8.4.14

Las ruinas del amor


El amor destruye. El amor mata. El amor disuelve toda posibilidad de –irónicamente— volver a amar. El amor es un fenómeno físico-orgánico-psico-social-histórico-económico  inexplicable, un sentimiento que entra como forajido en tus entrañas y que te puede llevar a sentir la euforia de una droga o te puede llevar a ese estado pleno, sublime y estático de la catatonia depresiva. El amor inventó la melancolía incrustada en las venas de los seres humanos y ha derribado las fortalezas con las que resguardamos nuestro corazón, y todo debido a sus tiranos caprichos, pero sobre todo, debido a esa incertidumbre –sabia, enloquecedora incertidumbre— de nunca tener claro en nuestras vidas si ese otro al que le dedicamos tiempo, memoria, cuerpo y experiencias, siente lo mismo por nosotros.

Y es por eso que nos derretimos emocionalmente y perdemos la razón en el intento; es por eso que mantenemos el silencio distante ante el amor no correspondido, o forjamos esa identidad de rompecorazones que nos mantiene la frente en alto pero el ceño fruncido y el alma vacía, es por eso también que chocamos, nos golpeamos, nos odiamos, nos restregamos y reconciliamos con aquella persona que nos pone los pelos de punta, nos conoce de pi a pa, nos ha engañado, nos ha mentido, nos ha irritado al punto de querer destrozar todo rastro de felicidad en su cara, y al mismo tiempo... no podemos concebir la vida sin ella/él. Es por eso que, si buscamos la paz que podría ofrecernos una definición, terminamos diciendo que “el amor es una horchata y tus ojos son la luna”, esto es, recurrimos al absurdo para definir un sentimiento igualmente absurdo: amar.

Pero es absurdo no por ridículo sino por indescifrable, por incómodo, por inquieto, porque promete algo intangible, porque de pronto pones mil lunas y quince lagos luminosos a sus pies y el día siguiente eso no fue más que un simple recuerdo que dibuja una ligera sonrisa triste en el rostro. Absurdo por sisifesco, porque no se puede amar a medias y se tiene que amar por sobre todas las cosas, en medio de la neblina, cubiertos por un velo que entorpece nuestra visibilidad, porque el amor es ciego, enmudece, entumece al cuerpo y a la mente. Porque para amar hay que ser ingenuo. Y nadie quiere correr el riesgo de ser ingenuo en este mundo. Cosa igualmente absurda.

El amor nos hace respirar, suspirar y quedarnos sin aliento, a veces en un mismo instante. Pero también… el amor no nos pertenece, nunca, siempre es del otro, de aquella o aquel que nos concierne, esto es, que decidimos que su vida –en un acto de arrebato o de aparente raciocinio—es parte de la nuestra, y que en el camino, curiosamente, sentimos que es nuestra la vida la que se sacrifica para el otro, por el otro. El largo plazo, ese “para siempre” que nos saca ampollas en los pulmones y chinches en nuestros brazos, es incompatible con nuestra era de gratificación instantánea y de resolución de experiencias cada vez más inmediatas. Ese “para siempre” es tremendamente paradójico: desconfiamos todo el tiempo de amar a alguien “para siempre” porque tememos que este estado pueda convertirse en una carga y ocasionar tensiones que no nos sentimos capaces ni deseosos de soportar, y que pueden limitar la libertad que necesitamos... para amar. Esto nos ha convertido en seres temerosos de nuestros propios impulsos, a pesar de que tenemos más conciencia de ellos de la que los seres humanos hemos tenido desde el inicio de los tiempos. Si a esto le añadimos la despersonalización/repersonalización de las redes virtuales, el temor se acrecienta. Porque el otro se convierte en un objeto de deseo indomable, líquido, fugaz, y con mayor capacidad para arruinarte el día o llenarte de regocijo, a veces en lo que va de un post a un “like”.

Amar no debería ser un dilema.  Debería ser un sentimiento arrebatado de todo raciocinio (como el de este ensayo, por cierto). Porque si esa vida del otro que vive en nosotros y que contemplamos amar para siempre se evapora, si ese otro al que decidimos pertenecer deja de significar (después de dos meses, después de dos décadas) el sentimiento se pierde entre cientos y cientos de razones –personales, económicas, históricas, políticas, sociales, estéticas, emocionales y/o patológicas— y sentimos como si hubiéramos caído en el pozo profundo de una ilusión. Una descarnada, violenta, agresiva, enloquecida ilusión. Y es así como viene el desencanto, es así como viene el desamor. Se dan portazos en las recámaras, se dan cachetadas, se cantan canciones a todo pulmón en los karaokes de cantinas invisibles, o alimentan un silencio ensordecedor en la alcoba y/o en las reuniones familiares. Hasta que el deseo muere, hasta que reconocemos que el amor es igual de inexplicable que la muerte. Hasta que llega eso que llamamos desamor.

Lo que vimos el pasado domingo en el Teatro Universitario, El amor es una horchata y tus ojos son la luna, es la fusión entre la euforia inicial del amor como estúpido acto de locura, y el trauma físico, el colapso mental y emocional que viene después del desamor, como consecuencia de lo primero. Esta pieza interdisciplinaria, forjadora de algo que sólo podría describirse como guerrilla dance, un ejercicio de hibridaciones de medios, formas y contenidos, y que un felizmente nutrido público presenciamos con una mezcla de emoción, preocupación, angustia y sofocamiento, nos presentó la idea –concluyente—de que el amor no es más que el preámbulo para la inminente destrucción del alma. Y bien puede serlo así. Lo que vimos, representado en viñetas dancísticas y en acciones performáticas físicamente agresivas, no fue la escenificación del proceso que va del amor al desamor (eso lo hemos visto en infinidad de historias, películas y experiencias de la vida real), sino la teatralización grotesca del amor como antesala para una desilusión perpetua, siempre inevitable, ahí donde la sonrisa, el cortejo nervioso, la dulzura, la añoranza y el cosquilleo en el estómago son sólo síntomas de una enfermedad pasajera en la que perdemos la razón y sucumbimos al dominio de un deseo instintivo, el sexo, disfrazado de un deseo ideal, la conexión con otro ser humano, concebido esto último como la peor de las ilusiones.

El grupo de danza contemporánea SinLuna Danza Punk tiró la casa por la ventana con esta puesta en escena. Fue un ejercicio de experimentación multimedia que combinó música en vivo (más bien la llamaría in situ, forjada por los músicos Fax y Rodo Ibarra) dos clases de visuales (un video mapping de corazones latientes insertado en los cuerpos de los bailarines, y una pantalla cuyas imágenes se sincronizaban con la música, ambos cortesía de Alonso Bell ) y un ejército de bailarines (tanto miembros de SLDP como estudiantes de la Licenciatura en Danza) sometidos al escrutinio de una coreografía brutal, creada –desde las agallas—por Rosa Andrea Gómez. El escenario se convirtió en un campo de batalla, en algo visualmente incómodo, pesado, cargado, violento, animal. Cuerpos sometidos al mal de amores como si fuera a pesar de ellos mismos. Cuerpos que chocan y desgarran, cuerpos que son sólo eso, cuerpos, ya ni siquiera deseantes, sino órganos apabullados y sometidos por las fuerzas que impulsan sus fluidos corporales. El amor como consecuencia de una simple mezcla de químicos. En medio de este escenario trágico, de vez en cuando la vida suelta algunas migajas de felicidad, pero nada más para distraernos un poco, para dibujar castillos en el suelo, para sonreír en soledad. Al final, nos dice la pieza, no hay un final, ni feliz, ni triste, ni fatal. Lo que hay es sólo eso: un final, y ya. Un espíritu desenmarañado, disuelto, mudo, violentado por la vida y sus vicisitudes, un fantasma de carne y hueso que se destroza porque quiere desaparecer, la consecuencia de eso que llamamos “amor” y que hemos decidido entrecomillar como mecanismo de defensa. Para no herir. Para no herirnos más.

Esta es una pieza que  perturba y molesta, y debo confesar que en algún momento quería que se detuviera, quería respirar, incluso quería que en algún momento pudiera ver un retorno a la danza contemporánea “formal”. Quería que la pieza se comportara adecuadamente. Fue el sentimiento que mantuve cuando la pieza terminó. Salí completamente drenado. No fui el único.  

Sin embargo, con el paso de estos días, recordé algo que había leído hace tiempo y que he reflexionado y discutido en varias ocasiones: el arte nos sirve para reconfortar a aquel que se siente perturbado por el mundo, y para perturbar a aquel que se siente cómodo en el mundo. En ese sentido, El amor es una horchata... logra su acometido de presentarnos una noción perturbadora del amor, como algo que se debe descreer, como un intercambio social, un contrato de corta o larga duración, al cual sometemos una individualidad que se aprecia cada vez más y más “individualizada”. Reconozco que la perturbación se dio en condiciones de ejecución quizá un poco saturadas e improvisadas (se trata, más que nada, de un trabajo colaborativo en todos los sentidos), pero si el objetivo fue dejar un hueco existencial en el estómago, su objetivo se logró.  La pieza se desbocó. Tal y como se desboca el amor.

Entiendo el mensaje: El amor de pareja ha sido cooptado y asistido por una sociedad de consumo que rige las condiciones desde las cuales nos relacionamos afectiva, emocional, espiritual y físicamente. Es un sentimiento que deja de ser regido por los afectos y comienza a ser racionalizado desde el supuesto conocimiento sobre su naturaleza (a mi parecer, la peor ilusión de todas: la de creer que, al haber identificado que el amor es cosa de químicos, no tenemos por qué comportarnos acorde a lo que nuestros cuerpos desean o significan, allá, en esa persona que domina tus pensamientos, a veces con la clara y nítida presencia de una mirada o de un aroma que alojas en la memoria). Cierto: el amor es la gran estrategia publicitaria del capitalismo rampante. Desde sus pantallas, desde sus espectaculares, desde sus estadísticas e “infographics”, desde sus historias ñoñas y sus historias devastadoras y violentas, el mensaje del amor en la pareja es así de brutal: en el sentido más utilitario del término, amar significa consumir al otro, desde y para el otro, hasta que dure la serotonina o hasta que se reduzca la angustia de estar solo en este mundo; en el proceso, te consumes a ti misma(o), y sólo te quedan unos restos de migajas y memoria para guardar en tu bolsillo y para recordar, una y otra vez, que el esfuerzo no valió la pena. Llegar a esta conclusión fatal es igual de efímero que la ilusión misma del enamoramiento: ambas son fugaces. Pero inevitables. El mundo no es color de rosa. Pero tampoco es de color negro.

A su vez, considero que el amor, como sentimiento, se despliega en un escenario mucho más dinámico, ahí donde amar significa romper el embelesamiento, ahí donde no “te ves” en los ojos del otro, sino que ambas miradas contemplan a dúo el mundo, para responder a éste con astucia, con aventura, con riesgo, con la capacidad de otorgarle la fuerza que tú tienes y le puedes ofrecer al otro. El amor es también resistencia: la resistencia que se manifiesta cuando amas a alguien en un estado terminal de enfermedad, cuando amas a alguien con un padecimiento psicológico, con una adicción, cuando estás con la otra persona en situaciones de dureza, cuando ambos tienen sólo un par de monedas en el bolsillo, cuando ambos se pierden en la carretera o en las calles de una ciudad, cuando tienes un accidente del cual ambos resultan traumatizados,  el amor también está ahí cuando sueñas con la mirada perdida de la persona amada, o cuando ves en la penumbra el dorso de aquel cuerpo, a la orilla de la cama, en toda su belleza, en toda su imperfección, fuera de toda idealización, cuando aun así la ves en un pedestal y la ves brillar. Sólo porque sí.  

El amor quizá no sea construcción pero definitivamente es vida. Eso lo descubrí hace mucho. Descubrí que el amor es tristeza y ahogo por aquello que desde el principio sabemos que no nos pertenece: nuestra propia vida. Y que la manifestación del amor radica en nuestra capacidad de respirar en medio de esa epifanía. Eso lo entendí una tarde de sábado cuando, acostado en el suelo de mi casa, me dejé llevar por The Soft Bulletin de The Flaming Lips. Mientras escuchaba sus canciones, que aluden al sentimiento de pérdida de nuestros seres queridos, entendí que el amor es igual de intenso, igual de incierto, igual de inexplicable, igual de injusto, que la muerte. Igual de desgarradoramente perfecto. Por eso no podemos mantener la compostura emocional cuando muere un ser amado. Y por eso nos sucede lo que nos sucede cuando vemos a alguien a quien amamos y simplemente escuchamos a nuestras entrañas decir... Sí.

Reconozco que este ensayo igualmente se desbocó, en su intento por reseñar la pieza que presentó SinLuna Danza Punk. Por un lado, me alegro, porque a pesar de que la experiencia de esta pieza fue angustiante, reconozco que sirvió de inspiración para poder exhalar todas estas ideas que han estado circulando en mi cabeza. Reconozco, por otro lado, que quiero manifestar algo concreto [y que agradezco a aquellos que han llegado hasta el final de este texto, porque serán los únicos que lo van a descubrir]. Fíjense:  

Recientemente, leí un artículo que hablaba sobre el destino de las críticas “caseras”, que cubren el espectro de la producción artística de una localidad o región, y de la cual surgen planteamientos que, después de la trascendencia de las obras más allá de su geografía, se pierden en el camino. Esto me llevó a la conclusión de que lo que yo escribo sobre las artes en mi comunidad (y que llevo más de cinco años haciéndolo en este blog multiusos) sólo se quedará en mi comunidad, suerte que no correrán, quizás, las obras de las que hablo. Esto me entristeció, pero al mismo tiempo me hizo preguntarme: “¿por qué lo hago?”  

Y en el proceso, pude llegar a una sola respuesta: lo hago por amor.