21.12.07

Cuento de navidad.



Después de un mundo de rodeos, he llegado a la siguiente conclusión: ya no sé qué esperar de la navidad. No sé si debí esperar algo desde el principio, no sé si sobre la base de estas festividades debamos en realidad “esperar” algo. Probablemente tuvo que ver con la infatigable sensación de expectativa que se nos produjo desde niños (me refiero a los niños que viven el ritual navideño, ya que hay todo un mundo allá afuera, siempre visto por nosotros como extraño, que no celebra la navidad), y que venía recompensada en tiempos definidos (dependiendo de la tradición familiar, el 24 de diciembre antes de las doce o el 25 por la mañana; el conteo de fin de año, tan humano, tan demasiado humano y multitudinario, tan aparentemente solidario: es de los pocos momentos en los que nos sentimos parte de una raza humana obsesionada con el tiempo), y que venía acompañada de todo un mundo de expectativas de ser en los tiempos venideros (los sueños futuros de los regalos obsequiados; las resoluciones para el nuevo año) y que ahora, simplemente, se siente todo demasiado agotado.

No sé si sea porque ya no soy niño.

No sé si sea porque ya estoy completamente desilusionado. O sea porque la expectativa, ahora sí, llegó a su estado de fatiga. El caso es que ya no sé qué esperar de la navidad.

No sé. Hay cosas que ocurren en la vida que, pues…no es que desilusionen o nos hagan cínicos y que reduzcamos todo aquello que significa o representa este tipo de celebraciones a una suerte de periodo vacacional necesario aunque incómodo, sino que nos…humanizan de maneras distintas a las que prometen las fiestas decembrinas. Lo que sí es que estas fechas me traen muchos recuerdos.

Sobre todo recuerdo olores, sonidos, temperaturas…dormido debajo del árbol de navidad, simplemente para dejarme arrullar por el aroma de pino y el ronroneo casi inaudible de las lucecillas. La aglomeración de voces de familiares y amigos y vecinos que escuchaba de niño, durante unas horas acumulándose en la sala de mi casa, y cómo, mientras fui creciendo, mi propia voz se confundía en ellas, o los rituales personalísimos que formaron parte de mi familia desde un principio que reconozco vago e impreciso (no sé, por ejemplo, dónde se originó la receta de chícharos con crema y cebolla que, año con año, han preparado las mujeres de mi familia; tampoco sé cuándo comenzó la tradición de salir a la calle con maletas minutos después de llegado el año nuevo) y que a veces se modifican dependiendo de las personas que se han integrado al círculo familiar (algunos se van, otros vienen; recuerdo cuando nos visitaban tíos y vecinos; luego, pude ver cómo se fueron integrando los esposos de mis hermanas; luego, difusamente, cómo se fueron integrando mis sobrinas, luego mis sobrinos). Recuerdo cada uno de los regalos que recibí cuando niño, mayormente juguetes, dos que tres prendas de ropa que, debo agradecerlo, siempre eran utilizables (hay prendas de ropa que se obsequian en esta temporada y que, simplemente, jamás han sido usadas, por cientos y cientos de miles de personas alrededor del mundo), algunos artículos deportivos…recuerdo y recuerdo pero en realidad, conforme me dibujo en esos momentos, me pierdo al mismo tiempo. No veo el propósito…el sentido de la navidad.

No sé si me afectó lo que he vivido en el curso de los años. El sentirme completamente perdido y sin rumbo en las dos últimas celebraciones, ahí cuando comenzó esa carga de melancolía que me envuelve durante esta época. No sé si me afectó un accidente que tuve cuando joven, en año nuevo; no sé si fueron las navidades desangeladas que poco a poco hemos ido viviendo mi familia y yo, es como si nos hubiéramos cansado del ritual y el misticismo que se arraigaba en nuestros espíritus cuando llegaba el 24 de diciembre por la tarde y todos nos poníamos ropas incómodas para recibir a los tíos y a los primos y corretear entre las mesas mientras los adultos conversaban, envueltos en el fuego tenue de un calentador de gas.

Resulta que me fatiga la navidad. No debería de hacerlo.

Y es que creo que la vida sigue su rumbo sin necesidad de fechas emblemáticas. No me burlo ni miro sarcásticamente a quienes siguen teniendo esa sensación de bruma cosquillosa que producen tanto la Navidad como el Año Nuevo. En otros pueblos, en otras ciudades con mayor arraigo tradicional (menos protestante, más católico, más guadalupano), quizá estas fiestas son una verdadera experiencia de felicidad perpetua. Por otro lado, tampoco soy de los que se abruma y agobia porque la navidad se ha convertido en una oportunidad para que las grandes empresas hagan su diciembre y nos inculquen, al parecer este año desde octubre, a comprar todo lo que se nos ponga enfrente.

Porque finalmente, todos aprovechamos ese flujo de dinero que nos llega a fin de año; es como una reafirmación de que todo el sacrificio y sensación de trabajador explotado que sentimos durante el resto del año tiene una suerte de compensación. La vida se reduce a un aguinaldo. Es triste, pero no le veo mucho problema.

No somos los únicos que aprovechamos esta situación. Y creo que las experiencias que he tenido en los últimos años me han sensibilizado a ver diciembre desde una perspectiva distinta. Sí, ha perdido su “encanto”, quizás (y toda esta historia no ha sido más que la reflexión sobre ello), y la fatiga con la que emprendo el ritual festivo y la pérdida de expectativa siguen presentes. Pero eso no quiere decir que, en los silencios que produce la ciudad durante estas fechas (silencios distintos a los del verano, que son agudos, sonidos llenos de huecos y ronroneos de lucecillas adornando majestuosamente las casas) podemos encontrar algo mágico. Sobre todo historias, sobre todo pequeños momentos, escenas fugaces que se quedan grabadas con la misma consistencia del vaho que imprime nuestro aliento en las ventanas de nuestros carros.

Aunque me prometí no hablar al respecto, voy a tener que hacerlo. Más que nada, por una suerte de exorcismo: contar esta historia es una forma de reivindicar, de medir, de sopesar, todo este mundo de sentimientos encontrados que he explicado hasta ahora. Se trata de un encuentro que tuve el año pasado. Lo que pasa es que hace poco hubo un evento que me lo recordó.

Hace un par de semanas, manejaba en la noche rumbo a mi casa. Comenzaba el frío, así que traía los vidrios cerrados, y eso siempre me ayuda a producir la sensación de que vivo rodeado de una ciudad inexistente. Todo lo que está afuera se vuelve sospechoso, dudoso, fantasmal. Ese semáforo no es semáforo, esas luces que veo al interior de una casa no están encendidas, esa persona en la esquina que toca las ventanas de los autos y ofrece con su mano un gesto de necesitar comida no existe. No está ahí, sí está ahí. Sí se acerca a mi ventana para pedirme dinero.

Primero estaba en el carro de enfrente, tocó la ventana y se quedó esperando a que le abrieran; cuando el conductor por fin accedió, noté que esta persona se quedaba bastante rato, explicando no sé qué cosa al interior del carro, era como si le hablara al carro, porque yo no veía al conductor. Su perorata no tuvo el resultado deseado, así que se dirigió a mí. Busqué unas monedas perdidas en la guantera que jamás guarda guantes, abrí la ventana a la mitad (recuerden: para mí, desde esa perspectiva, el mundo afuera era sospechoso y lleno de fantasmas, y este tipo se veía fantasmal. No obstante, quería ayudarlo. Comenzaba a hacer frío afuera), y lo que siguió fue probablemente el intercambio más extraño que había tenido en mucho tiempo:

--Amigo, quisiera pedirle una ayuda para comprar algo de comida, fíjese que tengo mucha hambre y…

(le pasé una moneda de diez pesos)

--Muchas gracias, Dios se lo pague, de verdad…

El semáforo no se ponía en verde, sucedió uno de esos momentos incómodos, como cuando te encuentras a alguien en otro carro, lo saludas efusivamente, y luego cada quien sigue con su vida, viendo de reojo a la otra persona, y esta otra persona hace lo mismo, y todo es una especie de escena absurda de correspondencias y saludos reiterativos. Pero esta vez, la persona estaba en la calle, pidiendo unas monedas. Y esta persona parecía reconocerme.

La persona –joven adulto, chamarra azul percudida, con barba pero no muy poblada, aliento y porte de alcohólico—no se movió de lugar. Comenzó a sacarme plática. No sabía si fue mi generosidad –blah— lo que lo mantuvo ahí, definitivamente no fue una intención de aprovechar las circunstancias para cometer un crimen. Lo que sí es que ambos tuvimos un intercambio de miradas muy…significativo. Creo que pocas personas ven a los ojos a los indigentes. Yo sí lo hice. Probablemente eso produjo que él sintiera la seguridad que le ofrecía mi mirada. O era como si hubiéramos reconocido nuestras respectivas miradas.

El caso es que quiso platicar:

--Bieeeen. Entonces, ¿a dónde vas?

--A casa de mi novia

--Bieeen. ¿Con los amigos? ¿Una fiesta, unas chelas?, hay que cuidarse, no tomar mucho

--No, de hecho, voy a casa de mi nov…

--Bieeeeen. ¿A dónde vas?

--Voy a casa de…

--Hey…

--Dime

--¿A dónde vas?

-- Voy…

--¿Una fiesta? Heeeeeey….Bieeeen

Y afortunadamente –quizás—el semáforo se puso en verde. No obstante, justo cuando comenzó a avanzar el carro de enfrente, pude escuchar claramente que dijo, “pues yo sigo aquí, inventándome”. No le hice mucho caso a esa última declaración.

Y mo fue sino hasta el momento que me impulsó a escribir esto que recordé quién era esta persona.

Lo conocí el año pasado. Circunstancias similares. Aunque en realidad, no.

Venía, precisamente, de una fiesta. Digamos que andaba bastante “celebratorio”, eran las tres de la mañana y yo circulaba en mi carro la ciudad con los vidrios arriba y la música a todo volumen. Cantaba y bailaba ya no recuerdo qué canciones. No sé porqué sentía una enorme euforia en aquellos días, producidos por un terrible sentimiento de melancolía que se ha convertido, desde ese momento, en un terrible y furioso amor por la vida. Entre giros y vueltas y recorridos por las calles en la noche, me dieron ganas de orinar.

Comencé a buscar un lugar donde hacer del baño. Me detuve en un callejón vacío pero iluminado, dos que tres casas, de esas que se ven extrañas en los callejones, acompañadas de las espaldas de edificios, comercios distintos, la parte trasera de un banco. Cuando bajé del carro no se escuchaba más que el sonido lejano de sirenas. Me puse a orinar en una cortina de hierro, como queriendo rellenar el vacío con el chorreo de la orina, para despejar espectros o por lo menos para advertirles a los posibles perros de la zona de mi presencia. Justo antes de terminar, me llamó la atención el fondo de un terreno baldío.

Era un terreno amplio, en medio de una casa completamente oscura y la parte trasera de un cine abandonado. Al fondo del terreno se erigía, enorme, disperso, libertario, un pino salado. Al lado del pino había una extraña casilla hecha de cartón. Pude ver que del interior de la casilla se asomaban unas cuantas lucecillas de colores.

En reconocimiento de mi total y completa ausencia de precaución, ya no digamos de discreción, me dirigí hacia la casilla para ver su interior. Conforme me acercaba, pude darme cuenta que el aposento tenía más matices de los que se veían desde lejos.

Era una casilla de cartón, sí, pero de un tamaño considerable, podían caber varias personas de pie en ella, y en efecto, había varias personas adentro. Pude verlas desde una ventanita cortada con precisión en uno de los cartones. Eran un joven adulto y un par de niños, de unos diez años estos últimos. Estaban sentados en el suelo cubierto por una serie de cobijas San Marcos, reunidos al calor de las lucecillas.

Las lucecillas emanaban de un extrañamente confeccionado árbol de navidad. Se trataba de uno de esos árboles artificiales con ramas plateadas, sus barbillas casi ausentes, dejaban ver las varillas de las que estaban hechas. Los adornos eran una serie de esferas resquebrajadas, así como de serpentinas hechas con distintos tipos de envoltorios de dulces; los confeccionaron artesanalmente (me imagino que ellos, me imagino que el adulto que acompañaba a los niños), de manera que la envoltura de distintos tipos de Hershey’s Kisses –de colores, verde, rojo, dorado—iban formando hilillos que colgaban y rodeaban el árbol. En la punta, una muñeca Barbie con un percudido vestido de princesa. No sé de dónde sacaban la luz eléctrica, pero el árbol estaba iluminado con focos que posiblemente sacaron de una casa antigua, ya que se trataba de aquellos focos enormes que incluso se enroscaban en pequeñas rosetas, muy peligrosos, por cierto, ya que éstos fueron responsables de varios incendios en su tiempo; pero en este caso eran tan pocos que difícilmente pudieron haber ocasionado un daño.

El grupo ahí reunido se encontraba protegido no sólo por el joven, o por la luz tenue pero acogedora de ese remedo de pino navideño. También tenían un calentador eléctrico, de esos en forma de pequeña antena parabólica, de cuya disca surgía una fuerte luz anaranjada. Todo esto hacía que el interior tuviera un semblante espectral, anónimo, insólito, producto de mi imaginación embriagada por la fiesta de aquella noche. Sin sorpresa advirtieron que yo estaba ahí, viéndolos, y no tardaron mucho en invitarme adentro.

Lo hice sin pensar dos veces.

Además de todo el aparataje eléctrico que tenían, este grupo tenía en su casa un televisor, de esos pequeños televisores que tienen integrado una videocassetera. Creo que estaban a punto de ver una película, o algo así. Pero interrumpieron lo que probablemente era un ritual de supervivencia a la expectativa celebratoria de la navidad, para recibirme y dedicarme un tiempo para conversar. No puedo decir si esto que ellos hacían se trataba de una “tradición” que seguían desde quién sabe cuántos años, o si se trataba de una manera de mantener la tradición que vivimos los que no vivimos en esas circunstancias, a pesar de sus circunstancias. Me senté con ellos, cruzado de piernas, dejándome calentar por el calor descomunal que surgía de la parabólica ardiente.

El joven adulto me ofreció algo de tomar. A pesar de que tenía bastante alcohol en mis venas, accedí, esperando recibir una suerte de confección alcohólica a base de destilado de manera o algo así. Pero no. En realidad, se trataba de un buen vaso de rompope. Tenían una botella enorme, que compartían todos en vasitos de plástico que probablemente encontraron en el basurero de una cenaduría. Uno de los niños aclaró que la botella se la encontró en una bolsa de plástico, en el estacionamiento de un supermercado. Una persona debió olvidar meterla a la cajuela.

Haciendo a un lado la imagen turbadora frente a mí (que en esos momentos, no fue turbadora, sino... “familiar”) pude percatarme que tenían un par de horas sin decir ni una palabra. Creo que simplemente se regocijaban por el calor humano que los acompañaba, lo cual, finalmente, viene siendo el sentido preciso de este tipo de festividades. No había algarabía, no había sensación de posada, ni siquiera una alusión a que estuvieran reunidos como parte de la celebración religiosa sobre la que se sostiene la navidad. Estaban solos, pero acompañándose, no mostraban felicidad al hacerlo, sino simplemente un sentimiento de “estar”, de “ser”, en medio de un mundo que los tenía completamente relegados. Lo que no pudieron evitar fue que mi naturaleza parlanchina –y sobre todo por la euforia que me invadía en ese momento—prácticamente los obligara a entablar una conversación.

No les pregunté de dónde venían ni qué hacían, no iba ni a juzgar ni a presentar una postura de cualquier clase frente a ellos. No iba a hablar sobre cómo celebramos “los que sí tenemos” la navidad; no iba a hablar sobre la inmoralidad de este mundo que se olvida de aquellos que no tienen en estos días, no iba a comenzar una conversación que revelara la circunstancia en la que estaban. Así que les hablé de mis amigos, de la fiesta de donde venía, de lo hermosamente horrendo que era el pino salado allá afuera, de lo calientito que era la casilla, de lo rico del rompope; les hablé de mi, de que escribo, de que me gusta contar historias, de que algún día quería escribir cosas grandes para que la gente me leyera, y así sucesivamente.

No se mantuvieron en silencio, pero sí sólo acompañaban mi perorata con respuestas simples, un “aaaaaah”, o un “oooohhhhh” o un “órale”. Esto, claro, fue interrumpido en el momento que el joven dijo, “les voy a dar sus regalos”.

Lo que presencié a continuación no tiene nombre. Fue algo que aun trato de precisar en la memoria, ya que, por un lado, la bruma del alcohol me invadía (y no fue sino hasta este momento que recupero todo esto que les cuento), y por otro, es muy difícil describir no tanto una serie de hechos, sino una serie de sensaciones que me produjeron las imágenes que surgieron de esta experiencia. Lo que presencié a continuación quedará probablemente relegado a mi propia experiencia.

El joven adulto sacó una serie de objetos, todos ellos aparentemente confeccionados/encontrados por él. Refacciones de auto, un par de camisetas percudidas, unas plantillas de zapato con unos cordones enredados, un par de aquellos implementos que se usan para corregir las piernas de los que sufren polio, fotos polaroid aparentemente encontradas. Una vez que sacó todos los objetos, comenzó a contar una historia para cada uno. Sobre estas historias se sustentaba el valor de cada objeto, los cuales serían regalos que ambos niños compartirían.

En el caso de las refacciones de auto, el filtro de aire, una serie de cables, bujías, entre otros, el joven se dispuso a describir cómo todos estos provenían de una ciudad que los niños tendrían que construir; de los filtros, bujías y demás, debían construir la ciudad de sus sueños, ciudades futuristas, funcionales. En el caso de las camisetas percudidas, se trataba de un par de camisetas blancas que probablemente fueron usadas tantas veces por un mecánico que la esposa ya no pudo sacarles las manchas de aceite. Cuando el joven extendía la camiseta, le preguntaba a los niños, “¿Cuál es su luchador favorito?” A lo cual respondían “El Cibernético”, “Blue Demon”, y demás. Seguido de esto, lo que hizo fue señalar con su mano los contornos de manchas de aceite que se formaban en las camisetas, diciéndoles que ahí se encontraba la imagen de uno y de otro luchador; por lo tanto, ya tenían las camisetas con la imagen de sus superhéroes; luego, tomó los pies de cada uno de los niños para probar las plantillas, y al que le quedaron le dijo que esas serían sus sandalias para el verano; al otro, le regaló los implementos para las piernas y le dijo que ya tenía una parte del traje de un robot.

Conforme le iba haciendo los regalos, los niños tomaban los objetos y se ponían a jugar con ellos; comenzaron a erigir en una esquina una ciudad hecha de refacciones, los cables simulando esos puentes y ejes viales que ahora vemos en la ciudad; una batería era el edificio principal, las bujías eran pequeñas casitas; el niño que recibió el armatoste para las piernas se las puso y comenzó a simular que era un robot que caminaba por encima de la ciudad, diciendo en voz alta “Sooooy el monstruo cibernéticoooo…”. Obviamente, traía puesta su camiseta.

Cuando me sirvieron mi segundo vaso de rompope, y ya habiendo pasado un poco la celebración de los regalos, el joven dijo que era momento de ver la película. Pusieron la cinta en la video casetera y presionaron el botón de play. Al principio me desconcertó la opción de película, ya que se trataba de un documental. Yo esperaba una película navideña, o por lo menos, una de acción. Pero no, se trataba de un muy peculiar documental.

El documental, hecho en Estados Unidos –la película tenía subtítulos— trataba de una serie de entrevistas que le hicieron hace veinte años a un grupo de niños. En estas entrevistas, a todos les hacían la misma pregunta: “¿Qué quieres ser de grande?” A veces, después de la respuesta de los niños, que iban desde quiero ser bombero hasta quiero ser presidente de los Estados Unidos hasta quiero ser soldado, les hacían preguntas adicionales, como queriendo indagar de dónde provenían sus aficiones, sus sueños. Todos los niños eran de aproximadamente ocho años, algunos más pequeños. Era un documental simple, animado por las respuestas de los niños, sus gestos, así como por el casi amateur manejo de la cámara.

De pronto, mientras veíamos y escuchábamos a estos niños que nos hablaban de sus sueños –para este momento, literalmente, ya podía esperar yo cualquier cosa—, el joven se puso de pie. Un niño apareció en pantalla, los ojos brillantes, una sonrisa juguetona, traviesa. Cuando le preguntaron qué quería ser de grande, el niño dijo: “Quiero ser el hombre más rico y más feliz del mundo.” Inmediatamente después, el joven apaga la tele y se sale de la casilla. Antes de poder comprender qué fue lo que sucedió, los niños voltearon a verme y me dijeron, “ese niño era él.”
No tengo una idea clara, ni siquiera quiero imaginar, qué fue lo que pasó o hasta ese momento había pasado en la vida de ese niño que ahora era un joven viviendo en una ciudad fronteriza. Me invadieron las especulaciones en ese momento, y la euforia se mantuvo durante semanas, no obstante la bruma en la que viví esa experiencia. ¿Qué tipo de tragedia o destino erróneo pasó por esta persona que lo tenía ahí, rodeado de miseria, inventando con un par de niños abandonados una especie de fiesta navideña? Obviamente vivía en Estados Unidos, debido al origen del documental, por lo tanto, se trataba de un mexicoamericano perdido en nuestra ciudad, perdido por circunstancias o experiencias que ni siquiera puedo contemplar. ¿Quedó huérfano como estos niños? ¿Tiene algún padecimiento psicológico? No sé, no puedo decir nada al respecto. En ningún momento sentí algún gesto errático, extraño, violento o de cualquier índole, en el tiempo que estuve ahí. Sólo sé que estaba en una casilla de cartón, una noche cercana a la navidad, celebrando con un trío de pordioseros que se regalaron retazos urbanos con el afán de sobrevivir a la esperanza, y que todo esto fue elaborado y escenificado por un alma torturada.

El documental, pude enterarme después, fue hecho con el objeto de posteriormente volver a contactar a los niños, convertidos en adultos, para averiguar si se lograron o no sus sueños, qué rumbo tomaron sus aspiraciones, deseos, anhelos. Tuve oportunidad de ver el documental, meses después (es la ventaja de tener medios como google, que nos ayudan a rastrear este tipo de cosas). Es realmente conmovedor, ya que, en su mayoría, los sueños que manifestaron estos niños difícilmente se volvieron realidad. Pero lo que realmente me marcó fue lo que descubrí cuando vi el documental entero: aquel niño cuyo sueño era ser infinitamente rico y feliz jamás se localizó.

Y con el paso de los meses siguientes, tampoco yo volví a localizarlo. Pasaron tantas cosas durante este año que toda esta experiencia se convirtió en sueño. No fue sino hasta hace un par de semanas, cuando esta persona que me encontré en una esquina me pidió unas monedas e intercambiamos una conversación extraña, que pude encontrarlo de nuevo. Lo que me entristece es que, seguramente, si voy en busca de él, no volveré a encontrarlo.
Cuento de navidad.

Después de un mundo de rodeos, he llegado a la siguiente conclusión: ya no sé qué esperar de la navidad. No sé si debí esperar algo desde el principio, no sé si sobre la base de estas festividades debamos en realidad “esperar” algo. Probablemente tuvo que ver con la infatigable sensación de expectativa que se nos produjo desde niños (me refiero a los niños que viven el ritual navideño, ya que hay todo un mundo allá afuera, siempre visto por nosotros como extraño, que no celebra la navidad), y que venía recompensada en tiempos definidos (dependiendo de la tradición familiar, el 24 de diciembre antes de las doce o el 25 por la mañana; el conteo de fin de año, tan humano, tan demasiado humano y multitudinario, tan aparentemente solidario: es de los pocos momentos en los que nos sentimos parte de una raza humana obsesionada con el tiempo), y que venía acompañada de todo un mundo de expectativas de ser en los tiempos venideros (los sueños futuros de los regalos obsequiados; las resoluciones para el nuevo año) y que ahora, simplemente, se siente todo demasiado agotado.

No sé si sea porque ya no soy niño.

No sé si sea porque ya estoy completamente desilusionado. O sea porque la expectativa, ahora sí, llegó a su estado de fatiga. El caso es que ya no sé qué esperar de la navidad.

No sé. Hay cosas que ocurren en la vida que, pues…no es que desilusionen o nos hagan cínicos y que reduzcamos todo aquello que significa o representa este tipo de celebraciones a una suerte de periodo vacacional necesario aunque incómodo, sino que nos…humanizan de maneras distintas a las que prometen las fiestas decembrinas. Lo que sí es que estas fechas me traen muchos recuerdos.

Sobre todo recuerdo olores, sonidos, temperaturas…dormido debajo del árbol de navidad, simplemente para dejarme arrullar por el aroma de pino y el ronroneo casi inaudible de las lucecillas. La aglomeración de voces de familiares y amigos y vecinos que escuchaba de niño, durante unas horas acumulándose en la sala de mi casa, y cómo, mientras fui creciendo, mi propia voz se confundía en ellas, o los rituales personalísimos que formaron parte de mi familia desde un principio que reconozco vago e impreciso (no sé, por ejemplo, dónde se originó la receta de chícharos con crema y cebolla que, año con año, han preparado las mujeres de mi familia; tampoco sé cuándo comenzó la tradición de salir a la calle con maletas minutos después de llegado el año nuevo) y que a veces se modifican dependiendo de las personas que se han integrado al círculo familiar (algunos se van, otros vienen; recuerdo cuando nos visitaban tíos y vecinos; luego, pude ver cómo se fueron integrando los esposos de mis hermanas; luego, difusamente, cómo se fueron integrando mis sobrinas, luego mis sobrinos). Recuerdo cada uno de los regalos que recibí cuando niño, mayormente juguetes, dos que tres prendas de ropa que, debo agradecerlo, siempre eran utilizables (hay prendas de ropa que se obsequian en esta temporada y que, simplemente, jamás han sido usadas, por cientos y cientos de miles de personas alrededor del mundo), algunos artículos deportivos…recuerdo y recuerdo pero en realidad, conforme me dibujo en esos momentos, me pierdo al mismo tiempo. No veo el propósito…el sentido de la navidad.

No sé si me afectó lo que he vivido en el curso de los años. El sentirme completamente perdido y sin rumbo en las dos últimas celebraciones, ahí cuando comenzó esa carga de melancolía que me envuelve durante esta época. No sé si me afectó un accidente que tuve cuando joven, en año nuevo; no sé si fueron las navidades desangeladas que poco a poco hemos ido viviendo mi familia y yo, es como si nos hubiéramos cansado del ritual y el misticismo que se arraigaba en nuestros espíritus cuando llegaba el 24 de diciembre por la tarde y todos nos poníamos ropas incómodas para recibir a los tíos y a los primos y corretear entre las mesas mientras los adultos conversaban, envueltos en el fuego tenue de un calentador de gas.

Resulta que me fatiga la navidad. No debería de hacerlo.

Y es que creo que la vida sigue su rumbo sin necesidad de fechas emblemáticas. No me burlo ni miro sarcásticamente a quienes siguen teniendo esa sensación de bruma cosquillosa que producen tanto la Navidad como el Año Nuevo. En otros pueblos, en otras ciudades con mayor arraigo tradicional (menos protestante, más católico, más guadalupano), quizá estas fiestas son una verdadera experiencia de felicidad perpetua. Por otro lado, tampoco soy de los que se abruma y agobia porque la navidad se ha convertido en una oportunidad para que las grandes empresas hagan su diciembre y nos inculquen, al parecer este año desde octubre, a comprar todo lo que se nos ponga enfrente.

Porque finalmente, todos aprovechamos ese flujo de dinero que nos llega a fin de año; es como una reafirmación de que todo el sacrificio y sensación de trabajador explotado que sentimos durante el resto del año tiene una suerte de compensación. La vida se reduce a un aguinaldo. Es triste, pero no le veo mucho problema.

No somos los únicos que aprovechamos esta situación. Y creo que las experiencias que he tenido en los últimos años me han sensibilizado a ver diciembre desde una perspectiva distinta. Sí, ha perdido su “encanto”, quizás (y toda esta historia no ha sido más que la reflexión sobre ello), y la fatiga con la que emprendo el ritual festivo y la pérdida de expectativa siguen presentes. Pero eso no quiere decir que, en los silencios que produce la ciudad durante estas fechas (silencios distintos a los del verano, que son agudos, sonidos llenos de huecos y ronroneos de lucecillas adornando majestuosamente las casas) podemos encontrar algo mágico. Sobre todo historias, sobre todo pequeños momentos, escenas fugaces que se quedan grabadas con la misma consistencia del vaho que imprime nuestro aliento en las ventanas de nuestros carros.

Aunque me prometí no hablar al respecto, voy a tener que hacerlo. Más que nada, por una suerte de exorcismo: contar esta historia es una forma de reivindicar, de medir, de sopesar, todo este mundo de sentimientos encontrados que he explicado hasta ahora. Se trata de un encuentro que tuve el año pasado. Lo que pasa es que hace poco hubo un evento que me lo recordó.

Hace un par de semanas, manejaba en la noche rumbo a mi casa. Comenzaba el frío, así que traía los vidrios cerrados, y eso siempre me ayuda a producir la sensación de que vivo rodeado de una ciudad inexistente. Todo lo que está afuera se vuelve sospechoso, dudoso, fantasmal. Ese semáforo no es semáforo, esas luces que veo al interior de una casa no están encendidas, esa persona en la esquina que toca las ventanas de los autos y ofrece con su mano un gesto de necesitar comida no existe. No está ahí, sí está ahí. Sí se acerca a mi ventana para pedirme dinero.

Primero estaba en el carro de enfrente, tocó la ventana y se quedó esperando a que le abrieran; cuando el conductor por fin accedió, noté que esta persona se quedaba bastante rato, explicando no sé qué cosa al interior del carro, era como si le hablara al carro, porque yo no veía al conductor. Su perorata no tuvo el resultado deseado, así que se dirigió a mí. Busqué unas monedas perdidas en la guantera que jamás guarda guantes, abrí la ventana a la mitad (recuerden: para mí, desde esa perspectiva, el mundo afuera era sospechoso y lleno de fantasmas, y este tipo se veía fantasmal. No obstante, quería ayudarlo. Comenzaba a hacer frío afuera), y lo que siguió fue probablemente el intercambio más extraño que había tenido en mucho tiempo:

--Amigo, quisiera pedirle una ayuda para comprar algo de comida, fíjese que tengo mucha hambre y…

(le pasé una moneda de diez pesos)

--Muchas gracias, Dios se lo pague, de verdad…

El semáforo no se ponía en verde, sucedió uno de esos momentos incómodos, como cuando te encuentras a alguien en otro carro, lo saludas efusivamente, y luego cada quien sigue con su vida, viendo de reojo a la otra persona, y esta otra persona hace lo mismo, y todo es una especie de escena absurda de correspondencias y saludos reiterativos. Pero esta vez, la persona estaba en la calle, pidiendo unas monedas. Y esta persona parecía reconocerme.

La persona –joven adulto, chamarra azul percudida, con barba pero no muy poblada, aliento y porte de alcohólico—no se movió de lugar. Comenzó a sacarme plática. No sabía si fue mi generosidad –blah— lo que lo mantuvo ahí, definitivamente no fue una intención de aprovechar las circunstancias para cometer un crimen. Lo que sí es que ambos tuvimos un intercambio de miradas muy…significativo. Creo que pocas personas ven a los ojos a los indigentes. Yo sí lo hice. Probablemente eso produjo que él sintiera la seguridad que le ofrecía mi mirada. O era como si hubiéramos reconocido nuestras respectivas miradas.

El caso es que quiso platicar:

--Bieeeen. Entonces, ¿a dónde vas?

--A casa de mi novia

--Bieeen. ¿Con los amigos? ¿Una fiesta, unas chelas?, hay que cuidarse, no tomar mucho

--No, de hecho, voy a casa de mi nov…

--Bieeeeen. ¿A dónde vas?

--Voy a casa de…

--Hey…

--Dime

--¿A dónde vas?

-- Voy…

--¿Una fiesta? Heeeeeey….Bieeeen

Y afortunadamente –quizás—el semáforo se puso en verde. No obstante, justo cuando comenzó a avanzar el carro de enfrente, pude escuchar claramente que dijo, “pues yo sigo aquí, inventándome”. No le hice mucho caso a esa última declaración.

Y mo fue sino hasta el momento que me impulsó a escribir esto que recordé quién era esta persona.

Lo conocí el año pasado. Circunstancias similares. Aunque en realidad, no.

Venía, precisamente, de una fiesta. Digamos que andaba bastante “celebratorio”, eran las tres de la mañana y yo circulaba en mi carro la ciudad con los vidrios arriba y la música a todo volumen. Cantaba y bailaba ya no recuerdo qué canciones. No sé porqué sentía una enorme euforia en aquellos días, producidos por un terrible sentimiento de melancolía que se ha convertido, desde ese momento, en un terrible y furioso amor por la vida. Entre giros y vueltas y recorridos por las calles en la noche, me dieron ganas de orinar.

Comencé a buscar un lugar donde hacer del baño. Me detuve en un callejón vacío pero iluminado, dos que tres casas, de esas que se ven extrañas en los callejones, acompañadas de las espaldas de edificios, comercios distintos, la parte trasera de un banco. Cuando bajé del carro no se escuchaba más que el sonido lejano de sirenas. Me puse a orinar en una cortina de hierro, como queriendo rellenar el vacío con el chorreo de la orina, para despejar espectros o por lo menos para advertirles a los posibles perros de la zona de mi presencia. Justo antes de terminar, me llamó la atención el fondo de un terreno baldío.

Era un terreno amplio, en medio de una casa completamente oscura y la parte trasera de un cine abandonado. Al fondo del terreno se erigía, enorme, disperso, libertario, un pino salado. Al lado del pino había una extraña casilla hecha de cartón. Pude ver que del interior de la casilla se asomaban unas cuantas lucecillas de colores.

En reconocimiento de mi total y completa ausencia de precaución, ya no digamos de discreción, me dirigí hacia la casilla para ver su interior. Conforme me acercaba, pude darme cuenta que el aposento tenía más matices de los que se veían desde lejos.

Era una casilla de cartón, sí, pero de un tamaño considerable, podían caber varias personas de pie en ella, y en efecto, había varias personas adentro. Pude verlas desde una ventanita cortada con precisión en uno de los cartones. Eran un joven adulto y un par de niños, de unos diez años estos últimos. Estaban sentados en el suelo cubierto por una serie de cobijas San Marcos, reunidos al calor de las lucecillas.

Las lucecillas emanaban de un extrañamente confeccionado árbol de navidad. Se trataba de uno de esos árboles artificiales con ramas plateadas, sus barbillas casi ausentes, dejaban ver las varillas de las que estaban hechas. Los adornos eran una serie de esferas resquebrajadas, así como de serpentinas hechas con distintos tipos de envoltorios de dulces; los confeccionaron artesanalmente (me imagino que ellos, me imagino que el adulto que acompañaba a los niños), de manera que la envoltura de distintos tipos de Hershey’s Kisses –de colores, verde, rojo, dorado—iban formando hilillos que colgaban y rodeaban el árbol. En la punta, una muñeca Barbie con un percudido vestido de princesa. No sé de dónde sacaban la luz eléctrica, pero el árbol estaba iluminado con focos que posiblemente sacaron de una casa antigua, ya que se trataba de aquellos focos enormes que incluso se enroscaban en pequeñas rosetas, muy peligrosos, por cierto, ya que éstos fueron responsables de varios incendios en su tiempo; pero en este caso eran tan pocos que difícilmente pudieron haber ocasionado un daño.

El grupo ahí reunido se encontraba protegido no sólo por el joven, o por la luz tenue pero acogedora de ese remedo de pino navideño. También tenían un calentador eléctrico, de esos en forma de pequeña antena parabólica, de cuya disca surgía una fuerte luz anaranjada. Todo esto hacía que el interior tuviera un semblante espectral, anónimo, insólito, producto de mi imaginación embriagada por la fiesta de aquella noche. Sin sorpresa advirtieron que yo estaba ahí, viéndolos, y no tardaron mucho en invitarme adentro.

Lo hice sin pensar dos veces.

Además de todo el aparataje eléctrico que tenían, este grupo tenía en su casa un televisor, de esos pequeños televisores que tienen integrado una videocassetera. Creo que estaban a punto de ver una película, o algo así. Pero interrumpieron lo que probablemente era un ritual de supervivencia a la expectativa celebratoria de la navidad, para recibirme y dedicarme un tiempo para conversar. No puedo decir si esto que ellos hacían se trataba de una “tradición” que seguían desde quién sabe cuántos años, o si se trataba de una manera de mantener la tradición que vivimos los que no vivimos en esas circunstancias, a pesar de sus circunstancias. Me senté con ellos, cruzado de piernas, dejándome calentar por el calor descomunal que surgía de la parabólica ardiente.

El joven adulto me ofreció algo de tomar. A pesar de que tenía bastante alcohol en mis venas, accedí, esperando recibir una suerte de confección alcohólica a base de destilado de manera o algo así. Pero no. En realidad, se trataba de un buen vaso de rompope. Tenían una botella enorme, que compartían todos en vasitos de plástico que probablemente encontraron en el basurero de una cenaduría. Uno de los niños aclaró que la botella se la encontró en una bolsa de plástico, en el estacionamiento de un supermercado. Una persona debió olvidar meterla a la cajuela.

Haciendo a un lado la imagen turbadora frente a mí (que en esos momentos, no fue turbadora, sino... “familiar”) pude percatarme que tenían un par de horas sin decir ni una palabra. Creo que simplemente se regocijaban por el calor humano que los acompañaba, lo cual, finalmente, viene siendo el sentido preciso de este tipo de festividades. No había algarabía, no había sensación de posada, ni siquiera una alusión a que estuvieran reunidos como parte de la celebración religiosa sobre la que se sostiene la navidad. Estaban solos, pero acompañándose, no mostraban felicidad al hacerlo, sino simplemente un sentimiento de “estar”, de “ser”, en medio de un mundo que los tenía completamente relegados. Lo que no pudieron evitar fue que mi naturaleza parlanchina –y sobre todo por la euforia que me invadía en ese momento—prácticamente los obligara a entablar una conversación.

No les pregunté de dónde venían ni qué hacían, no iba ni a juzgar ni a presentar una postura de cualquier clase frente a ellos. No iba a hablar sobre cómo celebramos “los que sí tenemos” la navidad; no iba a hablar sobre la inmoralidad de este mundo que se olvida de aquellos que no tienen en estos días, no iba a comenzar una conversación que revelara la circunstancia en la que estaban. Así que les hablé de mis amigos, de la fiesta de donde venía, de lo hermosamente horrendo que era el pino salado allá afuera, de lo calientito que era la casilla, de lo rico del rompope; les hablé de mi, de que escribo, de que me gusta contar historias, de que algún día quería escribir cosas grandes para que la gente me leyera, y así sucesivamente.

No se mantuvieron en silencio, pero sí sólo acompañaban mi perorata con respuestas simples, un “aaaaaah”, o un “oooohhhhh” o un “órale”. Esto, claro, fue interrumpido en el momento que el joven dijo, “les voy a dar sus regalos”.

Lo que presencié a continuación no tiene nombre. Fue algo que aun trato de precisar en la memoria, ya que, por un lado, la bruma del alcohol me invadía (y no fue sino hasta este momento que recupero todo esto que les cuento), y por otro, es muy difícil describir no tanto una serie de hechos, sino una serie de sensaciones que me produjeron las imágenes que surgieron de esta experiencia. Lo que presencié a continuación quedará probablemente relegado a mi propia experiencia.

El joven adulto sacó una serie de objetos, todos ellos aparentemente confeccionados/encontrados por él. Refacciones de auto, un par de camisetas percudidas, unas plantillas de zapato con unos cordones enredados, un par de aquellos implementos que se usan para corregir las piernas de los que sufren polio, fotos polaroid aparentemente encontradas. Una vez que sacó todos los objetos, comenzó a contar una historia para cada uno. Sobre estas historias se sustentaba el valor de cada objeto, los cuales serían regalos que ambos niños compartirían.

En el caso de las refacciones de auto, el filtro de aire, una serie de cables, bujías, entre otros, el joven se dispuso a describir cómo todos estos provenían de una ciudad que los niños tendrían que construir; de los filtros, bujías y demás, debían construir la ciudad de sus sueños, ciudades futuristas, funcionales. En el caso de las camisetas percudidas, se trataba de un par de camisetas blancas que probablemente fueron usadas tantas veces por un mecánico que la esposa ya no pudo sacarles las manchas de aceite. Cuando el joven extendía la camiseta, le preguntaba a los niños, “¿Cuál es su luchador favorito?” A lo cual respondían “El Cibernético”, “Blue Demon”, y demás. Seguido de esto, lo que hizo fue señalar con su mano los contornos de manchas de aceite que se formaban en las camisetas, diciéndoles que ahí se encontraba la imagen de uno y de otro luchador; por lo tanto, ya tenían las camisetas con la imagen de sus superhéroes; luego, tomó los pies de cada uno de los niños para probar las plantillas, y al que le quedaron le dijo que esas serían sus sandalias para el verano; al otro, le regaló los implementos para las piernas y le dijo que ya tenía una parte del traje de un robot.

Conforme le iba haciendo los regalos, los niños tomaban los objetos y se ponían a jugar con ellos; comenzaron a erigir en una esquina una ciudad hecha de refacciones, los cables simulando esos puentes y ejes viales que ahora vemos en la ciudad; una batería era el edificio principal, las bujías eran pequeñas casitas; el niño que recibió el armatoste para las piernas se las puso y comenzó a simular que era un robot que caminaba por encima de la ciudad, diciendo en voz alta “Sooooy el monstruo cibernéticoooo…”. Obviamente, traía puesta su camiseta.

Cuando me sirvieron mi segundo vaso de rompope, y ya habiendo pasado un poco la celebración de los regalos, el joven dijo que era momento de ver la película. Pusieron la cinta en la video casetera y presionaron el botón de play. Al principio me desconcertó la opción de película, ya que se trataba de un documental. Yo esperaba una película navideña, o por lo menos, una de acción. Pero no, se trataba de un muy peculiar documental.

El documental, hecho en Estados Unidos –la película tenía subtítulos— trataba de una serie de entrevistas que le hicieron hace veinte años a un grupo de niños. En estas entrevistas, a todos les hacían la misma pregunta: “¿Qué quieres ser de grande?” A veces, después de la respuesta de los niños, que iban desde quiero ser bombero hasta quiero ser presidente de los Estados Unidos hasta quiero ser soldado, les hacían preguntas adicionales, como queriendo indagar de dónde provenían sus aficiones, sus sueños. Todos los niños eran de aproximadamente ocho años, algunos más pequeños. Era un documental simple, animado por las respuestas de los niños, sus gestos, así como por el casi amateur manejo de la cámara.

De pronto, mientras veíamos y escuchábamos a estos niños que nos hablaban de sus sueños –para este momento, literalmente, ya podía esperar yo cualquier cosa—, el joven se puso de pie. Un niño apareció en pantalla, los ojos brillantes, una sonrisa juguetona, traviesa. Cuando le preguntaron qué quería ser de grande, el niño dijo: “Quiero ser el hombre más rico y más feliz del mundo.” Inmediatamente después, el joven apaga la tele y se sale de la casilla. Antes de poder comprender qué fue lo que sucedió, los niños voltearon a verme y me dijeron, “ese niño era él.”
No tengo una idea clara, ni siquiera quiero imaginar, qué fue lo que pasó o hasta ese momento había pasado en la vida de ese niño que ahora era un joven viviendo en una ciudad fronteriza. Me invadieron las especulaciones en ese momento, y la euforia se mantuvo durante semanas, no obstante la bruma en la que viví esa experiencia. ¿Qué tipo de tragedia o destino erróneo pasó por esta persona que lo tenía ahí, rodeado de miseria, inventando con un par de niños abandonados una especie de fiesta navideña? Obviamente vivía en Estados Unidos, debido al origen del documental, por lo tanto, se trataba de un mexicoamericano perdido en nuestra ciudad, perdido por circunstancias o experiencias que ni siquiera puedo contemplar. ¿Quedó huérfano como estos niños? ¿Tiene algún padecimiento psicológico? No sé, no puedo decir nada al respecto. En ningún momento sentí algún gesto errático, extraño, violento o de cualquier índole, en el tiempo que estuve ahí. Sólo sé que estaba en una casilla de cartón, una noche cercana a la navidad, celebrando con un trío de pordioseros que se regalaron retazos urbanos con el afán de sobrevivir a la esperanza, y que todo esto fue elaborado y escenificado por un alma torturada.

El documental, pude enterarme después, fue hecho con el objeto de posteriormente volver a contactar a los niños, convertidos en adultos, para averiguar si se lograron o no sus sueños, qué rumbo tomaron sus aspiraciones, deseos, anhelos. Tuve oportunidad de ver el documental, meses después (es la ventaja de tener medios como google, que nos ayudan a rastrear este tipo de cosas). Es realmente conmovedor, ya que, en su mayoría, los sueños que manifestaron estos niños difícilmente se volvieron realidad. Pero lo que realmente me marcó fue lo que descubrí cuando vi el documental entero: aquel niño cuyo sueño era ser infinitamente rico y feliz jamás se localizó.

Y con el paso de los meses siguientes, tampoco yo volví a localizarlo. Pasaron tantas cosas durante este año que toda esta experiencia se convirtió en sueño. No fue sino hasta hace un par de semanas, cuando esta persona que me encontré en una esquina me pidió unas monedas e intercambiamos una conversación extraña, que pude encontrarlo de nuevo. Lo que me entristece es que, seguramente, si voy en busca de él, no volveré a encontrarlo.