10.4.05

Alternativamente, me gustan El Quijote y Gargantúa y Pantagruel, dos obras más o menos situadas en un mismo tiempo, de talantes y talentos distintos, de gracias similares, de burlas y charlas amenas con un mundo que se veía convulsionado con ese "hábito inconsciente" que todavía padecemos y llamamos modernidad.

Me gusta Rabelais por la misma razón que una vez planteó Raymond Federman: "I read Rabelais for the dirty language". Y por su irreverencia, misma que en la actualidad se nos escaparía, si no es que tratamos de hacer una lectura más o menos diacrónica.

Cervantes me gusta porque es un deleite impartir una cátedra sobre El Quijote, sobre todo a alumnos de preparatoria, última llamada para el desarrollo de un hábito a la lectura. Pero también me gusta desacralizarlo, bajarlo del pedestal y colocarlo a la luz de lo que realmente es: la historia de la imaginación humana, que delega la autoridad de la memoria a la inscripción y que, en el proceso, vemos cómo se despliega, en un libro que fue elaborado por entregas, el cuestionamiento mismo del acto de leer el mundo. Increíble el capítulo donde Sancho hace creer a Don Quijote que una escoba es, en realidad, una damisela en apuros, su bella Dulcinea, y observa cómo el Caballero se arrodilla ante ese utensilio doméstico y desplaya todo lo que su corazón guarda de pasión por ella. Dan ganas de reir y de llorar a la vez.