Por Seamus O’ Reilly
Mi padre se autoproclamó impotente a la terriblemente poco tierna edad de sesenta y cinco años, y si bien su impotencia se debía más a factores de orden psicológico-vuelto-patológicos (combinen los bombazos en Londres en plena Segunda Guerra Mundial con una mezcla maldita de químicos provenientes de la fábrica donde trabajaba a los dieciséis años como rata de laboratorio para una compañía farmacéutica, así como con los posteriores incesantes gritos de mi madre, la absolutamente enloquecida mujer de los ojos en forma de espiral, como le decían todos los vecinos del barrio irlandés donde nací) también podemos decir, ayudados por el tiempo, que se debía a factores de orden humano.
Su impotencia era humana, no sólo sexual. La impotencia de todos los seres humanos, no es sexual. Es humana. Nacemos impotentes. Somos el percance de un tiempo y un espacio que decidió dotarnos con una búsqueda de sentido que no está ahí, y que por lo tanto, nos dota de impotencia. Nacemos, nos desarrollamos, descubrimos nuestra impotencia. Luego nos vamos a Wal Mart. O a un restaurante de comida rápida. Nos quejamos con las cajeras o con los que nos acompañan, nos quejamos con los meseros y meseras, nos quejamos en las hileras del supermercado, o rumbo a no sé dónde diablos, nos quejamos. Pero no hay nada que podamos hacer.
Claro, algunas veces los seres humanos nos vamos a la guerra (como la Segunda Guerra Mundial? no. Me refiero a guerras de verdad, las civiles, esos momentos de conciencia --como decía Foucault-- donde todo pierde sentido, incluso el sentido de impotencia que de pronto se olvida, porque hay cosas más interesantes que hacer, en ese momento...como derrocar sistemas) pero en realidad, los seres humanos tenemos pocas oportunidades de vivir ese tipo de realidades. Y por lo tanto: IMPOTENCIA.
Todos nos sentimos impotentes, en algún momento u otro. Podemos sentir impotencia ante la crueldad del mundo (que más que nada, nos enojamos porque los escaparates de la realidad vuelta espectáculo son demasiado bochornosos como para que nuestros sentidos los soporten), podemos sentir impotencia ante la crueldad de nuestras circunstancias, podemos finalmente sucumbir a una condición terriblemente judeocristiana de reunirnos en nuestro propio sentimiento de inutilidad y decir
“pos ni modo, qué le vamos a hacer.”
El hombre, mi padre, jamás pudo despertar a la verdad atroz de la realidad, pero cuando lo hizo, su única reacción fue la bendita y eterna acción de cruzarse de brazos, que es distinto a ponerse de bruces, y todos sabemos que esa fue una acción que muchos niños realizaron durante la Segunda Guerra Mundial. Mi padre se cruzó de brazos y dijo “Ya. Hasta aquí llega mi necesidad de comprensión de la realidad. Pa qué le busco más peras al olmo, pa qué transito por sitios donde deambula eso que llamamos verdad (y que Savater llama “certidumbre”), pa qué llevo mi cerebro constantemente al atolladero del conocimiento, si al final del día, lo único que importa es lo que voy a decir segundos antes de dar mi último suspiro."
Mi padre no era una persona muy alegre que digamos.
Y eso me hizo muy alegre, pero impotente(no me refiero a esa “otra” impotencia, ya que mis doce hijos, dispersos en distintas y desconocidas partes de este planeta, pueden ser un testimonio viable de que nunca he fallado en ese sentido. Por cierto, si alguien conoce a alguno de mis O’Reillys, díganles que los quiero. Hay varios que yo jamás he conocido. Y creo que no me quieren conocer.) No obstante, me convirtió en un necio. En uno de esos que insisten, de esos molestos que siempre tiene que dar de toqueteos a la herida, que siempre busca que nunca se diga la última palabra (porque siempre tengo que arremetar con otra frase que suscita otra palabra última, que sucesivamente nos regresa a una continua discusión con mi(s) esposa(s) y mi padre, el impotente-en-ambos-sentidos.)
Creo que ese es el lado bonito de la vida: el que existe la posibilidad de insistir, aun cuando todos estamos convencidos que podemos estar mejor muertos. Eso es, definitivamente, una lucha frontal contra la impotencia.