15.9.16














"[...] cada artista desarrolla su propio lenguaje y nutre la impresión de ser el único que lo habla. Ya no escribimos o creamos para intensificar a la vida, ya que la vida ha dejado de ser algo que todos compartimos, algo en lo cual todos nos acompañamos, sino un asunto individualizado de acumulación, trabajo y autoafirmación". 

Claire Fontaine 

6.9.16

Retrato de una familia inexistente



Esta historia comienza con el hombre, a razón de una tradición forzada, implicada por la naturaleza de la convocatoria. ¿Quién es el sujeto que aparece en la imagen? Veámoslo con sus pantalones entallados, su pulcra camiseta a rayas, su porte delgado, firme y seguro, su tez clara, una mano oculta en el bolsillo con el curioso gesto de su índice y su meñique por fuera, haciendo –¿involuntariamente?—los legendarios cuernos del metalero; la otra mano alzada, su índice y su rostro alegremente impositivo. Esto es, impertérrito en sus convicciones. No hay ironía en su postura. Este hombre no existe. Es el ideal de un avatar imposible, que promete la versión más higiénica del mexicano promedio. No obstante, esta representación es dirigida a quienes se sentirán identificados no con el sujeto sino con un sentir, con ese ideal imposible. Estos hombres son profesionistas, luchones, avocados a la familia, a las buenas costumbres, al orden, la seguridad, la limpieza y a las deudas que no se salgan fuera de control. Tiene una foto de su familia en la parte superior derecha del monitor de su computadora, desde cuya dirección puede ver, en el otro cubículo, a la compañera que le gusta. No hará nada al respecto, no se preocupen. Este es un hombre que bebe cerveza light los fines de semana y sólo come una o dos alitas de pollo cuando es quincena (por eso de las agruras), cuando se reúne con sus compañeros en la franquicia de un restaurante bar que prepara toda su comida con paquetes de alimentos congelados. Le molesta un poco que le digan Godínez pero igual se ríe de los memes. Afirma de vez en cuando su afición a un equipo de futbol. Le concierne la política pero, como el futbol, es de las personas que piensa que hablar de futbol y de política puede destruir amistades. Esto es, hablar de un margen de verdad crítica lo consigna al ostracismo. No quiere eso. Quiere pertenecer y caerle bien al jefe. Dicho jefe es el gerente o directivo regional de una corporación vinculada a organizaciones conservadoras. Aparecen velados en sus Misiones y Visiones todo el planteamiento de lo que “es correcto”: los valores, la familia, las amenazas de un mundo hostil y lleno de perversiones, las virtudes de ponerse la camiseta. Cumplió recientemente su sueño de adquirir una pantalla HD del tamaño de la pared de su diminuta casa de interés medio-alto. En una ocasión, mientras veía Netflix, se dio cuenta que hay una categoría de películas dedicadas a temas lésbicos o gays. Le incomoda un poco, pero aprovecha la oportunidad para contarles a sus hijos que esas personas que aparecen en las películas no irán al cielo. El cielo está reservado para personas como ellos. Conoció a uno, su mejor amigo en la primaria. Tuvo que distanciarse porque intentó besarlo en una fiesta de preparatoria y pasó varias semanas confundido. El Padre de su iglesia le dijo, tomándolo de la mano, que todo estaba bien, que la confusión era normal. Dios nos pone pruebas. Es lo mismo que le dijo su jefe. Dios nos pone pruebas y es por eso que hoy en día, la prueba de su fe depende de su asistencia a la marcha. De cualquier forma, sabe que tiene que hacer algo al respecto, como ser humano, como defensor de la familia, como persona que ha perdido de vez en cuando los estribos y cachetea a su mujer, por sus cada vez menos frecuentes desplantes de libertinaje (digo, ¿qué clase de mujer puede decidir, así de la nada, dejar de rasurase las axilas?, ¿quién se comporta así después de dos Appletinis en la fiesta de Año Nuevo en la oficina, sobre todo frente a la compañera que te gusta y con la que ya te has acostado un par de veces?), como persona que sabe que los seres humanos cometemos errores pero tenemos que ser temerosos. No todo es nuestra voluntad. Menos cuando se trata de seguir los impulsos y recordar lo que le hizo sentir el beso de su ex-mejor amigo.


Igualmente, a razón de una tradición forzada, forzosa, reforzada para evadir la incertidumbre, el miedo, el terror a lo otro, tenemos la imagen de la mujer, lo que el cuadro definiría como su esposa, enseguida de él. Detrás de la sonrisa hay un dejo de angustia. Podemos verlo en las cejas, en la mirada que no está atenta al retrato sino a ese mundo que sueña posible. Un mundo, por ejemplo, donde efectivamente compra baguettes como parte de la despensa familiar. Los probó por primera vez en una comida con sus parientes lejanos, cuando el tío que salivaba cada vez que la veía preparó una paella valenciana. El día en que su madre le explicó, a la tierna edad de quince años, que este mundo es de los hombres, que hay que trabajar para mantenerlos al lado. Que esa es su misión en la vida. Está cansada y hace unos cuantos días pudo detectar una cana en su cabello. Vean cómo una parte de su cabello cubre su frente. Una muestra de desenfado pero también de agotamiento, de andar de chofer para los exigentes itinerarios de sus hijos: las clases de Karate, las clases de Ballet, los talleres de matemáticas, la natación, el catecismo, las citas en el IMSS para verse con la ginecóloga que no quiso explicarle, por discreción, qué es eso que llaman deseo. Vivir para los otros es dejar de vivir para uno mismo. Ha aprendido a no dejarse llevar por sus impulsos, por esos sueños que de pronto se advierten en su mirada, en sus pensamientos. Dos de cada diez eventos en su vida cotidiana la llevan a imaginar una escapatoria. Ahí. Donde puede encontrarse a ella misma y donde nadie le de lata y donde ella pueda perderse en el anonimato de un buen suspiro en medio de una ciudad desconocida. Ha aprendido a sonreír cuando las otras mujeres en el cafecito –que en realidad es eufemismo para las borracheras blandas de las vecinas que toman vino rosado de caja—hablan de las infidelidades de sus esposos, de cómo se apretuja el coraje en sus vientres. Son débiles, piensa ella, son débiles y necesitan luchar por lo que tienen. ¿Qué tienen? Primero que nada, sus vidas, sus recuerdos y los modos como han suplantado el deseo para transferirlo a sus hijos. Ellos están creciendo y el mundo es hostil, ellos se forman –como debe ser—bajo el poder de la fe católica y eso es más que suficiente. Debe ser más que suficiente. Sabe que no es suficiente. El mundo es hostil y pronto se mostrará otra cana en su cabello. Hace tanto tiempo que no sabe nada de él. Sólo recuerda la noche que le llevó serenata, que su madre lo corrió echándole un balde con agua fría. Como perro callejero. No te dejes seducir por los hombres que sólo quieren aprovecharse de tus deseos. Ella es madre y es pilar de comunidad. Asiste a todos los retiros espirituales y en ningún momento ha reprochado la vida que vive. Su esposo le ha otorgado las comodidades, la seguridad, la necesidad de mantener un cuerpo bello y esbelto, de velar por los sueños y temores de sus hijos, ante un mundo hostil y lleno de tentaciones. No puede creer lo que sucede allá afuera, en las calles, donde todo se ha vuelto libertinaje y perdición. Las columnas vertebrales que sostienen su cara vida están a punto de derrumbarse. Ella tampoco representa a la mujer mexicana, o por lo menos, representa a ese espectro de la mujer mexicana que el mundo hostil y cruel allá afuera la ha convertido en un manojo de nervios. Es por ello que esconde sus manías en los tics nerviosos de sus hijos, ha sido la fiel portadora de todos los consejos de madre que ha arrastrado su sangre desde tiempos que ella ni siquiera conoció.


Luego están sus hijos y sus historias inciertas. Posibles, todas ellas derivadas de sus tics nerviosos y de las certezas que fueron recogiendo aquí y allá, a veces abrumados por la confusión, a veces increíblemente seguros de convicciones verdaderamente retrógradas. Los hijos escriben la historia de los miedos acumulados en la sangre que cargan en sus venas. Se alimentan bien y siguen las órdenes acordadas por la voluntad de Dios. El mayor, el de inexplicable cabello rizado y el semblante de mayor seguridad y menos espíritu de curiosidad, seguirá el dictado de la neurosis capitalista de su padre. Tomará todas las decisiones correctas: una buena carrera, un buen desarrollo profesional, una buena esposa y un buen sustento para su hogar. Toda posibilidad de que su alma no sea salvada en su tiempo en la Tierra será derribada por su capacidad para imaginarse el paraíso después de la vida. Es el único que comulga con la certeza de que así se platica mejor con Cristo. Con Su Cuerpo en su paladar. La violencia verbal y física que lo caracteriza, la que asestó a toda la bola de impertinentes jóvenes de su generación, que apostaron por explorar sus apetencias diversas –desde drogas hasta inclinaciones homosexuales, o el simple hecho de ser muestras débiles de la especie humana—se llevaron al pasado una vez que vio cómo sus convicciones lo mantuvieron a salvo, en una casa con cerco electrificado, dentro de una sala con las mejores comodidades, donde puede reposar en paz después de un largo día laboral, y donde puede rezar plácidamente en compañía de sus seres queridos. De vez en cuando se pregunta si realmente los quiere, y ese niño en ese posible futuro, tendrá su epifanía en el instante mismo que se sienta absolutamente solo, al descubrir que no entiende nada de lo que sucede en la televisión. Aunque también tenemos a la hermana, menor que él, de una alegría incontenible, que se verá amenazada, una vez que descubra que su madre quiere convertirla en la versión muñeca de ella misma. Forjará su propio destino, abrirá los ojos ante una realidad que en su etapa adulta considerará atroz, y abandonará el hogar para convertirse en todos aquellos sueños que su madre tuvo en las madrugadas, cuando no podía dormir, cuando el tintineo de la frase “sentimientos de inadecuación” invadían sus pensamientos. Por lo menos ha sido mejor destino que el de su hermano menor. El que pudo ver el resquebrajamiento de la realidad construida por una familia que ha dejado de ser nuclear, y que detona la radioactividad de un mundo que de todos modos no deja de ser hostil. Probará de todo: carreras, labios de hombres y mujeres, diversas confecciones de drogas que obnubilan sus sentidos. Destapó el caño de la realidad, y ahora está perdido. No abandonó el hogar y ahora se encuentra en un taller de jóvenes enterpreneurs, destinado a un brillante fracaso.


Finalmente, me encuentro yo. Juicioso a más no poder ante la pulcritud de la imagen. Vistas en su conjunto, los sujetos de este cartel representan a una familia mexicana inexistente, neutral, blanca, limpia en mente, espíritu, pensamiento, obra, palabra u omisión. Construyen una raza desconocida, proyectada hacia un mexicano que ya ha perdido la noción de lo que es. De lo que puede ser. Eso, creo yo, es lo que aterra a los mexicanos que se identifican con las intenciones de la convocatoria. Pero me devuelvo a mí. Porque puedo estar equivocado, porque igualmente proyecto todos mis miedos, mis corajes, mis prejuicios, hacia un concepto de familia que en mi propia vida jamás ha existido. Eso lo agradezco, lo atesoro. Sin embargo, ¿cómo fui construido yo? ¿Sobre la base de qué convicciones me siento en la capacidad para juzgar al que tiene miedo de lo otro, al que prefiere una mismidad inexistente, al que imagina un mundo mejor que ese mundo hostil que se dibuja en la fantasmagoría del México contemporáneo? Yo soy igual que ellos. Incluso, he vivido todo el tiempo con la sombra de estas convicciones. Las convicciones de una familia perfecta. El deseo de que las cosas, por lo menos un poquito, dejen de ser imperfectas. Como nuestro gobierno lo es. Como nuestra educación lo es. Como nuestras relaciones. Como la desigualdad y desventaja moral con la que consignamos a todos los que no piensan como nosotros.