo integral de las comunidades--, la relación que la nación, por un lado, y el pueblo, por el otro, tiene con las comunidades indígenas, el desarrollo sustentable, la relación que tenemos con ese otro llamado globalización, y ese otro aun más complejo llamado capitalismo neoliberal, todos estos factores podrían ser asumidos en un entramado menos melodramático, como simples contingencias que el sujeto político resuelve de acuerdo a estrategias de negociación clara y definida. Pero no, el sujeto político prefiere resolverlas por medio de la complicación de la trama.
México es un país que asume su identidad de manera pintoresca, ilustrada, un gran Bosco donde paraíso, purgatorio e infierno enmarcan un tríptico que incluye, con el paso del tiempo, nuevos detalles, figuras y escenas que ofrecen al espectador la risa y el dolor mezclados como elementos de placer y morbo. Y tal parece que eso nos gusta. Preferimos el drama, no queremos que la novela se termine, y como pueblo nos gusta formar parte de esa fotografía que retrata: la desgracia, la inmundicia, la intolerancia, la resistencia civil, la impunidad, la grotesquería, una masa amorfa donde bien pueden verse las figuras anónimas de ejecutados, los retazos de ropas de mujeres desaparecidas, los movimientos reptiles de cámaras de televisoras siguiendo los pasos del último personaje rumbo a la gloria o al olvido, muñidizas que linchan un cuerpo anónimo, vítores en torno al triunfalismo efímero del héroe del momento, máscaras de figuras nacionales que nos ponemos para esconder nuestro propio rostro, fascinado porque el desmadre es más interesante, como historia, que la promesa de otro tipo de bienestar.