7.12.06

Me preguntaba yo qué encarnaciones o purgatorio prenatal
debía de haber vivido para haber merecido
la recompensa de contemplar un diente de león.
Esta frase de Chesterton, leída segundos antes de levantarme como energúmeno exhausto de mi cama y ponerme a escribir lo que quien sabe quién lee, me recordó una serie de ideas que me levantaron como energúmeno menos exhausto hoy por la mañana. "Fleeting", pensé, es una palabra que nos habla de lo pasajero. Vagué con ella un buen tiempo. Me refiero a la palabra. Vagué con la palabra y me puse a pensar en todos aquellos momentos que denominamos pasajeros, olvidables-a-pesar-de-que-no-queremos-que-sean (y por eso los llamanos "inolvidables") y de cómo recurrimos a la melancolía o a la contemplación a lontananza para pensar en nuestra condición de monitos chistosos llamados seres humanos. Y después de vagar un rato con la palabra, llegué a la conclusión de que realmente no debería ser así.
Me refiero al sentimiento de nostalgia, de lo efímero, de lo escapable, que ocurre cada vez que estamos reunidos en casa con familiares, cada vez que tocamos a la puerta de las ideas de tus amigos, cada vez que damos un trago a la bebida embriagante y pensamos en lo bonito que es todo. "Momentos", nos decimos, "la vida se trata realmente de momentos". Y nos decimos que eso es todo, y le añadimos quizás "instantes". Luego rematamos con "efímeros" y ahí es cuando respingo como una suerte de marmota embebida de franqueza y me pregunto: "¿Huh? ¿Qué está pasando en el interim?"
Nos negamos acaso el placer divino de sentirnos limitados por nuestra propia libertad. Ahí donde se goza la sutileza de la vida es precisamente donde sentimos la mayor insatisfacción. Nothing lasts forever. ¡Qué reverenda mentira nos decimos a nosotros mismos cuando nos decimos eso!
Nada dura para siempre. Cierto. Los instantes no dejarán de tener ese velo de apenas-percibido que tenemos cuando estamos frente a las cosas que se ponen enfrente de nosotros. Pero se nos olvidó acariciarlas. Sonreír frente a ellas, como el antepasado que, después de una noche tormentosa, donde atravesaron frente a él/ella inmensas imágenes inexplicables de monstruos y sonidos que nadie podía explicarle (allá un trueno, más cerquita el bramido de un animal, probablemente un enjambre de insectos muy cercano, en todo alrededor de su caverna cientos de pequeñas y gigantes siluetas que dibujaban lo que aun no dibujaba en su mente) pudo al fin dormir y despertar en un día soleado y de cielo brillante y azul. Los olores de la vegetación se encontraban estimulándolo con una fuerza sobrecogedora, y de pronto se encuentra con un diente de león (es el nombre de una flor, por cierto). Lo desprende. Observa detenidamente la esférica sedosidad de su forma. Y sopla. Y ve cómo cada uno de los vellitos de esta flor vuelan y se dispersan. Y en todo este proceso, en todo este mini ritual, podemos ver cómo se dibuja en este ser antepasado una sonrisota de baboso. Porque está disfrutando el simple hecho de vivir.
Han sido mejores las impresiones de mi vida en los últimos seis meses que lo que llegaron a ser en mi pasado, reciente y futuro. Puedo inscribir en mi memoria imágenes que provienen de mi poder internarme en unos largos cabellos rizados, observar a través de ellos una infinidad de escenarios que se ven como nuevos. Puedo sumergirme en un abrazo que me despide de toda posibilidad de pensar en el mañana, y me da la bienvenida al instante de segundo o de minuto o de eternidad que en ese preciso momento estoy viviendo. Puedo escribir en unos ojos hermosos, en sus cavernas brillantes, sublimes, toda una historia que se borra y recomienza y se borra y recomienza. Y cuando todo esto me va sucediendo, por supuesto que se me dibuja en el rostro esa sonrisa de baboso que a mi compañero de hace seis millones de años se le dibujó.
Y eso es todo.