Alejandro Espinoza: libros simultáneos
Por Jorge Ortega
Alejandro Espinoza (Mexicali, 1970), narrador bajacaliforniano radicado actualmente en Santiago de Chile, ha publicado en fechas recientes con el Instituto de Cultura de Baja California dos nuevos libros: La saga. Una noveleta filosófica (2003) y La ciudad y sus silencios (2003), ambos premiados en 2002 en el certamen estatal de literatura convocado cada dos años por el gobierno de esa entidad; el primero en género de novela, en cuento el segundo; la novela con un claro afán de experimentalismo, la colección de cuentos concebida grosso modo dentro de los parámetros del relato convencional. Algo más: La saga es en su género una opera prima, no así La ciudad y sus silencios, precedida sólo por los cuentos de Las visitas (1997). Entre este último título y los que nos ocupan, Alejandro Espinoza se ha destacado, aparte, como un formidable traductor (véase en el portal de Crunch Editores Plegaria de la piel, versión de Skin Prayer, del estadounidense Doug Rice) y un promotor independiente de las formas abiertas del arte y la escritura creativa.
Pese a las diferencias de su respectiva confección, La saga y La ciudad comparten un mismo escenario narrativo, la arena donde las intrigas se anudan y desatan, e interactúan sus alfiles. Asedio a la ciudad, podríamos llamar a esta empresa consumada desde dos frentes, el de la prosa corta del cuento y el de la prosa dilatada de la novela. La ciudad de Espinoza es real y lleva un nombre, Mexicali, sede residencial del autor y foro de la imaginación literaria de sus libros. Y anoto imaginación con reserva, provisionalmente, en espera de un vocablo más aproximativo, pues Mexicali no es Macondo ni Pleasantville, sino una urbe de concreto y varilla (o sea, de carne y hueso) reproducida con gran realismo en sus claroscuros. Espinoza no imagina: retrata con profundidad y a detalle; su aporte imaginativo, en dado caso, descansa en la capacidad para describir fielmente la ciudad que recorre, sin perder de vista la conciencia de lenguaje durante la exploración, licuándolo en sorprendentes analogías y cuajándolo en diversidad de situaciones. Tanto la novela como el libro de cuentos fatigan en lo estético y anecdótico el inagotable arsenal del tópico citadino.
Por algo La saga roza por momentos con La región más transparente, aunque Espinoza elude el despliegue fluvial por la condensación microcósmica; ahonda, pero a través del tratamiento selectivo: su exploración de la sociedad deriva de personajes representativos de los distintos estratos. Fuentes procede por acumulación, Espinoza por elección, sus personajes son reducidos (y casi siempre hombres solitarios) porque son una síntesis de los niveles que demarcan el conglomerado social. Otra divergencia con La región más transparente: Fuentes no juzga, expone para que sea el lector quien tenga la última palabra; el único actor de su reparto que se permite incurrir en ponderaciones es Ixca Cienfuegos, observador de los demás en el faro de la omniscencia; en cambio, la definición de los personajes de La saga entraña de principio un reparo, el narrador nos los exhibe como seres en algún sentido marginados por el tren de las instituciones sociales —familia o grupo—, incapaces de liar con sus gustos y fobias, cualidades interiores y defectos físicos. La saga no otorga tregua a la desgracia ni en los jardínes del recuerdo lejano —el país de la infancia—, donde empiezan a cosecharse los pánicos, como le sucede al personaje de El Gordo, víctima de la sorna de sus compañeros escolapios. Lo mismo aplica a La ciudad y sus silencios: galería de individuos frustrados, contrahechos, desamparados o transidos por otras variantes de la fatalidad. Al integrar su elenco con personajes de semejante naturaleza, Espinoza deja manifiesta una acepción anómala de la realidad que lo circunda y provoca.
Mas no es la trama de La saga o la de los relatos de La ciudad lo que me parece justo destacar, sino la peculiaridad del montaje que los sostiene, la disposición del texto o la manera de plantear la relación de los hechos. De entrada, La saga resulta atractiva por cómo el autor descuelga el relato: a partir de un narrador de segundo grado que nos presenta en la introducción, Seamus O'Reilly, un veterano de guerra de los Estados Unidos, de origen irlandés, que cumple su retiro en la ciudad de Mexicali. O'Reilly aprendió el español con tal habilidad que se permitió ensayar en ese idioma un conjunto de apuntes —¿ficción, testimonio?— de presumible calidad literaria que merecen atención.
El resto de la novela, su prácticamente cien por ciento, son los apuntes del veterano acotados con pies de página por parte de Espinoza que "destapan" la existencia de un aparato crítico dedicado al estudio sistemático del hallazgo, toda vez que el cuaderno del señor O'Reilly ha sido rescatado de la mazmorra de un típico callejón polvoriento. Espinoza cede a un subnarrador la recitación de la historia y se atiene exclusivamente a apostillar el legado de su veterano-fenómeno. Seamus O'Reilly adopta para su relato una secuencia, entrecortada, acezante, pero igual se consiente deslizar una visión radiográfica de la ciudad fronteriza y su gente. La conoce tan bien, seguramente por la observación y el trato, que le es posible descomponer la idiosincrasia local en agudas inferencias de nativo. En el fondo, obviamente, O'Reilly es Alejandro Espinoza. Sólo alguien como el escritor, natural del lugar que pormenoriza con audaz humor negro, sabe los resquicios, los rincones, los rumbos; los hábitos, las costumbres. ¿Para qué, entonces, hablar desde otra identidad?
Alejandro Espinoza quiere concedernos la opción de un relato lúdico en aras de un proceso de lectura que prenda desde su arranque, para luego tender a expandirse en juegos de desconcierto encaminados a conservar el interés del espectador. La estructura en abismo, o metadiégesis, denominada así en retórica, ha ejercido siempre una especial fascinación en narradores, guionistas, dramaturgos. No se trata de un recurso nuevo. Espinoza no inventa, acude al uso de ciertos procedimientos ya legitimados por la tradición, desde Cervantes, con Cide Hamete Benengeli, hasta Borges, con Joseph Cartaphilus, pasando por el Marlow de Conrad. Lo novedoso de La saga está en su contexto: no veo en el dominio de la joven narrativa mexicana fraguada por los nacidos en la década de los setenta un proyecto similar que recupere con inéditos matices de contenido las figuras de construcción "abismal", disolviendo la voz autoral en la voz narrativa por mediación de una especie de heterónimo con luz propia. La mayoría ha seguido el rastro de la narración sin intermediarios (en la que el autor relata en primera persona, erigiéndose él mismo como personaje) o el de la que discurre cómodamente en tercera persona. No obstante, la aparición de El matasellos (Sudamericana, 2004), novela de premisa experimental del igualmente bajacaliforniano Heriberto Yépez (Tijuana, 1974) sienta otro antecedente. Tanto La saga como El matasellos deben ser abordadas al calor de un nuevo despertar de la prosa nacional.
El subtítulo de la novela de Alejandro Espinoza, Una noveleta filosófica, no está de más. En mi opinión es sumamente oportuno y salva el trabajo de un malentendido o un lío innecesario. El riesgo de La saga está su excedente de "ideas" o tesis intelectualoides sobre circunstancias, motivos, entorno. Conceptos subjetivos sobre la realidad mediática que a veces, por intuición, se antojan de exclusiva significación del autor y no exactamente del lector, quien asiste a la novela en busca de un relato o de un concierto de personajes acabados, no de valoraciones asequibles en una crónica sociológica o un tratado lírico sobre antropología social. Sin embargo, en descargo suyo, Alejandro Espinoza nos antepone desde la tapa del volumen la advertencia: Una noveleta filosófica. Lo de "noveleta" le quita gravedad al asunto, lo de "filosófica" justifica el tejido ideológico. Pero aclaro: el riesgo no está en el sesgo filosófico de la novela (nuestros clásicos son escritores filósofos), sino en la traza de los personajes que pudiera no corresponder a ratos con la sofisticación de las reflexiones que el autor les atribuye.
Por su cuenta, La ciudad y sus silencios intercala a mitad de su índice un descanso a guisa de apartado con el rótulo de "Intermezzo. Últimos días en casa del Señor (Instantáneas de un fin de año en Mexicali)". La inserción de estas postales —estampas en movimiento, viñetas telegráficas, verdaderos cortos literarios— está colocada entre dos series de tres cuentos, para conseguir una suerte de equilibrio relativo a la noción de forma global, conjunta. El índice, pues, como un tablero de hemisferios idénticos, divididos por una franja de textos ajenos en extensión, ritmo y sustancia que, en efecto, pueden ser tomados como una zona de transición entre los tres relatos de la primera mitad y los tres últimos de la segunda, de propósito distinto. Esa zona es, también, una frontera de índole verbal, pero que igual puede ser tomada como una metáfora de la frontera real que separa al noroeste mexicano del suroeste norteamericano, concretamente a Mexicali de Calexico, la ciudad y el pueblo entre los que se alza el espejo de una identidad mancomunada, como lo ejemplifica con insuperable ironía el relato "Colón", nombre de la avenida que, curiosamente, separa a México de Estados Unidos, a Baja California de California, a Mexicali de Calexico, a la América hispánica de la América inglesa. Dado que poco importa ahora dónde comiencen o terminen las fronteras, el cuentista se encarga de ilustrar esta paradójica dictomía que las determina. En resumen, el intermezzo y sus secciones laterales enfatizan la voluntad del orden alternativo que anima a La ciudad y sus silencios.
Las publicaciones de Alejandro Espinoza (específicamente La saga) nutren la oferta narrativa de nuestro país y nuestra lengua en la medida que contribuyen a compensar el monopolio de un tipo de escritura anquilosada en fórmulas quizá no obsoletas, pero sí dominantes, que invitan más a la continuidad de un modelo que a su hibridación. Espinoza no devela el hilo negro, pero hace emerger a la prospectiva de la novela del siglo presente aspectos de una escritura diferenciadora que demarca nuevas pretensiones, deslinda otras posibilidades de lectura y fomenta la investigación del género narrativo mediante una prosa dispuesta a asumir la contingencia (arriesgarse tampoco lo es todo) de una propuesta excéntrica, fuera de los paradigmas privilegiados, harto predecibles, que siguen considerando el relato lineal y la toponimia de una geografía prestigiosa (los escenarios europeos) como vía de acceso a lo admisible. Gracias a trabajos como La saga, o a cuentos universalizadores de lo particular como los de La ciudad y sus silencios, las literaturas son abanicos tornasolados, árboles frondosos enriquecidos por la abundancia y la disparidad de sus colores y frutos. Saludo por eso, con gratitud, la epifanía de estos libros simultáneos que son ya La saga y La ciudad. Simultáneos, y tal vez por ello, gemelos en materia, aunque por fortuna disímiles en organización. Visítelos. Y desmiéntame o corrobore conmigo las apreciaciones aquí vertidas.