15 de mayo, Día del Maestro.
He visto a la estupidez humana a
los ojos, frente a frente, en la mirada de un alumno que por capricho,
desinterés, soberbia o simple y llana estupidez, no comprende la realidad que
uno le pone enfrente. He visto también unos ojos que se abren, sorprendidos,
ante el descubrimiento de las sutilezas y verdades de este mundo. He visto
desgano y he visto iluminación, esclarecimiento y confusión, he visto
incertidumbre y seguridad, un miedo desenfrenado a cambiar de opinión,
transformar un concepto, desdeñar una idea, he visto la soberbia y la humildad,
la sinceridad y la simulación, el cinismo y la búsqueda de congruencia. He
visto muchas cosas, desde la perspectiva del que está parado frente a un grupo
de estudiantes. He visto demasiado como maestro.
He tenido frente a mis ojos
aproximadamente unos 5,000 rostros, todos y cada uno de ellos
comunicando algo distinto y lo mismo a la vez: “quiero entenderte y quiero que
me entiendas”. Esto quiere decir también que, en promedio, he visto unos 50,000
ensayos, trabajos de fin de curso, reportes, unas 2,500 exposiciones en grupo y, recientemente, unas 1,000 obras realizadas por estudiantes de artes plásticas. Esto
quiere decir que he estado frente de una cantidad enorme de momentos de lucidez, de
conciencia, de mentes que van estructurando sus formas de pensar y organizar
sus ideas, y también he visto una cantidad impresionante de errores
ortográficos, sintaxis invertidas, ideas truncas, lugares comunes, intentos fallidos, obras mediocres, textos
copiados y pegados para asumir la forma de ensayo (y donde ni siquiera les
quitan los hipervínculos que acompañan la entrada de Wikipedia que copiaron),
mentadas de madre y expresiones de catarsis que nada tienen que estar haciendo
en un ensayo sobre historia del arte o de análisis literario.
(Por cierto, entre
todos estos productos, hay muchos de ellos con las mismas cualidades,
elaborados por –así es—maestros.)
He visto alumnos llorar y alumnos
reír a carcajadas. He visto a alumnos moreteados, abusados por sus padres o compañeros, he estado frente a un joven con Síndrome de Asperger y junto a una cuadrilla de muchachos considerablemente mariguanos. Una vez me tocó presenciar el colapso nervioso de un alumno, y en otra ocasión, me tocó a ver a un alumno hacer la exposición simbólico-interpretativa más increíble que he visto, en relación con el poema Muerte sin fin, de José Gorostiza;
los he visto bailar, actuar, sonreír cuando descubren algo, o cuando
descubrimos algo en una experiencia colectiva, los he visto exponer, ascender
escalas sociales, académicas y profesionales, los he visto renunciar a sus
planes originales en busca de otras aventuras, los he visto renegados en su
propio nihilismo, los he visto limpiando vidrios en las calles, sumergidos en
sus adicciones, los he visto luchar por lo que consideran justo, los he visto
pelearse con otras personas, los he visto simular interés para obtener el
triste beneficio de una buena calificación (o puntos escalafonarios), los he
visto abrazarme y agradecerme o verme desde lejos y mentarme la madre, los he
visto en las cimas, en la gloria o ensimismados en la complacencia de una clase
media que jamás perdona las barrigas en los hombres, los he visto crecer, hemos
crecido juntos, algunos hemos guardado la distancia, nos reconocemos en la
calle, reiteramos que en algún momento esa relación efímera entre maestro y
alumno tuvo algo de reverberación en nuestras vidas.
He visto a muchos maestros abusar
de su poder. He visto a muchas instituciones acoger, reconocer, admirar o
vilipendiar y ningunear el papel que un maestro juega día con día. He visto la
apabullante ignorancia de los maestros (sí, también he estado cara a cara con
la estupidez humana, representada en un maestro recalcitrantemente vacío de
espíritu e intelecto), y desafortunadamente, he visto la ruina espiritual en
las caras de muchas personas que dedicaron su vida a la docencia, y que jamás han obtenido una justa retribución por su dedicación y esmero. Muchas de
ellas son muy, pero muy felices. Pero una buena cantidad de ellas, no.
He visto alumnos golpeando
maestros, maestros golpeando alumnos, he visto maestros escupir a las
autoridades, y he visto a maestros perseguidos en las calles, por autoridades
que reprimen sus luchas, los persiguen, los golpean, los matan. He visto a muchos de estos maestros aprovecharse de
ese enorme pulpo de mil tentáculos llamado magisterio. He visto el rostro de
Coatlicue –Elba Esther Gordillo—y he descubierto que no sólo he estado enfrente
de la estupidez: también he estado frente a la más pura representación de la
maldad humana. Ella no es la única, por cierto.
Como podrán ver, he visto de
todo. He tenido la fortuna de recibir el reconocimiento de las personas con las
que me ha tocado estar en un salón de clases; he tenido la fortuna de trabajar en instituciones que me han dado grandes oportunidades, he tenido la fortuna de ver cómo
las personas crecen, en ideas, en sentimientos, en profesiones, en visión, y
creo que me he esforzado por incitar a un libre flujo de las ideas. He
intentado borrar las líneas que separan al maestro de la persona, sobre la base
de un respeto mutuo, ahí donde no hay jerarquías (esperanzadoramente, aunque en
muchos casos no sucede), donde se intenta eliminar las relaciones de poder, y
donde lo único que anima a los integrantes de ese salón es el acto de descubrir
algo, lo que sea, como experiencia
compartida, como algo que puede quedarse para siempre en la memoria y en los
actos de nuestra vida cotidiana. Conozco desde mi propia experiencia como
maestro, que podemos ser bastante arrogantes, ensimismados, transas, egos dañados y cínicos que sólo
vienen a recoger el cheque o a fingir que me llevo bien con las autoridades
para no perder la plaza o el puesto de inspector delegacional; reconozco que es tentador, porque es fácil, caer en
esos esquemas. En ese sentido, he hecho todo lo posible por mantener una congruencia entre lo
que yo soy y lo que yo hago como maestro. ¿Por qué? Porque para mí, ya hay demasiada incongruencia en este mundo.
Lo reitero: me ha tocado ver la
estupidez, cara a cara. Es una estupidez que alimenta la ignorancia, a su vez
alimentada por el miedo, a su vez alimentada por una actitud agresiva,
violenta, hacia todo aquel o aquella que no coincida con su forma de ver las
cosas. Eso me ayudó a identificar que el verdadero papel que debemos asumir los
maestros, es el de romper con aquellas estructuras, demasiado afianzadas por la
cultura, la historia, el sistema y la familia, que no le permiten a las
personas pensar por sí mismas. Esto
es: si tú logras hacer que otras personas, bajo tu guía, encuentren las herramientas
para darse cuenta que el problema somos todos, pero que la solución la tenemos
cada uno de nosotros, siempre y cuando sepamos dialogar y encontrar un punto
común con las opiniones contrarias a la tuya (por eso resultan tan odiosos los
católicos y los ateos que quieren empinarle
sus ideas a los otros), si logras eso, has dado un buen paso firme hacia
delante. Sobre todo, porque contribuyes a que la sociedad deje de tener la percepción de que los maestros somos la causa y la solución a todos los problemas del país.
Y finalmente, después de veinte
años de dedicarme a la docencia, lo único que puedo decirles es esto: he visto la capacidad que tiene el ser humano para hacer el bien, y he visto la
capacidad que tiene el ser humano para hacer el mal.
Sigo aprendiendo.