Muere el cantante Pedro Gómez de un infarto al miocardio
Mexicali, B.C. El pasado lunes, 30 de julio,
a las 19:45 horas, muere el cantante Pedro Gómez, afamado intérprete que
deleitó a más de tres generaciones de pasajeros en distintos autobuses de
transporte urbano de la ciudad de Mexicali. Deja tras de sí un legado de experiencias
gratas, así como una leyenda que lo precede como “El mejor intérprete de
norteñas en el mundo,” según declaraciones de Juanjo, su autoproclamado
compañero de copas.
Pedro Anselmo Gómez Robles
nació en Aguaprieta, Sonora, un 12 de octubre de 1965. Inició su carrera como
cantante a los doce años, cuando acompañó a su padre a amenizar una cantina. Fue,
también, un fabuloso letrista de canciones románticas, todas ellas resguardadas
en una grabación en cinta de ocho tracks realizada a mediados de los ochenta,
al parecer extraviada o perdida para siempre.
Puede decirse que la vida de
Pedro Gómez, alias “El canallita de la Zuazua,” estuvo marcada por la desdicha
desde su más tierna infancia, aspecto que ejerció una influencia decisiva sobre
su estilo interpretativo, lírico y desgarrado al mismo tiempo, como un buen
trago de aguarrás a las doce del día de un mes de julio. Su aspecto desvalido
le valió igualmente el nombre de “Gorrión,” aunado al apodo de “El canallita,”
mismo que recibió después que una mujer le lloró durante dos noches, creyendo
que estaba muerto.
Qué muerto ni qué nada; se
fue a San Felipe.
Su padre fue originalmente
contorsionista y acróbata en un circo de mala fama que venía de Colima, donde
los enanos no eran enanos y el único animal en exhibición era un puerco espín. Su
infancia, huelga decir, fue triste. Rodeado de artistas y freaks de distintas
latitudes, pasaba las noches en vela con su padre; su madre, alcoholizada y
enferma, los abandonó desde que Pedro tenía dos años. Dada la precaria
situación de él y su padre, y dado que el circo poco a poco se desintegraba
hasta desaparecer, al punto de que ya ni siquiera podían levantar la carpa, ambos
padre e hijo migraron a la ciudad de Mexicali. Las cosas no se pusieron mejor.
Una vez instalados en la
ciudad fronteriza, Pedro salió a la calle para ganarse unas monedas arriba de
un monociclo (de las pocas cosas que rescató del circo). Era incapaz de
maniobrarlo, y después de la tercera caída grave decidió seguir a su padre,
quien ya se encontraba instalado en las cantinas, pidiendo un aliciente a
cambio de una bonita canción. Fue un afortunado descubrimiento, por parte del
padre, cuando escuchó a Pedrito cantar. Vivieron a duras penas, mientras
comensales y borrachines y distintas especies de hipsters que suelen recorrer
el centro de la ciudad les arrojaban monedas a la cachucha de los Raiders que
ponían en el suelo. Por lo menos, lo suficiente como para comprarse dos vasitos
de Maruchan, una coca cola y una botellita de tequila.
La situación empeoró cuando
Pedro, a sus 17 años, dejó embarazada a la primera de varias mujeres. A la hija
le pusieron el nombre de Lulú, en honor de su madre, que murió en el parto, y
debido a eso él tuvo que dejar a la niña recién nacida en las puertas de una
tienda de abarrotes. Al parecer, Pedro confiaba mucho en la señora de la
tienda. La pérdida lo cambió para siempre, y hay algunos que dicen que esta
experiencia contribuyó a esa garra dolosa con la que interpreta las canciones.
Después de esa tragedia,
Pedro siguió cantando con su padre en distintos cafés, loncherías y cantinas en
el centro de la ciudad; en los arrabales, en los lotes baldíos, en las esquinas
de las avenidas, en los locales abandonados, Pedro y su padre hacían su hogar. Hasta
que de pronto, de la noche a la mañana, el padre de Pedro desapareció. Alguien cuenta
que lo vieron en San Luis, Río Colorado, parado en los semáforos, acercándose a
los carros, charoleándolos con su gafete del centro de rehabilitación,
rezándole a Jesús cada que le avientan una moneda de cinco pesos.
La vida de Pedro cambió
momentáneamente cuando, cantando en la calle, un transeúnte se paró a
escucharla. Ese hombre resultó ser William T. Vollmann, escritor
estadounidense, de paso por la frontera para realizar un registro de
testimonios para un libro que escribió sobre la gente pobre. De aquí siguieron
fotógrafos, documentalistas, distintas clases de antropólogos, sociólogos,
poetas y estudiosos de la cultura, venerando su presencia como efigie de la
vida dispersa y errabunda de los que habitan el centro de la ciudad. Apareció en
el segmento de un documental que transmitieron en el canal Natgeo; un grupo de periodistas estadounidenses, tras leer el libro
de Vollmann, escribieron un artículo en extenso para la edición dominical del
Los Angeles Times. En años recientes, se han rescatado videos grabados con
cinta VHS, que muestran al cantante en plena acción; estos pueden encontrarse
en youtube. Un chilango que se presentó como etnomusicólogo estuvo alrededor de
diez días grabando pistas para un supuesto compilado. Durante todo este
proceso, durante todas estas muestras de aprecio y de interés por su vida,
absolutamente nadie le ofreció dinero. Sí lo invitaron dos que tres veces a
comer tacos, y un muchacho de familia bien pero afincado en el “estilo de vida
alternativo” le ofreció unas roquitas de cristal. Pero nada más.
¿Qué era lo que cautivaba a
todas estas personas en la voz de Pedro Gómez? Tenía una manera de reinterpetar
las canciones que las convertía en otra cosa. Podías sentir que las metáforas
contenidas en las letras se transformaban, le otorgaba peso, dolor, angustia, y
una tristeza profunda a todo un cancionero, que recuperaba tanto la tradición
infantil como las rancheras más agudas, así como las consabidas
interpretaciones de norteñas. Si pudiera resumirse la experiencia de escucharlo
cantar en una definición, podríamos decir que Pedro Gómez cantaba el lamento de
todos nosotros.
Después de este episodio de
fama con fecha de caducidad, la vida volvió a castigar al “Gorrión” ya que, una
noche fatídica de octubre, encontraron el cuerpo muerto de William T Vollmann,
en una de las habitaciones del Hotel de Anza, con dos disparos en la cabeza. Corrieron
inmediatamente los rumores de que Pedro era el asesino. La prensa local tomó
nota –ni siquiera se enteraron de que William T Vollmann, un autor que incluso
ha estado en la lista de candidatos para el Premio Nobel de Literatura—e inmediatamente
acusó al Canallitas. Fue buscado por agentes del Ministerio Público y fue
aprehendido en el bar La Mina. Todos le volvieron la espalda, y casi nadie se
enteró que fue absuelto de los cargos. Regresó a la vida de cantante en el
centro de la ciudad, hasta que decidió que un mejor camino sería comenzar a
cantar en los autobuses.
Y ahí es donde lo conocimos
la mayoría. Al principio, como todo mundo realmente es, era molesta su
presencia: la camiseta blanca percudida y con hoyos, el pantalón sin cremallera,
los huaraches, a los que ya no se distinguía dónde comenzaba la suela y dónde
la planta de los pies, y por supuesto, el aroma fétido de las calles de
Mexicali, concentrado en su cuerpo. Sin embargo, sólo bastaron tres versos de
una hermosa canción de Agustín Lara para que los rostros de los pasajeros (y
hasta del chofer, que todos sabemos no se tientan el corazón ante nada), para
que la gente se rindiera, conmovida, ante la angustia revelada en su voz.
Fue acogido por la fama
local. No más estudiosos de la cultura, no más escritores gringos, no más
registros en video ni nada de eso. El pueblo mexicalense, específicamente, el
que a diario recorre las avenidas en autobús rumbo al trabajo o la casa, fue su
público más fiel. Pudo vivir, no cómodamente, pero sí en una situación que dejó
de ser limítrofe. Las cosas eran más simples en estos días. Pero desafortunadamente,
este lunes, 30 de julio, el cuerpo de Pedro Gómez fue encontrado sin vida, al
parecer, víctima de un infarto al miocardio. El velatorio del DIF decidió
organizar sus pomas fúnebres, pero ni un alma se apareció.