1.6.10

Utopía
y
Distopía
Los mundos perfectos son juegos para ser jugados siguiendo las reglas al pie de la letra.
Por Paul La Farge
Hace más de unos años, cuando vivía en San Francisco, pasé frente a las oficinas de una dot-com, competidora en el negocio de las tiendas de mascotas en línea, que se había ido a la quiebra. Era medianoche cuando pasé por su atrio, brillantemente iluminado, ausente de humanos y de mobiliario, excepto por un solo escritorio, donde un velador estaba sentado, mirando con desaliento hacia la calle. Un enorme letrero blanco colgaba por encima de su cabeza, con letras rojas de unos cinco pies de alto, que decían THIS IS PETOPIA. No quiero ser displicente ni equiparar la estrategia de mercado de la compañía con un impulso utópico genuino, pero sí se me ocurrió que la idea de utopía es peculiarmente persistente. Brota en toda clase de lugares; este fue uno de ellos. Incluso personas que no han leído el libro de Tomás Moro, Utopia, de 1516, ni cualquier otro de los libros de la tradición utópica –esto es, la mayoría de la gente—reconocen la utopía como una parcela deseable de bienes raíces. Puedes vender cosas por la pura fuerza de su idea, o por lo menos así les pareció a los fundadores de PETOPIA, allá en la década de los noventa en San Francisco, cuando muchas personas mantenían esperanzas utópicas para Internet, esa región literalmente sin lugar, o u-tópica. Gran parte de esas esperanzas se desvanecieron como lo hizo PETOPIA: los muebles vendidos en subastas, los espacios de oficina en remate. Pero la pregunta se mantiene: aparte de su valor cuestionable como estrategia de mercado, ¿para qué es buena la utopía?

No había leído a Moro cuando pasé por PETOPIA; ya lo he leído, aparte de otros escritores utópicos. Puedo reportarles que, aparte de las jornadas laborales cortas y las mujeres atractivas (que no son un aspecto que encontramos en el libro de Moro, pero sí casi en cualquier libro de utopías escrito desde entonces: casi todos ellos, incidentalmente, escritos por hombres), la utopía no es un lugar en el que me gustaría vivir. En el estado ideal de Moro, por ejemplo, el día comienza con una lección matutina, luego tres horas de trabajos forzosos, almuerzo, tres horas más de trabajo, una hora de recreación y luego una cena en la que viejos y jóvenes se sientan juntos, de manera que la “gravidez sapiente y la reverencia de los viejos evite que los jóvenes sean licenciosos en palabra y comportamiento.” Nadie en Utopia viaja sin permiso; para una simple caminata en el bosque, en las afueras de la ciudad, un hombre debe obtener “la venia de su padre y el consentimiento de su esposa.” Aquellos que rompen las reglas son castigados con la esclavitud. Cierto, los esclavos de Utopia son restringidos con cadenas de oro, pero ya que el oro no tiene valor en Utopia, el principal detalle que pueden notar los esclavos es el peso. “Ahora podemos ver,” dice Moro, “cuan poca libertad tienen que desperdiciar los utópicos, cómo no pueden dar lugar a los pretextos o al ocio. No habrá tabernas para tomar vino, ni casas cerveceras, ni ocasión para el vicio o la maldad, ni esquinas acechantes, ni sitios para concejales maliciosos o asambleas ilícitas.” Para divertirse, juegan un juego educativo “no muy distinto al ajedrez,” donde las virtudes pelean con los vicios: es el único lugar en Utopia donde los vicios a veces ganan.
Las comunidades ideales de los socialistas franceses que tomaron la idea de la utopía tres siglos después, son igual de malas. Charles Fourier, un vendedor ambulante que perdió su dinero en la Revolución Francesa, creyó haber descubierto “el cálculo analítico y sintético de la atracción apasionada,” una ciencia por medio de la cual el deseo humano podría canalizarse hacia fines armoniosos y productivos. En la práctica, esto significaba la organización de los personajes en “falanges” de 1,620 miembros, un representante masculino y uno femenino para cada uno de los 810 tipos de caracteres humanos. Todos los tipos se levantan temprano: a las 5:00 a.m. hay un desfile de trabajadores cantando y tocando instrumentos conforme marchan hacia los campos. No hay una autoridad central; en cambio, los miembros negocian su trabajo, sus comidas, y sus acuerdos sexuales en una suerte de intercambio bursátil. “Cuando termina una sesión de Intercambio,” escribe Fourier, “todos escriben una lista de los encuentros que ha acordado atender, y los negociadores y directores crean un sumario de todas las transacciones. Este sumario es inmediatamente enviado a la prensa y luego distribuido a las comunidades vecinas por un perro que lo trae colgando de su cuello.”

Luego se encuentra Étienne Cabet, un legislador de izquierda de Dijon, bajo la Monarquía de Julio, que fue desterrado a Inglaterra por sus ideas políticas. Ahí fue donde escribió Journey to Icaria (1840), acerca de una nación imaginaria donde la comida es preparada por el comité de nutrición, la ropa cosida por el comité de vestido, el trabajo que cada ciudadano realiza decidido por el comité del trabajo. Incluso hasta los perros son puestos a trabajar, llevando bienes a través de la ciudad capital de Icar. Aquí tenemos una típica escena Icariana: “Dos mil quinientas mujeres jóvenes (vestidoras) trabajan en una fábrica, algunas sentadas, algunas de pie, casi todas encantadoras…La regla de que cada trabajadora produce el mismo objeto dobla la rapidez de la manufactura y la lleva igualmente a la perfección. Miles de los artículos más elegantes para la cabeza son creados todas las mañanas por las manos de estas encantadoras trabajadoras.” Lo cual es, efectivamente, lo que ocurre en las fábricas, sólo que las trabajadoras no parecen disfrutarlo de la misma manera que Cabet creyó que lo harían. Como lo planteó el filósofo rumano E.M. Cioran:
Los sueños de utopía se han realizado en su mayoría, pero bajo un espíritu totalmente distinto al que habían sido concebidos; lo que fue perfección para la utopía es para nosotros una fracaso; sus quimeras son nuestros desastres.

La historia de las utopías en el mundo real nos revela su observación. Uno de los experimentos utópicos más conocidos en América fue realizado en Brook Farm, en Massachussetts, donde los miembros de la intelligentsia Trascendentalista, entre ellos Nathaniel Hawthorne, intentaron una vida comunal inspirada en los escritos de Fourier. Los Brook Farmers no tenían los fondos para vivir bien ni las habilidades para vivir con bajos recursos; entraron en deuda y discutieron la doctrina, y cuando su falanstería a medio construir se quemó en la primavera de 1846, la comunidad entró en decadencia, de la cual nunca se pudo recuperar. El momento más perdurable para Brook Farm fue la novela de Hawthorne, The Blithedale Romance (1852), misma que, lejos de alabar el experimento, describe a un grupo de gentes de ciudad yéndose a menos, sus mentes obnubiladas por el trabajo, sus corazones inflamados con mezcolanzas románticas imprácticas y finalmente trágicas.


La mala fortuna de los Brook Farmers fue pequeña, comparada con la de los icarianos. Es difícil ver cómo la novela de Cabet pudo haber inspirado a cualquiera a una actividad en serio; no obstante, en 1848, sesenta y nueve franceses, vestidos con uniformes negros de velour, zarparon de La Havre a Texas, donde establecerían una colonia. Se establecieron en Red River, donde padecieron de fiebre amarilla; para cuando Cabet llegó con el segundo grupo de colonos, un año después, su sociedad se había desecho. Los icarianos se relocalizaron en Nauvoo, Illinois, de donde los Mormones habían sido perseguidos: aparentemente, las bienes raíces eran baratas. Mil quinientos icarianos se reunieron en Nauvoo, pero lograron poco, más allá de imprimir un tratado en el cual Cabet describió lo bonita que sería la sociedad que él pudiera armar si alguien pudiera darle medio millón de dólares. El grupo se dividió; Cabet y sus leales partieron para Saint Louis, donde Cabet murió unos años después. El resto del grupo compró tierras en Iowa, lo cual agotó tanto sus recursos que vivieron durante años en casas de barro y caminaban con suecos. Su esplendor radicaba en su constitución, “un tanto elaborada,” escrita por Cabet, “la cual dispone con gran cuidado de la igualdad y hermandad de la humanidad, y el deber de sostener todas las cosas en común; otorga la abolición de la servidumbre y del servicio (o los sirvientes); otorga el mandato del matrimonio, bajo penalidades; proporciona educación; y requiere que la mayoría debería dominar.”

Eventualmente, los icarianos construyeron una escuela y un salón de eventos, pero su sociedad no logró encantar al mundo exterior. De los sesenta y cinco miembros que se mudaron a Iowa en 1856, treinta se fueron para 1860, y los últimos icarianos se desbandaron en 1898. La mayoría de las sociedades utópicas se encontraron con desenlaces similares: los Armonistas de Pennsylvania perdieron su dinero en una demanda legal; los Separtistas de Zoar menguaron hacia la nada. Los Perfeccionistas de Oneida, notables en su época por practicar un poliamorío institucionalizado, cayeron en el escándalo y en las riñas internas, luego se reformaron como una compañía de platería, misma que dejó que sus miembros formaran sus propios grupos.

Pienso que erramos al tomar seriamente la utopía. El libro de Moro está lleno de guiños dirigidos al lector. El viajero que regresa del Nuevo Mundo con una historia sobre los Utópicos es llamado Raphael Hythlodaeus, cuyo apellido quiere decir “vendedor de sinsentidos” en griego; de hecho, la nomenclatura utópica no es nada más que una serie de juegos de palabras griegas. Como varios comentaristas lo han señalado, Moro era un ironista; y Utopia es una obra de ficción. Igualmente lo son la mayoría de los escritos utópicos, con la excepción de Fourier –aunque la metodología de Fourier es tan bizarra que en realidad es más fácil leerlo como escritor de ficción o como un paródico fuera de sus casillas. Esto se debe, como señala Louis Marin en su estudio Utopiques: Jeux d’espaces (1973), porque la utopía no es una idea sino un espacio. Sus dialécticas, como tales, se encuentran al servicio no de la verdad sino de la descripción.

En Utopia, así como en las “novelas” que descendieron de ella, New Atlantis de Bacon (1642), Erewhon de Samuel Butler (1872), Looking Backward 2000-1887 de Edward Bellamy (1888), News From Nowhere de William Morris (1890), y Walden Two de B.F. Skinner (1948), entre otras, la trama está prácticamente ausente. En cuanto a personajes, las figuras acartonadas que nos guían en los alrededores son igual de animadas que los robots de Mistery Science Theater 3000 y considerablemente menos encantadoras. Hythlodaeus, quien estuvo cinco años viviendo en Utopía, no nos introduce a ningún ciudadano de dicha nación, pero nos dice que la ciudad capital de Amaurote “sosteníase al lado de una baja colina, sus secciones en cuatro cuartos. En su extensión comienza un poco debajo de la cima de la colina, y continuaba por espacio de dos millas hasta llegar al río Anyder.” Esta es escritura de guía de viajero, o mejor dicho, es la escritura de un viajero que nos cuenta acerca de una ciudad que jamás visitaremos. ¿Qué nos podría importar que Amaurote está dividida en cuatro barrios, que sus calles son de veinte pies de ancho, que cada una de sus casas tienen dos puertas, una enfrente y la otra atrás? Y es lo mismo con Icaria, una ciudad circular donde las calles se desplazan (y de manera impráctica, según se ha señalado) en una rejilla rectangular:

Cada una tiene ocho rieles de hierro o piedra para acomodar cuatro coches, dos que van en una dirección y dos en otra. Las ruedas nunca saltan los rieles y los caballos no se salen de la parte media. Estas cuatro áreas son pavimentadas con piedra o guijarros, todas las otras líneas con ladrillo. Las ruedas no atraviesan ni barro ni polvo, los caballos prácticamente ninguno, los motores en las calles-vías ninguna.

Looking Backward no se entretiene con planeaciones urbanas, pero Bellamy se torna extático cuando habla sobre la mecánica de su sociedad futura imaginaria:

El sistema es ciertamente perfecto; por ejemplo, allá, en esa suerte de jaula, se encuentra el empleado de envíos. Las órdenes, conforme son tomadas por los distintos departamentos de la tienda, son enviados a él por transmisores. Sus asistentes los acomodan y encierran cada clase en una caja de transporte. El empleado de envíos tiene una docena de transmisores neumáticos frente a él, respondiendo a clases generales de bienes, cada uno comunicándose con el departamento correspondiente en el almacén.

En cada momento, el texto asombra con su exceso de practicidad. Nada ocurre en una utopía, pero se nos hace entender cómo todo podría ser, si sólo hubiera transportadores cruzando por las calles, tubos neumáticos escupiendo órdenes en los casilleros correspondientes. ¡Si tan sólo hubiera personas! Quizás PETOPIA era más utópica de lo que creí.

Esto es la utopía: una novela sin personajes, una guía para visitantes de una sociedad que no existe, una ironía que resuelve hasta los detalles más pequeños. Como alguien que estuvo años leyendo los reglamentos para juegos como Dungeons and Dragons, no soy ajeno a este tipo de escritura, o a su singular atractivo . Es el atractivo de una fantasía sin historia fantástica, del tablero de juego antes que el juego comience. Hythlodaeus y los otros narradores demarcan el espacio y enumeran las reglas por medio de las cuales la gente –o mejor dicho, las figuras semi-reales que representan a la gente en una utopía— se mueve. Ahí está la ciudad de Amaurote, sus casas, sus jardines. Ahí está el Bosque de Caramelo de Menta y el Pantano de Melaza. Si caes en ese cuadrito perderás un turno; caes en este y te conviertes en esclavo. La Utopía es un juego que se toma la ardua tarea de explicar porqué es tan controlador. ¿Y qué es un juego sino una serie de reglas?

Es una locura, pues, construir una utopía. Las utopías fueron hechas para ser jugadas. Los Situacionistas, un conjunto auto-desarticulado de vanguardistas franceses que surgieron a en la década de los sesenta, se acercaron mucho a entenderlo: propusieron una ciudad dividida acorde a una estrategia lúdica de atmósferas y sensaciones, las cuales tendrían un Barrio Bizarro, un Barrio Feliz, un Barrio Útil. Incluso habría un Barrio Siniestro, de difícil acceso, con una espantosa decoración (silbatos chirriantes, campanas de alarma, sirenas que aúllan intermitentemente, esculturas grotescas, móviles motorizados, llamados Auto Mobiles), y lo más pobremente iluminado por las noches, al igual que lo más cegadoramente iluminado durante el día, por medio de un uso intensivo de reflexiones.

Afortunadamente, nadie tendría que vivir ahí; los habitantes practicarían una suerte de vagabundeo sin sentido de un vecindario a otro, despertando nuevos deseos, nuevas repulsiones. “Mientras más se aparta un sitio para el juego libre,” afirmaban los Situacionistas, “más influye en el comportamiento de las personas, y mucho mayor es su fuerza de atracción.” Pero los Situacionistas tomaban el juego quizás demasiado en serio. Recuerdo un trabajo que tuve en San Francisco, codificando HTML para una compañía de publicidad en la red: debido a que el trabajo era “creativo,” la oficina tenía un Cuarto de la Diversión, repleto de almohadas de colores brillantes y una mesa de foosball. De vez en cuando se escuchaba un aviso, proveniente de las bocinas: “Todos los empleados, repórtense al Cuarto de la Diversión para una junta.” El Situacionismo, no obstante todas sus exigencias para un nuevo tipo de ciudad, contiene ese tipo de atmósfera en estado embrionario. Y efectivamente, cuando las revueltas en mayo del ’68 condujeron a los Situacionistas a una posición muy cercana al poder político, sus jugueteos se desplomaron hasta llegar a profundidades similares a las de un Cuarto de la Diversión. Olvídense del Barrio Feliz y del Barrio Útil, los comunicados Situacionistas de la Sorbona ocupada estaban igual de cargadas que cualquier cosa que Cabet pudo haber dicho en aquella larga marcha de Nauvoo a Saint Louis:

ABOLIR LA ALIENACIÓN
ABOLIR LA UNIVERSIDAD
LA HUMANIDAD NO SERÁ FELIZ HASTA QUE
EL ÚLTIMO BURÓCRATA SEA COLGADO
CON LAS TRIPAS DEL ÚLTIMO
CAPITALISTA
MUERTE A LOS POLICÍAS
LIBEREN TAMBIÉN A LOS CUATRO TIPOS
ACUSADOS
DURANTE LA REVUELTA DEL SEIS DE MAYO
POR SAQUEO

El humor de este último punto fue, sospecho, no intencional.

Los juegos interrumpen la vida, pero no la suspenden indefinidamente, ni tampoco están dentro de su poder suplantarla. Jugar a la utopía es aceptar su impermanencia. De hecho, esta parece ser la única condición bajo la cual la utopía se convierte en una verdadera posibilidad. En A Paradise Built in Hell (2009), la ensayista y activista Rebecca Solnit cita a Charles E. Fritz, un sociólogo que estudió el efecto de los desastres en las personas que los sobrevivieron:

Por lo tanto, mientras que las fuerzas naturales o humanas que crearon o precipitaron el desastre parecen hostiles y castigadoras, las personas que lo sobreviven se vuelven más amigables, empáticos y serviciales que lo que fueron en tiempos normales. La aproximación categórica hacia los seres humanos es frenada y la aproximación empática se amplifica. En este sentido, los desastres podrán ser un infierno físico, pero dan como resultado algo que –aunque temporal—puede considerarse como una utopía social.

Las inundaciones, los incendios y los terremotos suspenden el orden normal de las cosas y permiten que emerjan otras, en las cuales la valentía y la generosidad toman fuerza por encima del miedo y el interés personal. Solnit cataloga instancias de este fenómeno: los San franciscanos que abrieron cocinas comunitarias después del terremoto de 1906, los mexicanos que se movilizaron a raíz del terremoto en ciudad de México en 1985, para asegurar los derechos de los trabajadores y una mejor construcción de vivienda, los neoyorquinos que se organizaron espontáneamente para distribuir provisiones y construir monumentos conmemorativos después del 11 de septiembre. En ningún caso duró el nuevo orden, no obstante cada desastre dejó atrás una mejora, a veces en las instituciones de gobierno, a veces sólo en la memoria de los sobrevivientes. Solnit sostiene convincentemente que estas comunidades que nacen del desastre son ventanas para ver lo que podría ser la naturaleza humana si no fuera impedida por las estructuras de poder de nuestra sociedad, y concluye, “El desafío consiste en hacer algo al respecto, antes o más allá del desastre: reconocer y realizar estos deseos y estas posibilidades en tiempos ordinarios.” Dado que un desastre permanente es igualmente poco deseable que una revolución permanente, ¿qué hacemos? Aquí, pienso yo, es donde la idea de utopía como juego se vuelve útil.

Durante cinco o seis años, allá en la década de los noventa, asistí a Burning Man, el festival contracultural que se organiza cada verano en el desierto de Nevada. Desde un punto de vista anarquista, Burning Man es nebuloso: cobra por entrar (aunque nada está a la venta una vez que entras); tiene muchas reglas. Incluso tiene un plan de calle: los visitantes tienen que montar sus carpas en las “cuadras” de una ciudad que surge conforme las personas llegan y se instalan para definirla. Las calles son acomodadas en cubos y radios; un año las calles circulares fueron nombradas con los nombres de los planetas; las radiales con las horas del día, lo cual llevó a unas conversaciones interesantes. “¿Cómo le hago para llegar a Marte?”, “¿Estoy yendo hacia delante o hacia atrás en el tiempo?” Fue, en resumen, utópico. Entonces, como podría esperarse, también fue incómodo, desorientador, y en ocasiones tedioso. Tenías que llevar tu propia comida, agua y resguardo, era posible calcular mal tus necesidades y terminar en serios problemas. Estaba caliente y polvoriento durante el día, frío y polvoriento de noche. Si hubiera continuado indefinidamente, o incluso un día más, el festival hubiera sido insoportable. Pero no fue así. No estábamos formando un mundo, sólo jugábamos a tener uno, incluso si en ocasiones nuestro juego se parecía mucho al trabajo. Aun si creíamos, durante el tiempo que duró, en la realidad de nuestras extrañas confecciones de telaraña, fue un juego, una ciudad juguete construida en un desierto real. Y por esta razón, estar en Burning Man fue para mí una suerte de éxtasis –con e minúscula, debo señalar, aunque podías conseguir de ese otro tipo si estabas buscando.
Los juegos terminan. Incluso hasta Raphael Hythlodaeus abandonó Utopia y navegó rumbo a casa para contar su historia. Pero la situación con los juegos, especialmente aquellos con reglas bien definidas, es que pueden ser jugados nuevamente. La ficción utópica es la semilla desde la cual nacen nuevos juegos, cada uno un poco distinto al anterior. Incluso es posible que en el curso de varias partidas nos volvamos mejores para jugarlo. Quizá algún día seamos los grandes maestros. Entretanto, lo importante es que las reglas están ahí; con su promesa de repetición o renovación. Esta promesa es lo que hace soportable el final del juego, el momento en que las torres de la utopía se encogen detrás de ti, cuando se vuelven en no más que una línea de luces en el horizonte, no más que una memoria de algo que fue brevemente posible y, mientras duró, más divertido que cualquier otra cosa en el mundo.

Paul La Farge es autor de Haussmann, or the Distinction (Farrar, Straus & Giroux, 2001), una novela sobre planeación urbana en París durante la década de 1860.