El curador administra su espacio de exhibición en nombre del público –como representante del público. Del mismo modo, el papel del curador consiste en asegurar su carácter público, mientras lleva a las obras a este espacio público, haciéndolas accesibles al público, publicitándolas. Es obvio que una obra no puede asegurar su presencia por sí sola, obligando al espectador a verla. Carece de la vitalidad, la energía y la salud para hacerlo. En su origen, tal parece, la obra de arte está enferma, indefensa; para poder verla, los espectadores deben ser llevados a ella (...) No es casualidad que la palabra “curador” está etimológicamente relacionada con “curar.” Curando curas la impotencia de la imagen, su inhabilidad para mostrarse a sí misma por sí misma. La práctica de la exhibición es, por lo tanto, la cura que sana a la imagen, originalmente enferma, la que le otorga su presencia, su visibilidad; la lleva a la vista del público y la convierte en el objeto del juicio público.
Es probable que una de las prácticas que ineludiblemente revisten de calidad a una exposición en nuestra localidad, es la de realizar por lo menos un breve ejercicio curatorial, que permita que las obras sean "conceptuadas" --en su conjunto, como parte de una idea, de una relación taxonómica, hasta puede ser alfabética, el caso es que clasificatoria-- por el público que las recibe. En este sentido, no importa qué tan abstracta, efímera, compleja o divergente sea la obra que se presenta, si el diseño, la narración, la "llevada a sanar" de los objetos de arte al plano de su presentación conlleva a dirigir la mirada del espectador por una "experiencia," lo demás es terreno ganado: se establece el diálogo, la obra se aleja de su condición enfermiza (pensemos en el enfermo como aquel que "no está con nosotros," en standby, alejado, sopesando los síntomas y en espera de ser devuelto a su funcionamiento normal; así es como podríamos entender esa relación de obra de arte y enfermedad).
Todo esto lo pienso a la luz de la más reciente exposición en el espacio independiente Mexicali Rose, titulado "Del estampido sónico a la estampida animal," de la artista Marcela P.E., inaugurada el pasado viernes. Se trata no sólo de un ejercicio lúdico-crítico que juega con los conceptos del tótem y los presenta desde las aproximaciones del arte-instalación, sino que también revela las dificultades y problemáticas que subyacen en la práctica de curar un espacio para acomodarlo a las características que las obras solicitan.
Este es un tema que estoy desarrollando en otro texto, pero aquí va: una de las virtudes de los espacios independientes es su maleabilidad: dado que desde el principio están diseñados o imaginados como espacios de usos múltiples (lo que en una noche será una exhibición de cine en la otra será una exposición como la de Marcela P.E.), no compartimentalizados, existen pros y contras en el manejo curatorial, en el sentido de que esta misma maleabilidad puede expandir las lecturas de las obras, pero también puede suprimirlas. En el caso de esta exposición, logran magnificarse algunas; pero una en particular pudo haber gozado de una brillantez enorme.
Los objetos de Marcela P.E. son inauditos: un conjunto de cilindros de unos dos metros y medio de altura, de una circunferencia rechoncha (se antojan abrazables; no lo son, un par de brazos estándar no logran la empresa), confeccionados con distintos tipos de materiales (algo parecido al cabello de ángel; hojas de plástico que envuelven al cilindro como enredadera; cuero y cadenas, así como un cilindro compuesto de puras luces de neón en posición vertical), y todos (creo) portan a altura del espectador medio un rostro protuberante, que sale miméticamente de las texturas. Estos tótems, estas revelaciones que germinan una serie infinita de relaciones (lo totémico, las relaciones del núcleo familiar, las disposiciones matéricas de los objetos y su relación con los contenidos-títulos de las piezas), fueron dispuestos a la presencia del espectador de una manera cuidadosa, como resultado de alguien (Marcela?) que reconocía desde antes las virtudes del espacio, que probablemente concibió la exhibición de estos objetos para este espacio y que por ello logra curar una exposición que, en serio, vale mucho la pena ver.
El alojamiento de estos tótems en los distintos cuartos del espacio (Mexicali Rose es, después de todo, una casa convertida en espacio de galería) le otorga una relación más íntima al espectador con el objeto. A pesar de que el primero de ellos se encuentra en el cruce principal de los asistentes a la galería, ofrece un buen punto de partida, llamémosle un gancho, que invita a la inmersión de los otros espacios. Un cuarto en especial, el espacio más amplio de la galería (que lo he visto convertirse alternativamente en el mejor y en el peor espacio aprovechado del lugar) ofrece sobriamente la presencia de tres tótems; son los que merecen una mayor inserción a las cualidades de la obra, las que nos permiten imaginarnos a nosotros mismos como tótems, dentro y fuera del cuerpo totémico; la personalidad de estos objetos es donde más se capta en este espacio.
Y es en el tercero y cuarto espacios donde el ejercicio de Marcela P.E. se entiende más "instalativo." Un cuarto en particular, aloja a un tótem cubierto de cuero negro y amarrado con cadenas, alusiones de S&M pero igualmente de punching bag le dan una lectura doble al tipo de cuerpo deseante que quiere definir el tótem. La luz roja invita y al mismo tiempo ahuyenta al espectador. Es una de las "curaciones" más logradas que he visto en Mexicali en mucho tiempo.
Y más lograda hubiera sido --la más lograda de todas, incluso-- la curación otorgada a la última pieza: el tótem de luz. Un cilindro colocado en el centro del último cuarto de la galería, un cilindro compuesto de focos de neón, encendidos, sobre una superficie blanca que le daba aún más brillantez al espacio --inteligentemente separado por cortinas-- y que en términos de arte-instalación, pudiera haber sido una de las obras más interesantes de la exhibición. Pero a mi parecer, el espacio no le ayuda a la pieza definirse ante el espectador. Con respecto a este último espacio, pienso: la experiencia está ahí (luz cegadora), la reacción de los espectadores igualmente está ahí (encantados, abrumados), lo que sí queda un poco de lado es la capacidad total que hubiera tenido la instalación si la experiencia completa hubiera sido envolvente: sin ruidos incidentales, sin elementos extraíbles, sin haber permitido que los espectadores ingresaran al espacio cubierto con papel blanco para dar más brillo al entorno. Ahí es donde hubiera terminado el ejercicio narrativo formal de Marcela, donde se hubiera cerrado con un increíble broche de oro a una exposición que nuevamente da muestra de la contemporaneidad en la que están sumergidos algunos de nuestros artistas locales: digo que ahí hubiera concluido de manera impactante el ejercicio narrativo, porque daría cuenta de, posiblemente, el contenido primordial de esta exhibición: un regreso al origen, pero con una mirada hacia el futuro cegada por la luz de la incertidumbre.