Últimos
días en Juárez
En
el territorio donde se pierde la ficción.
Llegamos a la medianoche, después de diez horas de
traslado desde Caléxico, California. Atravesamos la aduana, enmudecida por la
noche, tenuemente iluminada y trastocada por un sereno que bien pudo ser humo.
Ciudad Juárez a las 12:30 a.m. está en silencio. Es más grande de lo que
imaginaba, limpia, brillante, de avenidas amplias y plazas grandes, con
monumentos y rotondas y muros con anuncios esperanzadores del gobernador en
turno. Se reiteran algunos estantes y letreros de comercios que encuentras en
cualquier otra ciudad fronteriza. Pero no había ni un alma en las calles. Fue
como si hubiésemos entrado a un pueblo fantasma. No. Fue como si hubiésemos
entrado a una ciudad escondida detrás de las ventanas. Temerosa. Como en
aquellas películas de vaqueros cuando los pistoleros maleantes llegaban a hacer
su desmadre (insértese imagen de anciano en cachorones y sombrero lelo
apuntando su escopeta desde la ventana.) Podía imaginar los ojos asomándose
entre las cortinas, a la espera de todo: un hijo, una balacera, la nieve, una
corretiza de automóviles, un asalto, un enfrentamiento, lo que sucede todos los
días.
Llegamos al primer semáforo. El hueco ronroneo de los
autos. Un indigente se acercó a la ventana. Caminaba como tullido, la mano
derecha agarrotada. Hizo señales y ademanes de pedigüeño, hice señales y
ademanes de no traer monedas. Zigzagueó entre los otros tres o cuatro carros
detenidos en el semáforo, y me dio la sensación de que fingía su condición
física. Se sentía actuada, pero nunca se sabe. En ningún caso se sabe con
certeza y en todos los casos se sospecha. Es como todo, es como esta ciudad
desolada, con sus locales cerrados y su gente compungida. La imaginación
traiciona en más medidas de las que uno puede prever y, por lo tanto, la acción
que tenemos de esta ciudad en nuestras cabezas los que no vivimos ahí es
demasiado espectacular como para creer su realidad una vez que estamos insertos
en ella. Así que no me creí el cuento del tullido, al que no quise leer más
allá de lo que cualquier indigente te ofrece, acepté su realidad como tal y
proseguí mi camino. No obstante, conforme pensaba en ese pequeño incidente,
mientras veía mis alrededores, el silencio, las calles vacías, la ausencia de
bullicio, la idea de que todos estaban escondidos en sus casas, refugiados,
muertos de miedo, muertos del alma en Ciudad Juárez, Chihuahua a principios del
siglo XXI, mientras hacía todos esos andamios intelectuales me di cuenta de
algo bien básico: normalmente no hay gente en cualquier calle de cualquier
ciudad, un domingo a la medianoche. Pero igual y sí. De modo que, por piedad,
por salud mental, decidí tampoco creerme el cuento que Ciudad Juárez vive una
suerte de estado de sitio, con dos frentes luchando una compleja batalla llena
de vericuetos internos y relatos escalofriantes. Porque, según yo, no puedo
creer algo que me llega como rumor, como mito, si al mismo tiempo observo el
campo de acción donde estas cosas suceden…y no sucede nada.
Es absurdo todo esto, lo sé.
Por otro lado: mientras nos dirigíamos a la casa donde nos
hospedamos, mientras observaba las luces tenues de la ciudad, sus semáforos que
pasan de verde a rojo sin que pase un solo carro, tiendas con luces apagadas,
la voz del anunciante de la estación de radio nos dice “Hay Pancho para todos,”
[1]
mientras descubría poco a poco lo que Cecy ya había descubierto hacía mucho
tiempo, en su infancia, cuando vivía en esta ciudad, mientras yo ingresaba a
esa realidad que los escaparates, encabezados y espectaculares del mundo
señalan como una de las ciudades más violentas del mundo, mientras sucede todo
eso al mismo tiempo, descubro también que entro a un terreno donde la ficción no
existe, o mejor dicho, donde la línea que divide a la ficción de la realidad se
nubla por completo. Aquí, en Juárez, nada es ficción. Aquí, en Juárez, todo es
realidad. Y ambas, ficción y realidad, se sienten a flor de piel. Es una
terrible paradoja.
Y también: no es simple retórica (que una ciudad como esta ya no
merece más retórica –periodística, editorialista, literaria—que la que se le ha
derramado en los últimos cinco años), ya que hay más peso de lo que se imaginan
en las últimas dos afirmaciones.
Nosotros venimos a Juárez de paso, ya que vamos a un poblado al
sur de Chihuahua a pasar el año nuevo. Nos dirigimos a una de esas colonias
clásicas de ciudad mediana –la colonia Nogales— para pasar la noche. Hacía
frío, no tanto como esperábamos, e igualmente las casas de la colonia nos
recibieron con esa mezcla de frialdad clasemediera y acogimiento familiar que
tanto se aspira en momentos de paz y descanso. Conforme buscábamos el domicilio
pude percatarme de los cercos, las mallas con púas en los muros, las casetas de
interfon con pantalla, cámaras de
vigilancia en los perímetros de las casas, cocheras oscuras, un poco de viento
helado, moreras y setos, muchos pinos delgados y grandísimos, trozos de
varillas de cohetes en las orillas de las calles. Entramos a la casa que nos
resguardó inmediatamente del frío. Fuimos recibidos con calidez y felicidad por
nuestros parientes, que no serán nombrados por respeto, pero también porque son
como cualquier pariente de Juárez, asustados, temerosos, imbuidos en la historia
negra de sus días y noches de violencia. Recién sentados en la sala, comenzaron
a contarnos el relato de sus días cotidianos. Conocemos las historias, las
escuchamos a diario: esposos secuestrados, asaltados, asesinados, hijos
perdidos, encontronazos en tiendas, antros, bares, restaurantes, descabezados,
destripados, calcinados, rociados en balas, tirados en fosas, orillas de
carreteras y en la cochera del vecino, cabezas en bolsas de plástico arrojadas
a la entrada de edificios institucionales (así como en las puertas de
iglesias), que era el hermano del amigo de mi cuñada, que era mi hijo o el
amigo de mi hijo al que buscaban, que era un vecino que llegó de repente a la
colonia y quién sabe cómo ni cuándo pero ahí estaba su cuerpo colgado en el patio
trasero con jardines cubiertos de buganvillas, que el otro día en el banco, que
anoche afuera de mi casa, que desde el mes de marzo, cifras diarias indicadas
como si cada juarense tuviera un asesinómetro en mano, persecuciones, relatos
de asaltos, personales y ajenos, testimonios que discurren con una suerte de
miedo y franqueza, a veces de hartazgo, mientras estás sentado en la sala y
apenas comprendes el aroma peculiar de la ciudad (todas las ciudades tienen sus
aromas; Juárez huele a hierba quemada, huele a nieve, a frío, a luces
navideñas, a vaho, a manos de velador que toma su Nescafé mientras escucha las
noticias del infierno en su pequeña grabadorcita). Esto es, conforme me hacía
una imagen de esta ciudad que apenas iba conociendo, tenía que enfrentarme a la
visión de sus pobladores, como una ciudad donde simplemente ya no se puede
vivir.
¿Qué se hace en una ciudad donde en su diario devenir predomina el
miedo, por encima de todas las cosas? Reconozco qué puede suceder en ciudades
donde ha predominado el caos, el hambre, el infortunio climático, la
intolerancia racial. Sin embargo, cuando es el miedo el que rige todas tus
acciones, la vida se vuelve una perpetua táctica en pos de la seguridad: cercos
más altos, electrificados, cámaras de vigilancia, cierre de cuadras en el
vecindario con puertas eléctricas, cuatro o cinco dispositivos distintos de
seguridad en tu carro, en tu recámara, ventanas enrejadas, armas debajo de la
cama, detrás de la puerta, mirillas, monitores y sistemas de comunicación interna
de recámara a recámara, el walkie talkie
puesto en la mesita de cama enseguida del angelito de porcelana, el Selecciones del Reader’s Digest circa
1984 y la canastita con popurrí de aroma navideño, el vecino nuevo al que
diriges una mirada esquiva, el otro un perpetuo sospechoso, cuando tienes a
flor de piel la sensación de que en cualquier momento te puede tocar, pero
igualmente no te toca nunca, pero no se sabe así que ni modo, hay que
mantenernos encerrados con candados en nuestras casas, hay que llamar
constantemente para averiguar dónde estamos, hay que buscar todas las medidas,
todas las tácticas posibles, para sentir un poco de paz. Porque eso otro que
sucede allá, cruzando la calle o escuchado desde la recámara, eso otro que le
sucedió a mi hermana, vecino o conocido incidental, eso me puede pasar a
mí.
Y podría sucederle a cualquiera. Allá afuera, en esa Ciudad Juárez
que sólo visité de pasada; una ciudad de inviernos grises con árboles que mudan
todas sus hojas y crean un espectro siniestro, rodeados por sitios
emblemáticos, comercios, plazas y changarros que dan cuenta de una comunidad
noble y pujante, de sonrisa amplia, sincera, puramente norteña y feliz y
orgullosa, una ciudad cuyo desarrollo económico, social, urbano y cultural es
eminentemente fronterizo, bilingüe y, por lo tanto, bipolar, con esa tendencia
que han tenido las ciudades de frontera, de haber crecido sustantivamente con
la llegada de las maquilas, que también trajeron una dinámica sociocultural
compleja y tensa, donde pervive una extraña combinación de ética protestante y
fervor católico, en esa Ciudad Juárez en la que, para el segundo día, sí pude
detectar unos cuantos camiones con soldados; que los autos grandes,
especialmente camionetas blancas con vidrios polarizados, no dejan de ser
advertidos con sospecha; que no sé si mi imaginación me traiciona, pero su
circunstancia está casi morbosamente en las cabezas de todos, que la gente está
harta, y no hay nadie ni nada en particular a quién culpar, que es una
violencia que ha ido en escala hasta llegar a situaciones extremas de
cotidianeidad. Pero también me he dado cuenta que la vida sigue, transcurre,
que cuando hay que trabajar hay que trabajar, y que también debe hacerse a un
lado toda lectura ajena a dicha realidad que no intente comprenderla como tal,
de manera que no seas traicionado por tus propias referencias mediáticas. De
manera que, cuando ves a una mujer pasar, no piensas en su posible
victimización, de manera que, si ves a un hombre con botas y lentes oscuros, no
pienses en su posible culpabilidad. Porque ninguno de ellos es víctima, ninguno
de ellos es culpable, y como todos, como cualquiera de nosotros, están aquí
para sobrevivir, en esta realidad compleja, caótica, violenta, mediada,
mediatizada, interconectada, sitiada por el resto del mundo.
[1] Me refiero a la estación de radio que veníamos escuchando, mejor
conocida como “PANCHO,” y que presenta un ramillete de canciones románticas
mexicanas de los setenta y ochenta. El contraste entre esta música y los
alrededores de Juárez por la noche es tierno y devastador al mismo tiempo.