10.10.05

Zarat, in memoriam

Era probablemente uno de los seres más increíbles con los que jamás me haya topado. Solíamos ver las estrellas juntos, mientras yo me fumaba un cigarro y él merodeaba en sus pensamientos. Nunca supe qué penso, pero siempre lo intuía.
Gris oscuro, con una mancha blanca, como escudo, en el pecho. La mirada de la vida vivida desde el susto, desde la noble mirada de aquél que le tiene miedo al mundo, pero de todos modos se enfrenta a él. Era eunuco, un gigante noble. Una tarde, el repartidor de tanques de gas llegó a la casa, vio a Zarat. El tipo dio un salto de susto. Luego lo escuchó maullar.
Espíritu incomparable, y sí, estoy hablando de un gato.
Cuando lo conocí, marcó su territorio. Estábamos los bluseros del norte en el departamento de Orlando; de visita a un estudio de grabación. Zarat, recién dueño de la comarca, no estaba contento con nuestra presencia. Cuando regresamos de la primera sesión, vimos todo su graffitti de caca desplazado en la alfombra, esto es, nuestras camas. Era un gato pequeño, Orlando se lo encontró una noche que llegó de sus clases, el sujeto entró por la ventana y decidió quedarse.
Le gustaba encajar las uñas en los pechos y muslos de propios y extraños. Una vez, escuché a una persona decir que Zarat era un shamán. No lo tomé a la ligera. Lo vi, una bestia enorme echada en un rincón del sillón, y sólo se me quedó viendo. Sí. Era un shamán.
Cuando llegó a manos de Bibi, Zarat había pasado por un semi infierno doméstico. Siendo gato hollywoodense, su dueño siendo un amante de los gatos, tuvo los mejores cuidados cuando cayó en manos de un par de siameses que lo torturaron, una temporada en la que estuvo al cuidado de una amiga de Orlando. Los siameses, siendo siameses, procuraron asestarle una serie de torturas que lo dejaron un poco atrofiado de sus ligamentos. Eso no fue lo que dijo el doctor hollywoodense. Él diagnosticó cáncer. Habría que hacer biopsia. Afortunadamente, el buen sentido común de un doctor mexicalense cambió el diagnóstico. Zarat terminó en manos de la madre de Orlando, en mexicali. Ahí es donde comenzó su engrandecimiento.
(No puedo decirlo de otro modo. Por respeto a su increíble espíritu, me rehuso a llamarlo gato gordo)
Cuando llegó a manos de Bibi, Zarat era un gato obeso. Enorme, gordísimo.
Había estado más de tres meses echado, con unas férulas en las patas delanteras. La madre de Orlando simplemente se dedicó a alimentarlo, colocando el plato de comida cerca de él. Zarat sólo se arrastraba al plato y consumía. El sedentarismo impuesto causó estragos en su peso.
Llegó a nuestra casa e inmediatamente se escondió debajo de un enorme ropero. Estuvo ahí como tres días seguidos. Cuando le hablábamos, emitía el maullido más dulce que pudieran ustedes imaginar. Era una bestia noble. No mataría ni a una mosca.
Pero roncaba. Lo más seguro es que tenía que ver con su peso. Y cuando se recostaba en la orilla de los sillones (muy propio él) podías ver las carnes fofas colgando a los lados. Pero no podías decirle nada al respecto. Él sabía por lo que estaba pasando.
No se compusieron mucho las cosas, sobre todo porque a mí me gustaba alimentarlo con el mismo vigor con el que yo no lo hacía para mí. Una vez por semana, y a partir de un gusto obsesivo que Zarat demostraba, vertía un huevo en su plato de Cat Chow. Ver a Zarat seguirte con el huevo mientras ibas a partirlo era como ver a un adicto a la sustancia. Como era tan divertido ver su desplante de heroinómano, decidí darle dos huevos por semana. Claro, eso terminó después de un tiempo.
Lánguido el recuerdo de su presencia a las dos de la mañana, cuando las luces del auto llegaban a la casa, y lo veías firme entre las balaustradas de la casa. A veces, como un guardián de su propio imperio (cuestión muy gatuna) en una orilla del techo de la casa.
Pocas veces encontrabas golpes o rasguños en él. Cuando los encontrabas, creánme que la sensación era personalísima. Sabías que el estado de su corazón era triste. Sopesabas con él los acontecimientos que lo llevaron a cargas con esas heridas. Luego todo pasaba, y lo veías en su sitio favorito: debajo de las luces tenues de las flores de la buganvilla en la esquina de la casa.
Una vez, cuando tuvimos la visita de un grupo de gatitos, tuve que decirle a Zarat que no era muy conveniente meterse toda la cabeza de uno de los gatitos en su boca. Él me vio con cara de "estoy jugando". Sacó la cabeza de su boca y salió corriendo, como pudo, ya que no corría muy rápido que digamos.
Cuando brincaba para trepar la pared, podía escucharse un quejido, como que le pesaba cargar con tanto peso. Así son los quejidos de la vida. Como los de Zarat.
Puedo estar horas hablando sobre él.
Descansa en paz, Zarat.