La suave (de)cadencia de
la humanidad
¿Y si todos nos tiramos al suelo? ¿Y si todos
cedemos al flujo metafísico, ese desvelado vaivén, ese presente perpetuo
dominado por una mezcla de trabajo, rutina y hartazgo, de mismidad ad absurdum, desde
donde cada revelación es ninguneada y donde cada rebelión es opacada por los
pendientes del siguiente día? ¿Qué sucede si decimos, de repente, no? Como niños, podemos decir safos, ya no juego, y dejar tus chivas y salirte a pasear. O a tirarte en el suelo y contemplar la vida como si nada importara.
Imagínenlo: millones y millones de
personas recostándose en el suelo, en el primer lugar donde puedan dejar caer
sus cuerpos, cediendo al sueño, a la inactividad producto del cansancio
espiritual, del hartazgo, la abulia, la franca aversión a producir y/o servir al prójimo. Como en ese
video de Radiohead, en donde un personaje se recuesta en medio de la acera,
porque acaba de descubrir un secreto que, al final, desata el desmoronamiento
de todos los cuerpos a su alrededor. Como una plaga, imagínense que podamos decir no y nos echamos. Abandonamos nuestras
vidas, nuestros trabajos, nuestros estudios, nuestros pendientes, nuestras
obligaciones morales, económicas, políticas, incluso sentimentales, porque nada debe ser realmente una obligación, de manera que abandonamos
los proyectos y prospectos de vida y simplemente nos convertimos en ese otro
que construye una realidad paralela en la que nadie hace absolutamente nada.
Cero trabajo cero productividad. Nos
echamos en el pasto y volvemos a mirar recostados el cielo. El ocio y la desocupación como
principal virtud humana y como ejercicio de resistencia. Respiraremos profundo y volveremos a ver al prójimo no
como ese otro que nos daña o angustia u ocasiona nuestros infiernos cotidianos, sino como otro ser más en el planeta,
compartiendo tiempo, espacio y posibles gustos y afinidades.
Imaginen los edificios gubernamentales
abandonados porque nadie asistió al trabajo. Dos que tres incautos aferrados a
sus escritorios, pero nada más. Ni posibilidad de hablar por teléfono para
preguntar qué está sucediendo, porque las operadoras tampoco se presentaron. Imagínense las fábricas abandonadas, los camiones estancados en las zonas de carga porque no hay nada qué transportar. Las escuelas vacías. Las oficinas y los bufetes jurídicos y las peluquerías y las gasolineras y los cafés y restaurantes desolados, probablemente los dueños de los establecimientos, preguntándose qué chingados pasa. Las tiendas de autoservicio abren sus puertas para que la población se arme de provisiones (todo en orden, sin histeria, sin pánico, un consenso fluido de
personas que sólo toman lo necesario para seguir recostados en el parque o en
los jardines traseros de las casas) mientras los cajeros se acuestan detrás del
mostrador y se dedican a escuchar música de Bach (o de Yanni. En gustos se
rompen géneros). Puedes ir a tu casa a bañarte y antes de volver a la calle
sumerges tu televisor en un enorme tinaco con agua. Luego sales a platicar con
todos, amigos, vecinos, amantes, padres o parientes, con el padrecito de la
iglesia a la que nunca vas, con la muchacha o muchacho aquel, con el o la que
sentiste una “conexión,” y te olvidas de todo.
Te dedicas a encender cerillos y ver cómo se consume el fuego. O a estudiar las fortalezas de las hormigas, tan parecidas a nosotras. O te dedicas a descubrir cómo nos vemos todos desnudos al mismo tiempo en la calle. Le ayudas a otros a cortarse las uñas, a rascarse la espalda. Si hace calor te dedicas a derretir hielos en tu sien, a abrir hidrantes y danzar como chamaquito en Harlem. Puedes entrar a una biblioteca o librería, buscar dos o tres títulos de novelas del siglo XIX y disfrutar de una época en la que todo se tomaba demasiado en serio. Puedes jugar a las escondidas con cientos de jugadores, repartidos en la ciudad, puedes proyectar películas de Charlie Chaplin en las paredes de los edificios más altos, puedes dedicarte a improvisar obras de teatro, patinar por las calles, bañarte en las fuentes y quedarte dormido en las faldas de un monumento, un hijo más del héroe de bronce arriba de ti.
Te dedicas a explorar tu ciudad. Algunos
vivirán en ciudades maltrechas, algunos otros en ciudades avejentadas, o
iluminadas por la riqueza o por los constantes tiroteos. Pero ya no habrá nada
de eso. Ni riqueza ni tiroteos, porque todos se dedicarán a la nada.
Una de las soluciones más viables para
demostrar el fracaso del orden actual consistirá en actos absurdos como éste.
Consistirá en rendir nuestros cuerpos al designio de lo natural, a impulsos
primigenios que nada tienen que ver con el pago de la hipoteca y el sueño del
final de año para comprar tus deseos inmediatos, que nada tienen que ver con el
mantenimiento de un cuerpo sano y el departamento de la amante a la que le
pagaste su operación de senos o de hombros o de cualquier cosa que ella pensó
que no te gustaba. No se trata de un sueño hippie. Ya nos dimos cuenta que como seres humanos podemos ser brutales, violentos, con el más mínimo sentido de compasión, y que eso difícilmente se podrá resolver, por lo menos no en nuestro tiempo. Pero posiblemente, un paso a seguir consiste en resistirse a la tentación de seguir con la consecución actual de la vida. No estoy diciendo tampoco que esto suceda, ni estoy convocando a efectuarlo. Sólo quiero que lo imaginen como una posibilidad. Si sucede, no sucederá igual que como lo describo. Pero no importa.
Caigámonos todos. Dejemos de producir y
reproducir la perpetua angustia que nos ha mantenido ocupados. Estoy seguro que
primero solatermos lágrimas de felicidad. Luego redescubriremos nuestra
capacidad para bailar, para sonreír, para dejarnos llevar por lo que el viento
decida ese día. Claro, allá afuera habrán autoridades, policías, líderes sindicales, regidores municipales, jefes corporativos e inversionistas extranjeros que se preguntarán qué se
traen todos ustedes. Pero no podrán hacer nada. No te pueden levantar del suelo
y obligarte a trabajar, sólo estaremos ahí, sin un motivo en particular, solos, juntos,
humanos con humanos. Esperando a ver qué sigue.