(notas infames que se sueñan como una posteridad imposible)
El futuro es uno de nuestros más grandes espejismos, una entidad
de tiempo que sólo permanece en la medida que nos acercamos a la desilusión de
ver cómo nuestras proyecciones no se alinearon a la realidad. Por otro lado, futurizar se ha convertido en pecado, en
un mundo de presentes perpetuos, donde la medición de nuestras vidas ha
adquirido una dimensión casi, casi,
“extrapoética”. Cada paso cada vistazo que le echamos al mundo, constantemente
nos avisa que eso ya ha sido visto, vivido, tocado, experimentado. La novedad,
la originalidad, por mucho tiempo tiranas del tiempo, se han vuelto
prescindibles. De modo que la constitución de un mundo posible sólo es posible en la medida que nosotros nos
despojemos tanto de la tiranía del presente como de las tiranías de lo original
y novedoso. Es momento de regresar a cuando podíamos observar las diferencias
infinitesimales entre una hoja y otra.
El arte siempre ha propuesto futuridad pero solo desde una
perspectiva profética. Se piensa en los artistas como chamanes, como demiurgos,
como místicos que revelan verdades universales, a través de un imaginario que
encandila, en el mejor de los casos, o que se condena como herejía, en el peor
de los casos. El Futurismo, esa vanguardia histórica tan irónicamente fechada,
fue un camino modernista de las promesas que la sociedad contemporánea esbozaba
para el sujeto. Pero en realidad, se trataba de un ejercicio desesperado por
estar en el momento. Me pregunto si,
en la actualidad, el arte se obliga a sí mismo a estar en este momento.
1. Dejar de pensar en la inmediatez. Vivimos bajo la tiranía de la
experiencia efímera, del instante significado, de la síntesis de grandes
conceptos y la ironización de las grandes narrativas. Un twitteo atomiza el
pensamiento, pero también la experiencia y, por lo tanto, la vivencia como tal.
Puede pensarse en una suerte de longevidad de la idea; no obstante, seduce la
noción de que es el pasado el que tiene las respuestas. No las tiene. Los
viejos paradigmas han servido para producir el manierismo creativo en el que
nos hallamos enfrascados, ahí donde el escritor es un exquisito de las formas y
el artista visual busca alternativamente la conmoción, el shock o el realismo
exacerbado, a través de todos los medios a su disposición. Asimismo, dicho
paradigma es la principal defensa de aquellos que siguen esperando que el arte
de nuestra era asuma los comportamientos y condiciones estéticas del pasado: la
palabra “talento” ya no sólo debe referirse a una serie (limitada) de
cualidades motoras, manuales o de ejecución, sino a la capacidad para resolver
una serie sucesiva de preguntas complejas sobre el mundo.
2. Toda producción de imagen debe mantener los siguientes
componentes: atracción, intriga y crítica. La obra debe ser visualmente
atractiva, sin apelar a una mirada contemplativa; debe generar intriga en el
espectador, caracterizada por los pliegues de significado de los componentes
visuales, no por la yuxtaposición de significantes, lo cual conduce alejar al
espectador de su posición de consumidor pasivo y
3. Establecer correspodencias entre futuros deseables y futuros
posibles, eliminando del plano cualquier proyección que determine cualidades
estéticas. Des-imaginar el futuro, eliminar el componente utópico para dar
ingreso a la muestra de posibilidades. Hemos llegado a una nueva definición de
“alternativa”, que luchará por no medir su efectividad a partir de nociones
culturales y sobre todo regida por las leyes del mercado.
4. Un retorno al vitalismo, no como medio de proyección
historio-geográfica, étnica o de género, ni mucho menos como parte de un
“relato oral” convertido en memoria y/o confesión.
5. Sustituir esa búsqueda romántica de la inmanencia por una búsqueda
precisa de inminencia: la obra como algo necesario,
no en términos utilitarios sino comunicativos, un arma y una advertencia sobre
los tiempos que se viven.
6. Eliminar del mapa la noción de que la historia termina hoy,
siempre y a la perpetuidad; el principal motor de cambio está en las entrañas,
no en la razón, y si la historia es tiempo razonado, debemos pensar en una
suerte de longevidad proyectada en nuestras obras. Es como si Walter Benjamin
hubiera estado consciente, desde el momento que escribió sus ensayos, del
impacto que tendría en la teoría contemporánea.
7. Las redes de socialización en línea, desde su concepción, no
han sido nada más que habilitadoras de una contradicción permanente: la
democratización monitoreada. Debe tomarse en cuenta que, en el actual panorama
de producción artística mundial (para todo tipo de creaciones, desde bienales
hasta películas, novelas de autores legitimados por distintas áreas del campo
literario, lanzamientos recientes de música por parte de bandas pop, rock, etc.),
estas redes en línea han engendrado comportamientos sociales que mezclan el
id (trolls)
el ego (creadores pagados de sí mismos, que mantienen esa finísima ilusión de
artista incomprendido), cuyas declaraciones sirven para establecer parámetros
de gusto, a todas luces, la forma más simplista de generar criterios. Es
posible la necesidad de crear arte que desaparezca por completo de estas redes.
El arte, en el futuro, deberá ser un secreto a voces, vivido en carne propia. Los
conceptualistas rusos no estaban tan errados.
8. Acoger la imperfección como pureza, pero sin caer en
ejecuciones pobres o mal planteadas.
Nota de desarrollo
pendiente: vivimos una era en la que la
información y los productos culturales dejaron de escasear, obnubilando nuestra
relación con los objetos de deseo. El acto de consumir ha mutado, el trámite se
ha dislocado.