2.11.07

Bestiario minimal.


a

Rosas”, dijo la niña, y el resto del escenario guardó silencio. No todos veían lo mismo, al parecer. Pero todos, en ese momento, quisieron ver lo mismo que ella. “Están justo en el centro”, continuó, “hasta puedo olerlas.”

El hombre en el escenario sonrió, y volvió a cerrarse la camisa.
b


Un cierto v i e n t o, casi imperceptible, cruzó por el rostro de las doce personas que vieron la caída del anciano que venía saliendo del banco. El v i e n t o, según cuentan, venía acompañado de un olor que estas personas cargaron durante el resto del día. Ese olor se quedaba en las manos, los hombros, los cuellos, las camisas, y ciertas secciones de las prendas de todas las otras personas con las que tuvieron contacto durante ese día.

En la noche, prácticamente toda la población de esa ciudad se acostó a dormir, y antes de hacerlo, soltaron una serie de inexplicables lágrimas de tristeza.

c

No quiso dejarse engañar por su propia sonrisa, ni por el hecho de que sentía en su cuerpo una felicidad incontenible. Aquellos ojos le comunicaban un amor tan profundo, jamás imaginado. No podía ser posible. No quiso dejarse engañar por su propia felicidad. Así que se retiró. Apagó la tele. Cerró los ojos. Pensó en sus cincuenta y dos años, en las várices en sus piernas, que repasaba con sus manos cuando se levantaba las medias que se escurrían hasta sus tobillos. Se puso sus pantuflas, caminó hasta su recámara, revisitando con la mirada aquellos otros cuartos que una vez fueron ocupados por sus dos hijos. Una muerta, horrible accidente, y el otro hace dos días que no llama. Todavía olían a ellos. Me refiero a los cuartos. Recordó de dónde venía esa sonrisa de felicidad incontenible, parte de su mente regresó a la pantalla de televisión que todos los días observa con reverencia, recelo, ilusión, pasión y deseo. Antes, le gustaba salir al parque con sus hijos. A Lilia le gustaban los hot dogs con mucha mostaza.

Apagó su sonrisa por unos momentos, entró a la recámara. Ahí estaba él, cansado, roncando. Dos cabellos en la cresta, un lomo roído por el tiempo y el trabajodemierda. La piyama que ella le compró en la tienda departamental de cuando fueron todos juntos por primera vez a Estados Unidos. Fácil tiene treinta años esa condenada piyama. Él roncaba cansado y roído desde hace dos horas, desde hace siempre, desde que trabajodemierda le quitó su propia sonrisa. Ella se recostó, como siempre, envolviendo un poquito sus brazos en el cuerpo de su hombre. Antes de cerrar los ojos, recordó esa mirada tan tierna que vio en la televisión, y se dijo: “estoy segura que George Clooney se enamoraría de mí.”