De cuando todos
deseamos morir
por lo menos un ratito
Resulta que quiero dormir cansado, y no
despertar jamás. Dormir profundamente, como por cuatro días, y soñar que en
algún lado estoy, soñando a otros o soñándote. No sé quién seas, ni siquiera sé
si estás viva, o estoy vivo. Sólo sé que es en sueños que te veo. Pero nada
más. Cómo quisiera recuperar la memoria de juguetes perdidos. Hay plastilinas
que saben a metal. Dormir es la cosa más placentera del mundo. Pero lo es más
la muerte. O por lo menos, la muerte queda. La que se reúne en nuestros pechos
y decide desvanecernos un poquito. A veces sucede, cuando estamos enamorados. Pensamos
en juguetes perdidos, como que la primera manifestación de amor es un objeto
con el que aprendiste a imaginar. Creo que todos queremos estar con alguien que
nos impulse a imaginar. A olvidarnos que estamos solos, a olvidarnos que
estamos muertos, para luego morir un poquito con ellos. Cuando duermes con una
pareja, todas las noches mueres un poquito. Un ratito. Es así como dormimos. Es
así como soñamos. Tengo mucho que no recuerdo un sueño. Tengo mucho que
recuerdo el olor en la mano derecha de mi madre. La olvidada. La nunca
recuperable. La que murió para un siempre diminuto. Instante corroído por un
tiempo que se inventó a sí mismo. Hay juguetes en la vida que son como las
palabras, un objeto más que huele a metal y a galaxia ajena. Hay juguetes que,
como los recuerdos o las palabras, ayudan a extraernos de nosotros mismos. Resulta
que quiero dormir y pensar en eso otro que nunca ha llegado: la paz, la
armonía, una mañana clara en la que pueda despertar y acordarme que este mundo
es magnífico y cruel, y que sólo resta ser un espíritu distante que nada
controla y que todo domina con su mirada alejada. Pienso mucho en una infancia
que ya no está ahí. Es por la época del año. Quiero escribir como se camina en
una ciudad desconocida. Que se pinten poco a poco las rarezas del entorno. A ver
si de ellos se extrae un recuerdo, o por lo menos un amor recuperado. La sensación
de que siempre al otro lado de la calle pasa algo más interesante que aquí. Y que
la mano perfumada que una vez oliste es la mano perfumada que has perseguido
toda tu vida. Te molesta que el tiempo se asesine, como si nada. Como si fuese
un juguete diminuto que te compró tu madre, según dicen los recuerdos de otros.
Me gusta la idea de volver a sentir el aroma del gas lacrimógeno, o por lo
menos en estas tierras, el inútil descubrimiento de que los seres humanos somos
unos virus con zapatos. Pero debo retraerme. Evitar el sinsentido. Volcarme por
los vacíos de la concreción y el seguimiento lógico de las ideas. Dejar que el
mar sea río, que el río sea lago, que las aguas del pensamiento fluyan con
tranquilidad. Nadie quiere mareas inciertas. Yo lo único que quiero es dormir. En
medio de una tormenta. De un tormento. Poder sentir el latido que descansa en
el pecho de una mujer. Escuchar sus temores, escuchar el temblor de esa
humanidad que adoras, la que te hace llorar o te hace soñar. Siempre hay de dos
sopas. Dos formas de que suceda el milagro. Un milagro, el que sea pero que sea
milagro. La vida como muchedumbre que se pierde a lo lejos, en una turba
indómita, ansiada de deseo, soñando su sueño enloquecido, un baile diminuto que
deja una estela de memoria rabiosa. Todos los ojos son los mismos ojos, todas
las sonrisas, imaginadas, reales, son la misma sonrisa. Todo aliento que reposa
de boca en boca es un único aliento. Tengo que dormir. Descansar hasta más no
poder. Y dormir mientras duermo. Aunque dicen que desde hace tiempo todos
estamos dormidos.