31.7.11

Al parecer, no es nada difícil atrapar a un miembro de los grupos de narcotraficantes en el país. La relatoría, claro, es digna de cientos de crónicas de detectives, pero en realidad, su inserción en las primeras planas de los periódicos ya tiene una cierta cualidad desangelada. Como que de todos modos no importa, como que para qué.

Veo la cara de "El Diego" en La Jornada, custodiado por un cuerpo de seguridad (que ya no es cuerpo, es forma vil; estas fuerzas de seguridad cada vez se parecen más a las que imaginó Terry Gilliam en Brazil); veo su cara y es evidente que está encabronado. Encabronado pero resuelto. ¿Qué tan consciente está de que, en esos trayectos, en todo este proceso de detención y traslados y presentación de declaraciones y demás, será visto, vilipendiado, celebrado, aplaudido, criticado, observado --como yo intento hacerlo en este texto-- casi casi picoteado en las costillas por miles, millones de mexicanos, incluso dentro y fuera del país?

Por otro lado, ¿cuánto durará el espectáculo? ¿Cuánto están durando estos espectáculos últimamente? ¿Dos semanas? ¿Una semana?

Tendría que hacerse algo realmente escabroso en el interim --que lo asesinara algún extraño, que hubiera una emboscada, que algún juez lo absolviera-- para que la historia de El Diego sobreviva.

Porque no sobreviven, ni a su modo de vida ni a su inserción en los medios. Los operativos de la realidad se encargan de desaparecerlo casi tan rápido como nos llegó. Porque por lo menos yo, no tenía la menor idea de quién era El Diego. Muy pronto lo olvidaré.