29.7.11

Los nombres.

Por Alejandro Espinoza

Monocromo

Exposición de la obra plástica de Pablo Castañeda

Del 1 de julio al 7 de agosto

Vestíbulo y planta alta del CEART

Para Israel Ortega

Para Eduardo Kintero

Uno de los muchos dilemas en torno al arte ha sido quizá una cuestión de responsabilidades y atribuciones, y que gira en torno a quién tiene el derecho, la atribución y, finalmente, la responsabilidad de caracterizar, definir y clasificar una obra.

Por un lado, no olvidemos que muchos de los “ismos” (impresionismo, cubismo) fueron originalmente peyorativos. Y no obstante, fueron terceras personas (críticos mal atinados en algunos casos, pero cuya intención nacía de la misma necesidad por nombrar aquello que se ve), las que acuñaron estas definiciones. No necesariamente los artistas.

En ese sentido, ¿es el artista el responsable de definir su propio trabajo?, ¿es esta responsabilidad la de un crítico?, ¿es de la comunidad en general?, y por otro lado, ¿cuál es la importancia que tienen las definiciones y características que se le atribuyan a una obra, sobre todo en la actualidad, tan curiosamente temerosa de definir algo, lo que sea, ya que se trata de un ejercicio de categorizaciones absoluta?

Todas estas preguntas se centran en un acertijo, que nos lleva a su vez a un problema digno de la lógica: si yo hago algo, en este caso una obra artística, ¿soy yo la única persona que puede definir de qué se trata, cuáles son sus intenciones, propósitos, incluso su significado?, ¿qué sucede cuando alguien más, a raíz de su propia experiencia de recepción/interpretación, decide identificar dichas intenciones, propósitos, sentidos?, ¿tienen que estar a la par con las intenciones del artista?, y si no lo están, ¿se descarta la posibilidad de que definan incluso más acertadamente, los sentidos que pueda generar dicha obra?, ¿pueden contradecir lo que plantea el artista?

De aquí se desprenden otros asuntos, más o menos preocupantes, pero que sirven como hilo conductor para comprender nuestra relación con la práctica artística, con las obras, con los artistas, con su proceso de concepción-producción-distribución: sobre la legitimidad de las declaraciones (¿requiere de credenciales especiales el crítico para hacer alguna afirmación sobre las obras que aprecia?), sobre la capacidad de comprensión no sólo de ciertas categorizaciones estéticas, sino incluso hasta de ciertas aproximaciones teóricas al ejercicio crítico (¿no corre el riesgo el artista de restringir los posibles significados que se desprenden de su obra?, ¿qué tanto debe conocer el artista sobre el estado de las artes actuales, en el sentido histórico-teórico, para que los sentidos que emanen de su explicación sobre su obra estén “sintonizados” con el discurso contemporáneo sobre arte?), así como sobre los alcances –y límites—de la práctica artística en general (¿qué no la obligación central de un artista es producir, si no es que su única obligación, independientemente de su inclinación por “explicar” lo que hace?).

Muchas preguntas. Y las uso en el contexto de la reciente exposición del artista plástico Pablo Castañeda, porque de esta exposición (y de muchas que recientemente se han hecho en esta ciudad) surgen otras necesidades, atribuciones y responsabilidades, asumidas por el artista, por las instituciones, por el público y posiblemente por una posición crítica –en este caso, asumida por mí—sobre las cualidades plásticas de una obra contemporánea producida en Mexicali, y su capacidad para insertarse en el discurso contemporáneo, en este caso, un discurso relacionado con la plástica. También las uso en el contexto de una situación interesante, desesperante, curiosa y sui generis sobre la producción artística actual: reconozcan que este texto uds. lo leen desde un blog, no desde una revista especializada, de crítica local, ni tampoco desde la sección cultural de un periódico que fuera más allá de un “reportaje sobre los hechos” en materia de oferta cultural local. Por otro lado, reconozcan que el papel que en estos momentos quiero fungir –la de crítico de arte—es a su vez recibida en la localidad como actitudinalmente soberbia –que no es la intención—y cualquier acercamiento crítico a la obra de un artista local –sobre todo alguien tan apreciado como Pablo—puede ser percibido como pretencioso, e incluso snob, porque en el ejercicio de crítica se intenta utilizar una serie de dispositivos críticos que nos permitan entender, más allá del simple vistazo a la obra, o de su simple apreciación como algo “bueno,” “bonito” o “chilo,” rumbo a un entendimiento sobre la importancia, el peso, el sustento estético y disciplinario que emana del trabajo de uno de los principales artistas plásticos de la región. En otras palabras: esto es para la historia, pero no una historia de recuentos monográficos, sino de los sentidos que posee una obra en su contexto, a partir o a razón de su contexto.

Yo me uno a la premisa establecida por cierta ala de críticos –en las artes, en la literatura, en el cine—de que, si una obra no te gusta, no pierdas el tiempo hablando sobre ella. Prefiero reflexionar sobre lo que me gusta, me entusiasma, me apasiona, lo que me mueve más allá de lo “chilo” (que, junto con lo “naco,” pueden convertirse en categorías estéticas independientes). Pero también reconozco que a) para poder desarrollar un discurso crítico allá donde prácticamente no lo hay, son necesarios todos estos preámbulos, lo cual puede ser desgastante –para el lector, y para quien lo escribe; b) a veces, aquello que nos entusiasma es presentado bajo condiciones que igualmente merecen ser reflexionadas.

Del mismo modo, todo este preámbulo se debe a que, un par de semanas antes de que se inaugurara la exposición, identifiqué en su promoción que la obra de Pablo es definida, por el mismo artista, como una obra que colinda entre lo postfigurativo y la postabstracción mexicana. Y que a raíz de esta caracterización que Pablo le atribuye a su obra, comencé a formularme todas estas preguntas, primero con una reacción de espanto (puesto que esta obra en particular no es abstracta, sino todo lo contrario, es concreta en su realidad, en ese mundo pictórico casi cinemático que Pablo nos presenta en esta serie), pero poco a poco comprendiendo todas las implicaciones que giran por los alrededores, ya que, por un lado, el campo actual en el arte le exige al artista asumir una especie de autoconciencia sobre lo que hace y, por el otro, en ciertos contextos, como el nuestro, los artistas se ven en la necesidad de definir un discurso, ante la ausencia de una práctica crítica que desarrolle esta tarea. Es todo un caso de estudio la necesidad del artista y creador mexicalense de autorreferenciarse, autocriticarse formalmente y hasta incluso de auto-antologarse y auto-elogiarse. Enternece y a la vez preocupa que en nuestra comunidad los creadores seamos una especie de ciudadano de segunda clase que necesita darse palmadas en la espalda para asegurarse que toma los caminos correctos.

La realidad es que, hasta el momento, no hay un campo crítico definido para el arte que se produce en el estado. Y en ello se comprende, específicamente en Mexicali (Tijuana tiene su enorme capacidad de protagonismo para legitimar a sus creadores) la necesidad de los artistas por definir el sentido de su trabajo ante otros.

Con todas estas ideas en la cabeza, acudí a ver las obras, recordando cómo días antes escribí un comentario enfurecido y exasperado en el post de Facebook donde anunciaban la exposición, y que revelaron mi actitud ante las definiciones que le atribuyen a la obra, en este caso particular, señaladas por el mismo artista. La intención de mi visita, casi específicamente, fue la de identificar la verdadera naturaleza de este trabajo.

Una de las cosas que más me llaman la atención de la obra de Pablo es su silencio. Si pudiéramos yuxtaponer sensaciones y pasáramos de la imagen a su sonorización imaginada, me doy cuenta que las pinturas de Pablo viven en un mundo sin ecos. De espacios vacíos que denotan su inserción en grandes expansiones de territorio, es como si Pablo capturara esos momentos en los que los mexicalenses nos hayamos en medio de una fiesta en descampado, o en el lote baldío en la esquina del barrio, o en el parque detrás de la preparatoria, y como si supiéramos que, detrás de esa barda al fondo, hay una planicie extensa, densa y vacía, desde donde captura un momento efímero, un instante fotográfico pero al mismo tiempo en clave collage (ya que inserta imágenes, personajes y presencias que se acomodan en el cuadro como si fueran fantasmas), con figuras que viven en callada comunión. Creo que así es como Pablo escucha, siente, percibe este mundo, que será frontera, será desierto, será Mexicali, será una ciudad rural-industrial de grandes desolaciones. Son retratos de la frontera sin ser “retratos de la frontera”; Pablo Castañeda no tiene intención de formular un imaginario falseado de “lo fronterizo”: te lo presenta tal cual, sin aspavientos ni dibujos animados. Desolado, pero muy tangible. Puedes imaginarte sentado en un balde mientras observas las costuras de esos jeans que se hallan en primerísimo cuadro en la pintura que da entrada a la exposición.

Para poder acercarse a estas ideas, es importante que vean esta exposición. Que identifiquen el diseño museográfico – imágenes “diurnas” en el vestíbulo, imágenes “nocturnas” en la planta alta y atravesando un largo corredor. Es una obra extensa, y en esta podemos encontrar mayormente pinturas, pero también pequeñas intervenciones fotográficas, dibujos, y hasta una pieza de arte objeto. En su conjunto, podemos identificar una estética, un estilo y un discurso; podemos reconocer la facilidad con la que Pablo aborda la representación, ha aprendido muy bien de sus maestros, ya que, para un pintor, sus maestros no son solamente las lecciones literales de un instructor, sino las observaciones y apuntes mentales que se generan al enfrentarse a mucha obra. Y Pablo se ha enfrentado a mucha obra. Digamos que Pablo se ha enfrentado –lo puedo constatar a lo largo de más de diez años viéndolo en cuanto evento cultural se halle en la ciudad (es, por cierto, la persona MÁS indicada a quien debrerían dirigirse las autoridades culturales, si lo que quieren es un diagnóstico sobre la dinámica cultural en nuestra localidad), a toda la historia reciente de producción artística en Mexicali, y esto incide efectivamente en el alcance de su propuesta. Que en realidad es sencilla, sutil, una búsqueda muy meditada por producir un imaginario que no corre el riesgo de ser alegórico pero tampoco se dirige por completo al hiperrealismo. Hay referencias a una gama compleja de estilos pictóricos, que pasan por el pop art y se instala en una suerte de surrealismo de tierras baldías y cuadros que parecen extraídos del cine, algunas alusiones a la muerte, al desierto, a los escenarios “de escombro” que tan comunes son en nuestro entorno, pero que no se escapan hacia la fantasía sino que se quedan en lo mundano. Como mucha de la gran pintura que se hace en Mexicali (no toda), la obra de Pablo es singular, distintiva, ajena a las retóricas culturales que tanto ruido le hacen a muchos artistas de la localidad. No obstante, se hace en el vacío, sin pretenciones adicionales que la visualicen más allá del espectro regional.

Y es a través de estas imágenes que podemos constatarnos que la categorización que Pablo Castañeda hace para denominar su estilo no es la más adecuada. Puede señalarse cierta cualidad “post figurativa,” si por ello entendemos que la representacionalidad de las figuras se mantienen como significantes puros, sin un significado preciso (propio de cierta pintura y gráfica contemporánea) en el sentido de que, por ejemplo, una pin up girl se nos presenta como la idea de la pin up girl y no como el sentido ulterior que puede derivar de su presencia. Pero me resulta difícil detectar en esta obra el abstraccionismo al que alude, ya que está literalmente ausente. Como mencioné anteriormente, si algo tiene la pintura de Pablo es su capacidad de concreción, de realidad tangible, y en ese territorio simplemente no puede existir un ejercicio no-representacional, ni siquiera de un abstraccionismo en torno a las formas, los cuerpos, los objetos, los escenarios que nos presenta. Aquí es donde se cancela por completo la posibilidad de considerar este trabajo como abstracto.

Pero creo que en estos momentos poco importa ya el pronunciamiento original, de que se trata de un postfigurativismo postabstracto mexicano. Lo que creo que realmente importa es lo que podemos hacer todos nosotros por llevar más allá nuestras discusiones, nuestras apreciaciones y nuestra búsqueda de sentidos a través de obras como la de Pablo Castañeda. Porque es en el marco de estas discusiones, de esa presencia que puede tener su trabajo, más allá de la exposición, el flyer, el ambigú, donde podremos darle el peso y sustento histórico a la producción artística actual en nuestra ciudad.

A MANERA DE COLOFÓN

Huelga decir que el espacio no es el más apto para apreciar bien este trabajo, pero tiene esa cualidad de “tal cual” que les otorga cierta honestidad y poca pretensión a las obras. Eso es bueno y malo a la vez. Bueno, porque nos permite un acercamiento más genuino, sensato, sin ribetes ni enmarcados fastuosos; malo, porque hay un sesgo medio provinciano en colgar sin más ni más una serie de pinturas en las paredes del vestíbulo de un centro de las artes, cuando se tienen asignados espacios para dichos propósitos. Se cuelgan en esas paredes por un afán incluyente, porque pues, “hay que aprovechar todo” y dejar que los artistas “se expresen.” Pero creo que una definición más clara en la administración de estos espacios beneficia a los artistas, a la creatividad de los museógrafos, a la posible práctica curatorial que le daría a nuestras exhibiciones una cualidad más lúdica y propositiva. Reconozco, no obstante, la labor titánica de quienes supervisan estos espacios. Sé que no es tarea fácil trabajar contra viento y marea para dinamizar la oferta cultural en la ciudad de los cines.