Las ruinas del amor
El amor
destruye. El amor mata. El amor disuelve toda posibilidad de –irónicamente— volver a amar. El amor es un fenómeno físico-orgánico-psico-social-histórico-económico
inexplicable, un sentimiento que entra
como forajido en tus entrañas y que te puede llevar a sentir la euforia de una
droga o te puede llevar a ese estado pleno, sublime y estático de la catatonia
depresiva. El amor inventó la melancolía incrustada en las venas de los seres
humanos y ha derribado las fortalezas con las que resguardamos nuestro corazón,
y todo debido a sus tiranos caprichos, pero sobre todo, debido a esa
incertidumbre –sabia, enloquecedora incertidumbre— de nunca tener claro en
nuestras vidas si ese otro al que le dedicamos tiempo, memoria, cuerpo y
experiencias, siente lo mismo por nosotros.
Y es por
eso que nos derretimos emocionalmente y perdemos la razón en el intento; es por
eso que mantenemos el silencio distante ante el amor no correspondido, o
forjamos esa identidad de rompecorazones que nos mantiene la frente en alto
pero el ceño fruncido y el alma vacía, es por eso también que chocamos, nos
golpeamos, nos odiamos, nos restregamos y reconciliamos con aquella persona que
nos pone los pelos de punta, nos conoce de pi a pa, nos ha engañado, nos ha
mentido, nos ha irritado al punto de querer destrozar todo rastro de felicidad
en su cara, y al mismo tiempo... no podemos concebir la vida sin ella/él. Es
por eso que, si buscamos la paz que podría ofrecernos una definición,
terminamos diciendo que “el amor es una horchata y tus ojos son la luna”, esto
es, recurrimos al absurdo para definir un sentimiento igualmente absurdo: amar.
Pero es
absurdo no por ridículo sino por indescifrable, por incómodo, por inquieto, porque
promete algo intangible, porque de pronto pones mil lunas y quince lagos
luminosos a sus pies y el día siguiente eso no fue más que un simple recuerdo
que dibuja una ligera sonrisa triste en el rostro. Absurdo por sisifesco, porque
no se puede amar a medias y se tiene que amar por sobre todas las cosas, en
medio de la neblina, cubiertos por un velo que entorpece nuestra visibilidad, porque
el amor es ciego, enmudece, entumece al cuerpo y a la mente. Porque para amar
hay que ser ingenuo. Y nadie quiere correr el riesgo de ser ingenuo en este
mundo. Cosa igualmente absurda.
El amor
nos hace respirar, suspirar y quedarnos sin aliento, a veces en un mismo instante.
Pero también… el amor no nos pertenece, nunca, siempre es del otro, de aquella
o aquel que nos concierne, esto es,
que decidimos que su vida –en un acto de arrebato o de aparente raciocinio—es
parte de la nuestra, y que en el camino, curiosamente, sentimos que es nuestra la vida la que se sacrifica para
el otro, por el otro. El largo plazo, ese “para siempre” que nos saca ampollas
en los pulmones y chinches en nuestros brazos, es incompatible con nuestra era
de gratificación instantánea y de resolución de experiencias cada vez más
inmediatas. Ese “para siempre” es tremendamente paradójico: desconfiamos todo
el tiempo de amar a alguien “para siempre” porque tememos que este estado pueda
convertirse en una carga y ocasionar tensiones que no nos sentimos capaces ni
deseosos de soportar, y que pueden limitar la libertad que necesitamos... para amar.
Esto nos ha convertido en seres temerosos de nuestros propios impulsos, a pesar de que tenemos más conciencia de
ellos de la que los seres humanos hemos tenido desde el inicio de los tiempos.
Si a esto le añadimos la despersonalización/repersonalización de las redes
virtuales, el temor se acrecienta. Porque el otro se convierte en un objeto de deseo
indomable, líquido, fugaz, y con mayor capacidad para arruinarte el día o
llenarte de regocijo, a veces en lo que va de un post a un “like”.
Amar no
debería ser un dilema. Debería ser un
sentimiento arrebatado de todo raciocinio (como el de este ensayo, por cierto).
Porque si esa vida del otro que vive en nosotros y que contemplamos amar para
siempre se evapora, si ese otro al que decidimos pertenecer deja de significar
(después de dos meses, después de dos décadas) el sentimiento se pierde entre
cientos y cientos de razones –personales, económicas, históricas, políticas,
sociales, estéticas, emocionales y/o patológicas— y sentimos como si hubiéramos
caído en el pozo profundo de una ilusión. Una descarnada, violenta, agresiva,
enloquecida ilusión. Y es así como viene el desencanto, es así como viene el
desamor. Se dan portazos en las recámaras, se dan cachetadas, se cantan
canciones a todo pulmón en los karaokes de cantinas invisibles, o alimentan un
silencio ensordecedor en la alcoba y/o en las reuniones familiares. Hasta que
el deseo muere, hasta que reconocemos que el amor es igual de inexplicable que
la muerte. Hasta que llega eso que llamamos desamor.
Lo que
vimos el pasado domingo en el Teatro Universitario, El amor es una horchata y tus ojos son la luna, es la fusión entre
la euforia inicial del amor como estúpido acto de locura, y el trauma físico,
el colapso mental y emocional que viene después
del desamor, como consecuencia de lo primero. Esta pieza interdisciplinaria,
forjadora de algo que sólo podría describirse como guerrilla dance, un ejercicio de hibridaciones de medios, formas y
contenidos, y que un felizmente nutrido público presenciamos con una mezcla de
emoción, preocupación, angustia y sofocamiento, nos presentó la idea
–concluyente—de que el amor no es más que el preámbulo para la inminente
destrucción del alma. Y bien puede serlo así. Lo que vimos, representado en
viñetas dancísticas y en acciones performáticas físicamente agresivas, no fue
la escenificación del proceso que va del amor al desamor (eso lo hemos visto en
infinidad de historias, películas y experiencias de la vida real), sino la teatralización grotesca del amor como
antesala para una desilusión perpetua, siempre inevitable, ahí donde la
sonrisa, el cortejo nervioso, la dulzura, la añoranza y el cosquilleo en el
estómago son sólo síntomas de una enfermedad pasajera en la que perdemos la
razón y sucumbimos al dominio de un deseo instintivo, el sexo, disfrazado de un
deseo ideal, la conexión con otro ser
humano, concebido esto último como la peor de las ilusiones.
El grupo
de danza contemporánea SinLuna Danza Punk tiró la casa por la ventana con esta
puesta en escena. Fue un ejercicio de experimentación multimedia que combinó
música en vivo (más bien la llamaría in
situ, forjada por los músicos Fax y Rodo Ibarra) dos clases de visuales (un
video mapping de corazones latientes insertado en los cuerpos de los bailarines, y una pantalla cuyas imágenes se sincronizaban con la
música, ambos cortesía de Alonso Bell ) y un ejército de
bailarines (tanto miembros de SLDP como estudiantes de la Licenciatura en
Danza) sometidos al escrutinio de una coreografía brutal, creada –desde las
agallas—por Rosa Andrea Gómez. El escenario se convirtió en un campo de batalla,
en algo visualmente incómodo, pesado, cargado, violento, animal. Cuerpos
sometidos al mal de amores como si fuera a pesar de ellos mismos. Cuerpos que
chocan y desgarran, cuerpos que son sólo eso, cuerpos, ya ni siquiera deseantes, sino órganos apabullados y sometidos
por las fuerzas que impulsan sus fluidos corporales. El amor como consecuencia
de una simple mezcla de químicos. En medio de este escenario trágico, de vez en
cuando la vida suelta algunas migajas de felicidad, pero nada más para
distraernos un poco, para dibujar castillos en el suelo, para sonreír en
soledad. Al final, nos dice la pieza, no hay un final, ni feliz, ni triste, ni fatal.
Lo que hay es sólo eso: un final, y ya. Un espíritu desenmarañado, disuelto,
mudo, violentado por la vida y sus vicisitudes, un fantasma de carne y hueso
que se destroza porque quiere desaparecer, la consecuencia de eso que llamamos
“amor” y que hemos decidido entrecomillar como mecanismo de defensa. Para no
herir. Para no herirnos más.
Esta es
una pieza que perturba y molesta, y debo confesar que
en algún momento quería que se detuviera, quería respirar, incluso quería que en
algún momento pudiera ver un retorno a la danza contemporánea “formal”. Quería
que la pieza se comportara adecuadamente. Fue el sentimiento que mantuve cuando
la pieza terminó. Salí completamente drenado. No fui el único.
Sin embargo,
con el paso de estos días, recordé algo que había leído hace tiempo y que he
reflexionado y discutido en varias ocasiones: el arte nos sirve para
reconfortar a aquel que se siente perturbado por el mundo, y para perturbar a
aquel que se siente cómodo en el mundo. En ese sentido, El amor es una horchata... logra su acometido de presentarnos una
noción perturbadora del amor, como algo que se debe descreer, como un
intercambio social, un contrato de corta o larga duración, al cual sometemos
una individualidad que se aprecia cada vez más y más “individualizada”.
Reconozco que la perturbación se dio en condiciones de ejecución quizá un poco
saturadas e improvisadas (se trata, más que nada, de un trabajo colaborativo en
todos los sentidos), pero si el objetivo fue dejar un hueco existencial en el
estómago, su objetivo se logró. La pieza
se desbocó. Tal y como se desboca el amor.
Entiendo
el mensaje: El amor de pareja ha sido cooptado y asistido por una sociedad de
consumo que rige las condiciones desde las cuales nos relacionamos afectiva,
emocional, espiritual y físicamente. Es un sentimiento que deja de ser regido
por los afectos y comienza a ser racionalizado desde el supuesto conocimiento
sobre su naturaleza (a mi parecer, la peor ilusión de todas: la de creer que,
al haber identificado que el amor es cosa de químicos, no tenemos por qué
comportarnos acorde a lo que nuestros cuerpos desean o significan, allá, en esa
persona que domina tus pensamientos, a veces con la clara y nítida presencia de
una mirada o de un aroma que alojas en la memoria). Cierto: el amor es la gran
estrategia publicitaria del capitalismo rampante. Desde sus pantallas, desde
sus espectaculares, desde sus estadísticas e “infographics”, desde sus
historias ñoñas y sus historias devastadoras y violentas, el mensaje del amor
en la pareja es así de brutal: en el sentido más utilitario del término, amar
significa consumir al otro, desde y para el otro, hasta que dure la serotonina o hasta que se reduzca
la angustia de estar solo en este mundo; en el proceso, te consumes a ti
misma(o), y sólo te quedan unos restos de migajas y memoria para guardar en tu
bolsillo y para recordar, una y otra vez, que el esfuerzo no valió la pena. Llegar
a esta conclusión fatal es igual de efímero que la ilusión misma del enamoramiento:
ambas son fugaces. Pero inevitables. El mundo no es color de rosa. Pero tampoco
es de color negro.
A su vez,
considero que el amor, como sentimiento, se despliega en un escenario mucho más
dinámico, ahí donde amar significa romper el embelesamiento, ahí donde no “te
ves” en los ojos del otro, sino que ambas miradas contemplan a dúo el mundo,
para responder a éste con astucia, con aventura, con riesgo, con la capacidad
de otorgarle la fuerza que tú tienes y le puedes ofrecer al otro. El amor es
también resistencia: la resistencia que se manifiesta cuando amas a alguien en
un estado terminal de enfermedad, cuando amas a alguien con un padecimiento
psicológico, con una adicción, cuando estás con la otra persona en situaciones
de dureza, cuando ambos tienen sólo un par de monedas en el bolsillo, cuando
ambos se pierden en la carretera o en las calles de una ciudad, cuando tienes
un accidente del cual ambos resultan traumatizados, el amor también está ahí cuando sueñas con la
mirada perdida de la persona amada, o cuando ves en la penumbra el dorso de aquel
cuerpo, a la orilla de la cama, en toda su belleza, en toda su imperfección,
fuera de toda idealización, cuando aun así la ves en un pedestal y la ves
brillar. Sólo porque sí.
El amor
quizá no sea construcción pero definitivamente es vida. Eso lo descubrí hace
mucho. Descubrí que el amor es tristeza y ahogo por aquello que desde el
principio sabemos que no nos pertenece: nuestra propia vida. Y que la
manifestación del amor radica en nuestra capacidad de respirar en medio de esa
epifanía. Eso lo entendí una tarde de sábado cuando, acostado en el suelo de mi
casa, me dejé llevar por The Soft
Bulletin de The Flaming Lips. Mientras escuchaba sus canciones, que aluden
al sentimiento de pérdida de nuestros seres queridos, entendí que el amor es
igual de intenso, igual de incierto, igual de inexplicable, igual de injusto,
que la muerte. Igual de desgarradoramente perfecto. Por eso no podemos mantener
la compostura emocional cuando muere un ser amado. Y por eso nos sucede lo que
nos sucede cuando vemos a alguien a quien amamos y simplemente escuchamos a
nuestras entrañas decir... Sí.
Reconozco
que este ensayo igualmente se desbocó, en su intento por reseñar la pieza que
presentó SinLuna Danza Punk. Por un lado, me alegro, porque a pesar de que la
experiencia de esta pieza fue angustiante, reconozco que sirvió de inspiración
para poder exhalar todas estas ideas que han estado circulando en mi cabeza. Reconozco,
por otro lado, que quiero manifestar algo concreto [y que agradezco a aquellos
que han llegado hasta el final de este texto, porque serán los únicos que lo
van a descubrir]. Fíjense:
Recientemente,
leí un artículo que hablaba sobre el destino de las críticas “caseras”, que
cubren el espectro de la producción artística de una localidad o región, y de
la cual surgen planteamientos que, después de la trascendencia de las obras más
allá de su geografía, se pierden en el camino. Esto me llevó a la conclusión de
que lo que yo escribo sobre las artes en mi comunidad (y que llevo más de cinco
años haciéndolo en este blog multiusos) sólo se quedará en mi comunidad, suerte
que no correrán, quizás, las obras de las que hablo. Esto me entristeció, pero
al mismo tiempo me hizo preguntarme: “¿por qué lo hago?”
Y en el
proceso, pude llegar a una sola respuesta: lo hago por amor.