21.12.07

Cuento de navidad.



Después de un mundo de rodeos, he llegado a la siguiente conclusión: ya no sé qué esperar de la navidad. No sé si debí esperar algo desde el principio, no sé si sobre la base de estas festividades debamos en realidad “esperar” algo. Probablemente tuvo que ver con la infatigable sensación de expectativa que se nos produjo desde niños (me refiero a los niños que viven el ritual navideño, ya que hay todo un mundo allá afuera, siempre visto por nosotros como extraño, que no celebra la navidad), y que venía recompensada en tiempos definidos (dependiendo de la tradición familiar, el 24 de diciembre antes de las doce o el 25 por la mañana; el conteo de fin de año, tan humano, tan demasiado humano y multitudinario, tan aparentemente solidario: es de los pocos momentos en los que nos sentimos parte de una raza humana obsesionada con el tiempo), y que venía acompañada de todo un mundo de expectativas de ser en los tiempos venideros (los sueños futuros de los regalos obsequiados; las resoluciones para el nuevo año) y que ahora, simplemente, se siente todo demasiado agotado.

No sé si sea porque ya no soy niño.

No sé si sea porque ya estoy completamente desilusionado. O sea porque la expectativa, ahora sí, llegó a su estado de fatiga. El caso es que ya no sé qué esperar de la navidad.

No sé. Hay cosas que ocurren en la vida que, pues…no es que desilusionen o nos hagan cínicos y que reduzcamos todo aquello que significa o representa este tipo de celebraciones a una suerte de periodo vacacional necesario aunque incómodo, sino que nos…humanizan de maneras distintas a las que prometen las fiestas decembrinas. Lo que sí es que estas fechas me traen muchos recuerdos.

Sobre todo recuerdo olores, sonidos, temperaturas…dormido debajo del árbol de navidad, simplemente para dejarme arrullar por el aroma de pino y el ronroneo casi inaudible de las lucecillas. La aglomeración de voces de familiares y amigos y vecinos que escuchaba de niño, durante unas horas acumulándose en la sala de mi casa, y cómo, mientras fui creciendo, mi propia voz se confundía en ellas, o los rituales personalísimos que formaron parte de mi familia desde un principio que reconozco vago e impreciso (no sé, por ejemplo, dónde se originó la receta de chícharos con crema y cebolla que, año con año, han preparado las mujeres de mi familia; tampoco sé cuándo comenzó la tradición de salir a la calle con maletas minutos después de llegado el año nuevo) y que a veces se modifican dependiendo de las personas que se han integrado al círculo familiar (algunos se van, otros vienen; recuerdo cuando nos visitaban tíos y vecinos; luego, pude ver cómo se fueron integrando los esposos de mis hermanas; luego, difusamente, cómo se fueron integrando mis sobrinas, luego mis sobrinos). Recuerdo cada uno de los regalos que recibí cuando niño, mayormente juguetes, dos que tres prendas de ropa que, debo agradecerlo, siempre eran utilizables (hay prendas de ropa que se obsequian en esta temporada y que, simplemente, jamás han sido usadas, por cientos y cientos de miles de personas alrededor del mundo), algunos artículos deportivos…recuerdo y recuerdo pero en realidad, conforme me dibujo en esos momentos, me pierdo al mismo tiempo. No veo el propósito…el sentido de la navidad.

No sé si me afectó lo que he vivido en el curso de los años. El sentirme completamente perdido y sin rumbo en las dos últimas celebraciones, ahí cuando comenzó esa carga de melancolía que me envuelve durante esta época. No sé si me afectó un accidente que tuve cuando joven, en año nuevo; no sé si fueron las navidades desangeladas que poco a poco hemos ido viviendo mi familia y yo, es como si nos hubiéramos cansado del ritual y el misticismo que se arraigaba en nuestros espíritus cuando llegaba el 24 de diciembre por la tarde y todos nos poníamos ropas incómodas para recibir a los tíos y a los primos y corretear entre las mesas mientras los adultos conversaban, envueltos en el fuego tenue de un calentador de gas.

Resulta que me fatiga la navidad. No debería de hacerlo.

Y es que creo que la vida sigue su rumbo sin necesidad de fechas emblemáticas. No me burlo ni miro sarcásticamente a quienes siguen teniendo esa sensación de bruma cosquillosa que producen tanto la Navidad como el Año Nuevo. En otros pueblos, en otras ciudades con mayor arraigo tradicional (menos protestante, más católico, más guadalupano), quizá estas fiestas son una verdadera experiencia de felicidad perpetua. Por otro lado, tampoco soy de los que se abruma y agobia porque la navidad se ha convertido en una oportunidad para que las grandes empresas hagan su diciembre y nos inculquen, al parecer este año desde octubre, a comprar todo lo que se nos ponga enfrente.

Porque finalmente, todos aprovechamos ese flujo de dinero que nos llega a fin de año; es como una reafirmación de que todo el sacrificio y sensación de trabajador explotado que sentimos durante el resto del año tiene una suerte de compensación. La vida se reduce a un aguinaldo. Es triste, pero no le veo mucho problema.

No somos los únicos que aprovechamos esta situación. Y creo que las experiencias que he tenido en los últimos años me han sensibilizado a ver diciembre desde una perspectiva distinta. Sí, ha perdido su “encanto”, quizás (y toda esta historia no ha sido más que la reflexión sobre ello), y la fatiga con la que emprendo el ritual festivo y la pérdida de expectativa siguen presentes. Pero eso no quiere decir que, en los silencios que produce la ciudad durante estas fechas (silencios distintos a los del verano, que son agudos, sonidos llenos de huecos y ronroneos de lucecillas adornando majestuosamente las casas) podemos encontrar algo mágico. Sobre todo historias, sobre todo pequeños momentos, escenas fugaces que se quedan grabadas con la misma consistencia del vaho que imprime nuestro aliento en las ventanas de nuestros carros.

Aunque me prometí no hablar al respecto, voy a tener que hacerlo. Más que nada, por una suerte de exorcismo: contar esta historia es una forma de reivindicar, de medir, de sopesar, todo este mundo de sentimientos encontrados que he explicado hasta ahora. Se trata de un encuentro que tuve el año pasado. Lo que pasa es que hace poco hubo un evento que me lo recordó.

Hace un par de semanas, manejaba en la noche rumbo a mi casa. Comenzaba el frío, así que traía los vidrios cerrados, y eso siempre me ayuda a producir la sensación de que vivo rodeado de una ciudad inexistente. Todo lo que está afuera se vuelve sospechoso, dudoso, fantasmal. Ese semáforo no es semáforo, esas luces que veo al interior de una casa no están encendidas, esa persona en la esquina que toca las ventanas de los autos y ofrece con su mano un gesto de necesitar comida no existe. No está ahí, sí está ahí. Sí se acerca a mi ventana para pedirme dinero.

Primero estaba en el carro de enfrente, tocó la ventana y se quedó esperando a que le abrieran; cuando el conductor por fin accedió, noté que esta persona se quedaba bastante rato, explicando no sé qué cosa al interior del carro, era como si le hablara al carro, porque yo no veía al conductor. Su perorata no tuvo el resultado deseado, así que se dirigió a mí. Busqué unas monedas perdidas en la guantera que jamás guarda guantes, abrí la ventana a la mitad (recuerden: para mí, desde esa perspectiva, el mundo afuera era sospechoso y lleno de fantasmas, y este tipo se veía fantasmal. No obstante, quería ayudarlo. Comenzaba a hacer frío afuera), y lo que siguió fue probablemente el intercambio más extraño que había tenido en mucho tiempo:

--Amigo, quisiera pedirle una ayuda para comprar algo de comida, fíjese que tengo mucha hambre y…

(le pasé una moneda de diez pesos)

--Muchas gracias, Dios se lo pague, de verdad…

El semáforo no se ponía en verde, sucedió uno de esos momentos incómodos, como cuando te encuentras a alguien en otro carro, lo saludas efusivamente, y luego cada quien sigue con su vida, viendo de reojo a la otra persona, y esta otra persona hace lo mismo, y todo es una especie de escena absurda de correspondencias y saludos reiterativos. Pero esta vez, la persona estaba en la calle, pidiendo unas monedas. Y esta persona parecía reconocerme.

La persona –joven adulto, chamarra azul percudida, con barba pero no muy poblada, aliento y porte de alcohólico—no se movió de lugar. Comenzó a sacarme plática. No sabía si fue mi generosidad –blah— lo que lo mantuvo ahí, definitivamente no fue una intención de aprovechar las circunstancias para cometer un crimen. Lo que sí es que ambos tuvimos un intercambio de miradas muy…significativo. Creo que pocas personas ven a los ojos a los indigentes. Yo sí lo hice. Probablemente eso produjo que él sintiera la seguridad que le ofrecía mi mirada. O era como si hubiéramos reconocido nuestras respectivas miradas.

El caso es que quiso platicar:

--Bieeeen. Entonces, ¿a dónde vas?

--A casa de mi novia

--Bieeen. ¿Con los amigos? ¿Una fiesta, unas chelas?, hay que cuidarse, no tomar mucho

--No, de hecho, voy a casa de mi nov…

--Bieeeeen. ¿A dónde vas?

--Voy a casa de…

--Hey…

--Dime

--¿A dónde vas?

-- Voy…

--¿Una fiesta? Heeeeeey….Bieeeen

Y afortunadamente –quizás—el semáforo se puso en verde. No obstante, justo cuando comenzó a avanzar el carro de enfrente, pude escuchar claramente que dijo, “pues yo sigo aquí, inventándome”. No le hice mucho caso a esa última declaración.

Y mo fue sino hasta el momento que me impulsó a escribir esto que recordé quién era esta persona.

Lo conocí el año pasado. Circunstancias similares. Aunque en realidad, no.

Venía, precisamente, de una fiesta. Digamos que andaba bastante “celebratorio”, eran las tres de la mañana y yo circulaba en mi carro la ciudad con los vidrios arriba y la música a todo volumen. Cantaba y bailaba ya no recuerdo qué canciones. No sé porqué sentía una enorme euforia en aquellos días, producidos por un terrible sentimiento de melancolía que se ha convertido, desde ese momento, en un terrible y furioso amor por la vida. Entre giros y vueltas y recorridos por las calles en la noche, me dieron ganas de orinar.

Comencé a buscar un lugar donde hacer del baño. Me detuve en un callejón vacío pero iluminado, dos que tres casas, de esas que se ven extrañas en los callejones, acompañadas de las espaldas de edificios, comercios distintos, la parte trasera de un banco. Cuando bajé del carro no se escuchaba más que el sonido lejano de sirenas. Me puse a orinar en una cortina de hierro, como queriendo rellenar el vacío con el chorreo de la orina, para despejar espectros o por lo menos para advertirles a los posibles perros de la zona de mi presencia. Justo antes de terminar, me llamó la atención el fondo de un terreno baldío.

Era un terreno amplio, en medio de una casa completamente oscura y la parte trasera de un cine abandonado. Al fondo del terreno se erigía, enorme, disperso, libertario, un pino salado. Al lado del pino había una extraña casilla hecha de cartón. Pude ver que del interior de la casilla se asomaban unas cuantas lucecillas de colores.

En reconocimiento de mi total y completa ausencia de precaución, ya no digamos de discreción, me dirigí hacia la casilla para ver su interior. Conforme me acercaba, pude darme cuenta que el aposento tenía más matices de los que se veían desde lejos.

Era una casilla de cartón, sí, pero de un tamaño considerable, podían caber varias personas de pie en ella, y en efecto, había varias personas adentro. Pude verlas desde una ventanita cortada con precisión en uno de los cartones. Eran un joven adulto y un par de niños, de unos diez años estos últimos. Estaban sentados en el suelo cubierto por una serie de cobijas San Marcos, reunidos al calor de las lucecillas.

Las lucecillas emanaban de un extrañamente confeccionado árbol de navidad. Se trataba de uno de esos árboles artificiales con ramas plateadas, sus barbillas casi ausentes, dejaban ver las varillas de las que estaban hechas. Los adornos eran una serie de esferas resquebrajadas, así como de serpentinas hechas con distintos tipos de envoltorios de dulces; los confeccionaron artesanalmente (me imagino que ellos, me imagino que el adulto que acompañaba a los niños), de manera que la envoltura de distintos tipos de Hershey’s Kisses –de colores, verde, rojo, dorado—iban formando hilillos que colgaban y rodeaban el árbol. En la punta, una muñeca Barbie con un percudido vestido de princesa. No sé de dónde sacaban la luz eléctrica, pero el árbol estaba iluminado con focos que posiblemente sacaron de una casa antigua, ya que se trataba de aquellos focos enormes que incluso se enroscaban en pequeñas rosetas, muy peligrosos, por cierto, ya que éstos fueron responsables de varios incendios en su tiempo; pero en este caso eran tan pocos que difícilmente pudieron haber ocasionado un daño.

El grupo ahí reunido se encontraba protegido no sólo por el joven, o por la luz tenue pero acogedora de ese remedo de pino navideño. También tenían un calentador eléctrico, de esos en forma de pequeña antena parabólica, de cuya disca surgía una fuerte luz anaranjada. Todo esto hacía que el interior tuviera un semblante espectral, anónimo, insólito, producto de mi imaginación embriagada por la fiesta de aquella noche. Sin sorpresa advirtieron que yo estaba ahí, viéndolos, y no tardaron mucho en invitarme adentro.

Lo hice sin pensar dos veces.

Además de todo el aparataje eléctrico que tenían, este grupo tenía en su casa un televisor, de esos pequeños televisores que tienen integrado una videocassetera. Creo que estaban a punto de ver una película, o algo así. Pero interrumpieron lo que probablemente era un ritual de supervivencia a la expectativa celebratoria de la navidad, para recibirme y dedicarme un tiempo para conversar. No puedo decir si esto que ellos hacían se trataba de una “tradición” que seguían desde quién sabe cuántos años, o si se trataba de una manera de mantener la tradición que vivimos los que no vivimos en esas circunstancias, a pesar de sus circunstancias. Me senté con ellos, cruzado de piernas, dejándome calentar por el calor descomunal que surgía de la parabólica ardiente.

El joven adulto me ofreció algo de tomar. A pesar de que tenía bastante alcohol en mis venas, accedí, esperando recibir una suerte de confección alcohólica a base de destilado de manera o algo así. Pero no. En realidad, se trataba de un buen vaso de rompope. Tenían una botella enorme, que compartían todos en vasitos de plástico que probablemente encontraron en el basurero de una cenaduría. Uno de los niños aclaró que la botella se la encontró en una bolsa de plástico, en el estacionamiento de un supermercado. Una persona debió olvidar meterla a la cajuela.

Haciendo a un lado la imagen turbadora frente a mí (que en esos momentos, no fue turbadora, sino... “familiar”) pude percatarme que tenían un par de horas sin decir ni una palabra. Creo que simplemente se regocijaban por el calor humano que los acompañaba, lo cual, finalmente, viene siendo el sentido preciso de este tipo de festividades. No había algarabía, no había sensación de posada, ni siquiera una alusión a que estuvieran reunidos como parte de la celebración religiosa sobre la que se sostiene la navidad. Estaban solos, pero acompañándose, no mostraban felicidad al hacerlo, sino simplemente un sentimiento de “estar”, de “ser”, en medio de un mundo que los tenía completamente relegados. Lo que no pudieron evitar fue que mi naturaleza parlanchina –y sobre todo por la euforia que me invadía en ese momento—prácticamente los obligara a entablar una conversación.

No les pregunté de dónde venían ni qué hacían, no iba ni a juzgar ni a presentar una postura de cualquier clase frente a ellos. No iba a hablar sobre cómo celebramos “los que sí tenemos” la navidad; no iba a hablar sobre la inmoralidad de este mundo que se olvida de aquellos que no tienen en estos días, no iba a comenzar una conversación que revelara la circunstancia en la que estaban. Así que les hablé de mis amigos, de la fiesta de donde venía, de lo hermosamente horrendo que era el pino salado allá afuera, de lo calientito que era la casilla, de lo rico del rompope; les hablé de mi, de que escribo, de que me gusta contar historias, de que algún día quería escribir cosas grandes para que la gente me leyera, y así sucesivamente.

No se mantuvieron en silencio, pero sí sólo acompañaban mi perorata con respuestas simples, un “aaaaaah”, o un “oooohhhhh” o un “órale”. Esto, claro, fue interrumpido en el momento que el joven dijo, “les voy a dar sus regalos”.

Lo que presencié a continuación no tiene nombre. Fue algo que aun trato de precisar en la memoria, ya que, por un lado, la bruma del alcohol me invadía (y no fue sino hasta este momento que recupero todo esto que les cuento), y por otro, es muy difícil describir no tanto una serie de hechos, sino una serie de sensaciones que me produjeron las imágenes que surgieron de esta experiencia. Lo que presencié a continuación quedará probablemente relegado a mi propia experiencia.

El joven adulto sacó una serie de objetos, todos ellos aparentemente confeccionados/encontrados por él. Refacciones de auto, un par de camisetas percudidas, unas plantillas de zapato con unos cordones enredados, un par de aquellos implementos que se usan para corregir las piernas de los que sufren polio, fotos polaroid aparentemente encontradas. Una vez que sacó todos los objetos, comenzó a contar una historia para cada uno. Sobre estas historias se sustentaba el valor de cada objeto, los cuales serían regalos que ambos niños compartirían.

En el caso de las refacciones de auto, el filtro de aire, una serie de cables, bujías, entre otros, el joven se dispuso a describir cómo todos estos provenían de una ciudad que los niños tendrían que construir; de los filtros, bujías y demás, debían construir la ciudad de sus sueños, ciudades futuristas, funcionales. En el caso de las camisetas percudidas, se trataba de un par de camisetas blancas que probablemente fueron usadas tantas veces por un mecánico que la esposa ya no pudo sacarles las manchas de aceite. Cuando el joven extendía la camiseta, le preguntaba a los niños, “¿Cuál es su luchador favorito?” A lo cual respondían “El Cibernético”, “Blue Demon”, y demás. Seguido de esto, lo que hizo fue señalar con su mano los contornos de manchas de aceite que se formaban en las camisetas, diciéndoles que ahí se encontraba la imagen de uno y de otro luchador; por lo tanto, ya tenían las camisetas con la imagen de sus superhéroes; luego, tomó los pies de cada uno de los niños para probar las plantillas, y al que le quedaron le dijo que esas serían sus sandalias para el verano; al otro, le regaló los implementos para las piernas y le dijo que ya tenía una parte del traje de un robot.

Conforme le iba haciendo los regalos, los niños tomaban los objetos y se ponían a jugar con ellos; comenzaron a erigir en una esquina una ciudad hecha de refacciones, los cables simulando esos puentes y ejes viales que ahora vemos en la ciudad; una batería era el edificio principal, las bujías eran pequeñas casitas; el niño que recibió el armatoste para las piernas se las puso y comenzó a simular que era un robot que caminaba por encima de la ciudad, diciendo en voz alta “Sooooy el monstruo cibernéticoooo…”. Obviamente, traía puesta su camiseta.

Cuando me sirvieron mi segundo vaso de rompope, y ya habiendo pasado un poco la celebración de los regalos, el joven dijo que era momento de ver la película. Pusieron la cinta en la video casetera y presionaron el botón de play. Al principio me desconcertó la opción de película, ya que se trataba de un documental. Yo esperaba una película navideña, o por lo menos, una de acción. Pero no, se trataba de un muy peculiar documental.

El documental, hecho en Estados Unidos –la película tenía subtítulos— trataba de una serie de entrevistas que le hicieron hace veinte años a un grupo de niños. En estas entrevistas, a todos les hacían la misma pregunta: “¿Qué quieres ser de grande?” A veces, después de la respuesta de los niños, que iban desde quiero ser bombero hasta quiero ser presidente de los Estados Unidos hasta quiero ser soldado, les hacían preguntas adicionales, como queriendo indagar de dónde provenían sus aficiones, sus sueños. Todos los niños eran de aproximadamente ocho años, algunos más pequeños. Era un documental simple, animado por las respuestas de los niños, sus gestos, así como por el casi amateur manejo de la cámara.

De pronto, mientras veíamos y escuchábamos a estos niños que nos hablaban de sus sueños –para este momento, literalmente, ya podía esperar yo cualquier cosa—, el joven se puso de pie. Un niño apareció en pantalla, los ojos brillantes, una sonrisa juguetona, traviesa. Cuando le preguntaron qué quería ser de grande, el niño dijo: “Quiero ser el hombre más rico y más feliz del mundo.” Inmediatamente después, el joven apaga la tele y se sale de la casilla. Antes de poder comprender qué fue lo que sucedió, los niños voltearon a verme y me dijeron, “ese niño era él.”
No tengo una idea clara, ni siquiera quiero imaginar, qué fue lo que pasó o hasta ese momento había pasado en la vida de ese niño que ahora era un joven viviendo en una ciudad fronteriza. Me invadieron las especulaciones en ese momento, y la euforia se mantuvo durante semanas, no obstante la bruma en la que viví esa experiencia. ¿Qué tipo de tragedia o destino erróneo pasó por esta persona que lo tenía ahí, rodeado de miseria, inventando con un par de niños abandonados una especie de fiesta navideña? Obviamente vivía en Estados Unidos, debido al origen del documental, por lo tanto, se trataba de un mexicoamericano perdido en nuestra ciudad, perdido por circunstancias o experiencias que ni siquiera puedo contemplar. ¿Quedó huérfano como estos niños? ¿Tiene algún padecimiento psicológico? No sé, no puedo decir nada al respecto. En ningún momento sentí algún gesto errático, extraño, violento o de cualquier índole, en el tiempo que estuve ahí. Sólo sé que estaba en una casilla de cartón, una noche cercana a la navidad, celebrando con un trío de pordioseros que se regalaron retazos urbanos con el afán de sobrevivir a la esperanza, y que todo esto fue elaborado y escenificado por un alma torturada.

El documental, pude enterarme después, fue hecho con el objeto de posteriormente volver a contactar a los niños, convertidos en adultos, para averiguar si se lograron o no sus sueños, qué rumbo tomaron sus aspiraciones, deseos, anhelos. Tuve oportunidad de ver el documental, meses después (es la ventaja de tener medios como google, que nos ayudan a rastrear este tipo de cosas). Es realmente conmovedor, ya que, en su mayoría, los sueños que manifestaron estos niños difícilmente se volvieron realidad. Pero lo que realmente me marcó fue lo que descubrí cuando vi el documental entero: aquel niño cuyo sueño era ser infinitamente rico y feliz jamás se localizó.

Y con el paso de los meses siguientes, tampoco yo volví a localizarlo. Pasaron tantas cosas durante este año que toda esta experiencia se convirtió en sueño. No fue sino hasta hace un par de semanas, cuando esta persona que me encontré en una esquina me pidió unas monedas e intercambiamos una conversación extraña, que pude encontrarlo de nuevo. Lo que me entristece es que, seguramente, si voy en busca de él, no volveré a encontrarlo.
Cuento de navidad.

Después de un mundo de rodeos, he llegado a la siguiente conclusión: ya no sé qué esperar de la navidad. No sé si debí esperar algo desde el principio, no sé si sobre la base de estas festividades debamos en realidad “esperar” algo. Probablemente tuvo que ver con la infatigable sensación de expectativa que se nos produjo desde niños (me refiero a los niños que viven el ritual navideño, ya que hay todo un mundo allá afuera, siempre visto por nosotros como extraño, que no celebra la navidad), y que venía recompensada en tiempos definidos (dependiendo de la tradición familiar, el 24 de diciembre antes de las doce o el 25 por la mañana; el conteo de fin de año, tan humano, tan demasiado humano y multitudinario, tan aparentemente solidario: es de los pocos momentos en los que nos sentimos parte de una raza humana obsesionada con el tiempo), y que venía acompañada de todo un mundo de expectativas de ser en los tiempos venideros (los sueños futuros de los regalos obsequiados; las resoluciones para el nuevo año) y que ahora, simplemente, se siente todo demasiado agotado.

No sé si sea porque ya no soy niño.

No sé si sea porque ya estoy completamente desilusionado. O sea porque la expectativa, ahora sí, llegó a su estado de fatiga. El caso es que ya no sé qué esperar de la navidad.

No sé. Hay cosas que ocurren en la vida que, pues…no es que desilusionen o nos hagan cínicos y que reduzcamos todo aquello que significa o representa este tipo de celebraciones a una suerte de periodo vacacional necesario aunque incómodo, sino que nos…humanizan de maneras distintas a las que prometen las fiestas decembrinas. Lo que sí es que estas fechas me traen muchos recuerdos.

Sobre todo recuerdo olores, sonidos, temperaturas…dormido debajo del árbol de navidad, simplemente para dejarme arrullar por el aroma de pino y el ronroneo casi inaudible de las lucecillas. La aglomeración de voces de familiares y amigos y vecinos que escuchaba de niño, durante unas horas acumulándose en la sala de mi casa, y cómo, mientras fui creciendo, mi propia voz se confundía en ellas, o los rituales personalísimos que formaron parte de mi familia desde un principio que reconozco vago e impreciso (no sé, por ejemplo, dónde se originó la receta de chícharos con crema y cebolla que, año con año, han preparado las mujeres de mi familia; tampoco sé cuándo comenzó la tradición de salir a la calle con maletas minutos después de llegado el año nuevo) y que a veces se modifican dependiendo de las personas que se han integrado al círculo familiar (algunos se van, otros vienen; recuerdo cuando nos visitaban tíos y vecinos; luego, pude ver cómo se fueron integrando los esposos de mis hermanas; luego, difusamente, cómo se fueron integrando mis sobrinas, luego mis sobrinos). Recuerdo cada uno de los regalos que recibí cuando niño, mayormente juguetes, dos que tres prendas de ropa que, debo agradecerlo, siempre eran utilizables (hay prendas de ropa que se obsequian en esta temporada y que, simplemente, jamás han sido usadas, por cientos y cientos de miles de personas alrededor del mundo), algunos artículos deportivos…recuerdo y recuerdo pero en realidad, conforme me dibujo en esos momentos, me pierdo al mismo tiempo. No veo el propósito…el sentido de la navidad.

No sé si me afectó lo que he vivido en el curso de los años. El sentirme completamente perdido y sin rumbo en las dos últimas celebraciones, ahí cuando comenzó esa carga de melancolía que me envuelve durante esta época. No sé si me afectó un accidente que tuve cuando joven, en año nuevo; no sé si fueron las navidades desangeladas que poco a poco hemos ido viviendo mi familia y yo, es como si nos hubiéramos cansado del ritual y el misticismo que se arraigaba en nuestros espíritus cuando llegaba el 24 de diciembre por la tarde y todos nos poníamos ropas incómodas para recibir a los tíos y a los primos y corretear entre las mesas mientras los adultos conversaban, envueltos en el fuego tenue de un calentador de gas.

Resulta que me fatiga la navidad. No debería de hacerlo.

Y es que creo que la vida sigue su rumbo sin necesidad de fechas emblemáticas. No me burlo ni miro sarcásticamente a quienes siguen teniendo esa sensación de bruma cosquillosa que producen tanto la Navidad como el Año Nuevo. En otros pueblos, en otras ciudades con mayor arraigo tradicional (menos protestante, más católico, más guadalupano), quizá estas fiestas son una verdadera experiencia de felicidad perpetua. Por otro lado, tampoco soy de los que se abruma y agobia porque la navidad se ha convertido en una oportunidad para que las grandes empresas hagan su diciembre y nos inculquen, al parecer este año desde octubre, a comprar todo lo que se nos ponga enfrente.

Porque finalmente, todos aprovechamos ese flujo de dinero que nos llega a fin de año; es como una reafirmación de que todo el sacrificio y sensación de trabajador explotado que sentimos durante el resto del año tiene una suerte de compensación. La vida se reduce a un aguinaldo. Es triste, pero no le veo mucho problema.

No somos los únicos que aprovechamos esta situación. Y creo que las experiencias que he tenido en los últimos años me han sensibilizado a ver diciembre desde una perspectiva distinta. Sí, ha perdido su “encanto”, quizás (y toda esta historia no ha sido más que la reflexión sobre ello), y la fatiga con la que emprendo el ritual festivo y la pérdida de expectativa siguen presentes. Pero eso no quiere decir que, en los silencios que produce la ciudad durante estas fechas (silencios distintos a los del verano, que son agudos, sonidos llenos de huecos y ronroneos de lucecillas adornando majestuosamente las casas) podemos encontrar algo mágico. Sobre todo historias, sobre todo pequeños momentos, escenas fugaces que se quedan grabadas con la misma consistencia del vaho que imprime nuestro aliento en las ventanas de nuestros carros.

Aunque me prometí no hablar al respecto, voy a tener que hacerlo. Más que nada, por una suerte de exorcismo: contar esta historia es una forma de reivindicar, de medir, de sopesar, todo este mundo de sentimientos encontrados que he explicado hasta ahora. Se trata de un encuentro que tuve el año pasado. Lo que pasa es que hace poco hubo un evento que me lo recordó.

Hace un par de semanas, manejaba en la noche rumbo a mi casa. Comenzaba el frío, así que traía los vidrios cerrados, y eso siempre me ayuda a producir la sensación de que vivo rodeado de una ciudad inexistente. Todo lo que está afuera se vuelve sospechoso, dudoso, fantasmal. Ese semáforo no es semáforo, esas luces que veo al interior de una casa no están encendidas, esa persona en la esquina que toca las ventanas de los autos y ofrece con su mano un gesto de necesitar comida no existe. No está ahí, sí está ahí. Sí se acerca a mi ventana para pedirme dinero.

Primero estaba en el carro de enfrente, tocó la ventana y se quedó esperando a que le abrieran; cuando el conductor por fin accedió, noté que esta persona se quedaba bastante rato, explicando no sé qué cosa al interior del carro, era como si le hablara al carro, porque yo no veía al conductor. Su perorata no tuvo el resultado deseado, así que se dirigió a mí. Busqué unas monedas perdidas en la guantera que jamás guarda guantes, abrí la ventana a la mitad (recuerden: para mí, desde esa perspectiva, el mundo afuera era sospechoso y lleno de fantasmas, y este tipo se veía fantasmal. No obstante, quería ayudarlo. Comenzaba a hacer frío afuera), y lo que siguió fue probablemente el intercambio más extraño que había tenido en mucho tiempo:

--Amigo, quisiera pedirle una ayuda para comprar algo de comida, fíjese que tengo mucha hambre y…

(le pasé una moneda de diez pesos)

--Muchas gracias, Dios se lo pague, de verdad…

El semáforo no se ponía en verde, sucedió uno de esos momentos incómodos, como cuando te encuentras a alguien en otro carro, lo saludas efusivamente, y luego cada quien sigue con su vida, viendo de reojo a la otra persona, y esta otra persona hace lo mismo, y todo es una especie de escena absurda de correspondencias y saludos reiterativos. Pero esta vez, la persona estaba en la calle, pidiendo unas monedas. Y esta persona parecía reconocerme.

La persona –joven adulto, chamarra azul percudida, con barba pero no muy poblada, aliento y porte de alcohólico—no se movió de lugar. Comenzó a sacarme plática. No sabía si fue mi generosidad –blah— lo que lo mantuvo ahí, definitivamente no fue una intención de aprovechar las circunstancias para cometer un crimen. Lo que sí es que ambos tuvimos un intercambio de miradas muy…significativo. Creo que pocas personas ven a los ojos a los indigentes. Yo sí lo hice. Probablemente eso produjo que él sintiera la seguridad que le ofrecía mi mirada. O era como si hubiéramos reconocido nuestras respectivas miradas.

El caso es que quiso platicar:

--Bieeeen. Entonces, ¿a dónde vas?

--A casa de mi novia

--Bieeen. ¿Con los amigos? ¿Una fiesta, unas chelas?, hay que cuidarse, no tomar mucho

--No, de hecho, voy a casa de mi nov…

--Bieeeeen. ¿A dónde vas?

--Voy a casa de…

--Hey…

--Dime

--¿A dónde vas?

-- Voy…

--¿Una fiesta? Heeeeeey….Bieeeen

Y afortunadamente –quizás—el semáforo se puso en verde. No obstante, justo cuando comenzó a avanzar el carro de enfrente, pude escuchar claramente que dijo, “pues yo sigo aquí, inventándome”. No le hice mucho caso a esa última declaración.

Y mo fue sino hasta el momento que me impulsó a escribir esto que recordé quién era esta persona.

Lo conocí el año pasado. Circunstancias similares. Aunque en realidad, no.

Venía, precisamente, de una fiesta. Digamos que andaba bastante “celebratorio”, eran las tres de la mañana y yo circulaba en mi carro la ciudad con los vidrios arriba y la música a todo volumen. Cantaba y bailaba ya no recuerdo qué canciones. No sé porqué sentía una enorme euforia en aquellos días, producidos por un terrible sentimiento de melancolía que se ha convertido, desde ese momento, en un terrible y furioso amor por la vida. Entre giros y vueltas y recorridos por las calles en la noche, me dieron ganas de orinar.

Comencé a buscar un lugar donde hacer del baño. Me detuve en un callejón vacío pero iluminado, dos que tres casas, de esas que se ven extrañas en los callejones, acompañadas de las espaldas de edificios, comercios distintos, la parte trasera de un banco. Cuando bajé del carro no se escuchaba más que el sonido lejano de sirenas. Me puse a orinar en una cortina de hierro, como queriendo rellenar el vacío con el chorreo de la orina, para despejar espectros o por lo menos para advertirles a los posibles perros de la zona de mi presencia. Justo antes de terminar, me llamó la atención el fondo de un terreno baldío.

Era un terreno amplio, en medio de una casa completamente oscura y la parte trasera de un cine abandonado. Al fondo del terreno se erigía, enorme, disperso, libertario, un pino salado. Al lado del pino había una extraña casilla hecha de cartón. Pude ver que del interior de la casilla se asomaban unas cuantas lucecillas de colores.

En reconocimiento de mi total y completa ausencia de precaución, ya no digamos de discreción, me dirigí hacia la casilla para ver su interior. Conforme me acercaba, pude darme cuenta que el aposento tenía más matices de los que se veían desde lejos.

Era una casilla de cartón, sí, pero de un tamaño considerable, podían caber varias personas de pie en ella, y en efecto, había varias personas adentro. Pude verlas desde una ventanita cortada con precisión en uno de los cartones. Eran un joven adulto y un par de niños, de unos diez años estos últimos. Estaban sentados en el suelo cubierto por una serie de cobijas San Marcos, reunidos al calor de las lucecillas.

Las lucecillas emanaban de un extrañamente confeccionado árbol de navidad. Se trataba de uno de esos árboles artificiales con ramas plateadas, sus barbillas casi ausentes, dejaban ver las varillas de las que estaban hechas. Los adornos eran una serie de esferas resquebrajadas, así como de serpentinas hechas con distintos tipos de envoltorios de dulces; los confeccionaron artesanalmente (me imagino que ellos, me imagino que el adulto que acompañaba a los niños), de manera que la envoltura de distintos tipos de Hershey’s Kisses –de colores, verde, rojo, dorado—iban formando hilillos que colgaban y rodeaban el árbol. En la punta, una muñeca Barbie con un percudido vestido de princesa. No sé de dónde sacaban la luz eléctrica, pero el árbol estaba iluminado con focos que posiblemente sacaron de una casa antigua, ya que se trataba de aquellos focos enormes que incluso se enroscaban en pequeñas rosetas, muy peligrosos, por cierto, ya que éstos fueron responsables de varios incendios en su tiempo; pero en este caso eran tan pocos que difícilmente pudieron haber ocasionado un daño.

El grupo ahí reunido se encontraba protegido no sólo por el joven, o por la luz tenue pero acogedora de ese remedo de pino navideño. También tenían un calentador eléctrico, de esos en forma de pequeña antena parabólica, de cuya disca surgía una fuerte luz anaranjada. Todo esto hacía que el interior tuviera un semblante espectral, anónimo, insólito, producto de mi imaginación embriagada por la fiesta de aquella noche. Sin sorpresa advirtieron que yo estaba ahí, viéndolos, y no tardaron mucho en invitarme adentro.

Lo hice sin pensar dos veces.

Además de todo el aparataje eléctrico que tenían, este grupo tenía en su casa un televisor, de esos pequeños televisores que tienen integrado una videocassetera. Creo que estaban a punto de ver una película, o algo así. Pero interrumpieron lo que probablemente era un ritual de supervivencia a la expectativa celebratoria de la navidad, para recibirme y dedicarme un tiempo para conversar. No puedo decir si esto que ellos hacían se trataba de una “tradición” que seguían desde quién sabe cuántos años, o si se trataba de una manera de mantener la tradición que vivimos los que no vivimos en esas circunstancias, a pesar de sus circunstancias. Me senté con ellos, cruzado de piernas, dejándome calentar por el calor descomunal que surgía de la parabólica ardiente.

El joven adulto me ofreció algo de tomar. A pesar de que tenía bastante alcohol en mis venas, accedí, esperando recibir una suerte de confección alcohólica a base de destilado de manera o algo así. Pero no. En realidad, se trataba de un buen vaso de rompope. Tenían una botella enorme, que compartían todos en vasitos de plástico que probablemente encontraron en el basurero de una cenaduría. Uno de los niños aclaró que la botella se la encontró en una bolsa de plástico, en el estacionamiento de un supermercado. Una persona debió olvidar meterla a la cajuela.

Haciendo a un lado la imagen turbadora frente a mí (que en esos momentos, no fue turbadora, sino... “familiar”) pude percatarme que tenían un par de horas sin decir ni una palabra. Creo que simplemente se regocijaban por el calor humano que los acompañaba, lo cual, finalmente, viene siendo el sentido preciso de este tipo de festividades. No había algarabía, no había sensación de posada, ni siquiera una alusión a que estuvieran reunidos como parte de la celebración religiosa sobre la que se sostiene la navidad. Estaban solos, pero acompañándose, no mostraban felicidad al hacerlo, sino simplemente un sentimiento de “estar”, de “ser”, en medio de un mundo que los tenía completamente relegados. Lo que no pudieron evitar fue que mi naturaleza parlanchina –y sobre todo por la euforia que me invadía en ese momento—prácticamente los obligara a entablar una conversación.

No les pregunté de dónde venían ni qué hacían, no iba ni a juzgar ni a presentar una postura de cualquier clase frente a ellos. No iba a hablar sobre cómo celebramos “los que sí tenemos” la navidad; no iba a hablar sobre la inmoralidad de este mundo que se olvida de aquellos que no tienen en estos días, no iba a comenzar una conversación que revelara la circunstancia en la que estaban. Así que les hablé de mis amigos, de la fiesta de donde venía, de lo hermosamente horrendo que era el pino salado allá afuera, de lo calientito que era la casilla, de lo rico del rompope; les hablé de mi, de que escribo, de que me gusta contar historias, de que algún día quería escribir cosas grandes para que la gente me leyera, y así sucesivamente.

No se mantuvieron en silencio, pero sí sólo acompañaban mi perorata con respuestas simples, un “aaaaaah”, o un “oooohhhhh” o un “órale”. Esto, claro, fue interrumpido en el momento que el joven dijo, “les voy a dar sus regalos”.

Lo que presencié a continuación no tiene nombre. Fue algo que aun trato de precisar en la memoria, ya que, por un lado, la bruma del alcohol me invadía (y no fue sino hasta este momento que recupero todo esto que les cuento), y por otro, es muy difícil describir no tanto una serie de hechos, sino una serie de sensaciones que me produjeron las imágenes que surgieron de esta experiencia. Lo que presencié a continuación quedará probablemente relegado a mi propia experiencia.

El joven adulto sacó una serie de objetos, todos ellos aparentemente confeccionados/encontrados por él. Refacciones de auto, un par de camisetas percudidas, unas plantillas de zapato con unos cordones enredados, un par de aquellos implementos que se usan para corregir las piernas de los que sufren polio, fotos polaroid aparentemente encontradas. Una vez que sacó todos los objetos, comenzó a contar una historia para cada uno. Sobre estas historias se sustentaba el valor de cada objeto, los cuales serían regalos que ambos niños compartirían.

En el caso de las refacciones de auto, el filtro de aire, una serie de cables, bujías, entre otros, el joven se dispuso a describir cómo todos estos provenían de una ciudad que los niños tendrían que construir; de los filtros, bujías y demás, debían construir la ciudad de sus sueños, ciudades futuristas, funcionales. En el caso de las camisetas percudidas, se trataba de un par de camisetas blancas que probablemente fueron usadas tantas veces por un mecánico que la esposa ya no pudo sacarles las manchas de aceite. Cuando el joven extendía la camiseta, le preguntaba a los niños, “¿Cuál es su luchador favorito?” A lo cual respondían “El Cibernético”, “Blue Demon”, y demás. Seguido de esto, lo que hizo fue señalar con su mano los contornos de manchas de aceite que se formaban en las camisetas, diciéndoles que ahí se encontraba la imagen de uno y de otro luchador; por lo tanto, ya tenían las camisetas con la imagen de sus superhéroes; luego, tomó los pies de cada uno de los niños para probar las plantillas, y al que le quedaron le dijo que esas serían sus sandalias para el verano; al otro, le regaló los implementos para las piernas y le dijo que ya tenía una parte del traje de un robot.

Conforme le iba haciendo los regalos, los niños tomaban los objetos y se ponían a jugar con ellos; comenzaron a erigir en una esquina una ciudad hecha de refacciones, los cables simulando esos puentes y ejes viales que ahora vemos en la ciudad; una batería era el edificio principal, las bujías eran pequeñas casitas; el niño que recibió el armatoste para las piernas se las puso y comenzó a simular que era un robot que caminaba por encima de la ciudad, diciendo en voz alta “Sooooy el monstruo cibernéticoooo…”. Obviamente, traía puesta su camiseta.

Cuando me sirvieron mi segundo vaso de rompope, y ya habiendo pasado un poco la celebración de los regalos, el joven dijo que era momento de ver la película. Pusieron la cinta en la video casetera y presionaron el botón de play. Al principio me desconcertó la opción de película, ya que se trataba de un documental. Yo esperaba una película navideña, o por lo menos, una de acción. Pero no, se trataba de un muy peculiar documental.

El documental, hecho en Estados Unidos –la película tenía subtítulos— trataba de una serie de entrevistas que le hicieron hace veinte años a un grupo de niños. En estas entrevistas, a todos les hacían la misma pregunta: “¿Qué quieres ser de grande?” A veces, después de la respuesta de los niños, que iban desde quiero ser bombero hasta quiero ser presidente de los Estados Unidos hasta quiero ser soldado, les hacían preguntas adicionales, como queriendo indagar de dónde provenían sus aficiones, sus sueños. Todos los niños eran de aproximadamente ocho años, algunos más pequeños. Era un documental simple, animado por las respuestas de los niños, sus gestos, así como por el casi amateur manejo de la cámara.

De pronto, mientras veíamos y escuchábamos a estos niños que nos hablaban de sus sueños –para este momento, literalmente, ya podía esperar yo cualquier cosa—, el joven se puso de pie. Un niño apareció en pantalla, los ojos brillantes, una sonrisa juguetona, traviesa. Cuando le preguntaron qué quería ser de grande, el niño dijo: “Quiero ser el hombre más rico y más feliz del mundo.” Inmediatamente después, el joven apaga la tele y se sale de la casilla. Antes de poder comprender qué fue lo que sucedió, los niños voltearon a verme y me dijeron, “ese niño era él.”
No tengo una idea clara, ni siquiera quiero imaginar, qué fue lo que pasó o hasta ese momento había pasado en la vida de ese niño que ahora era un joven viviendo en una ciudad fronteriza. Me invadieron las especulaciones en ese momento, y la euforia se mantuvo durante semanas, no obstante la bruma en la que viví esa experiencia. ¿Qué tipo de tragedia o destino erróneo pasó por esta persona que lo tenía ahí, rodeado de miseria, inventando con un par de niños abandonados una especie de fiesta navideña? Obviamente vivía en Estados Unidos, debido al origen del documental, por lo tanto, se trataba de un mexicoamericano perdido en nuestra ciudad, perdido por circunstancias o experiencias que ni siquiera puedo contemplar. ¿Quedó huérfano como estos niños? ¿Tiene algún padecimiento psicológico? No sé, no puedo decir nada al respecto. En ningún momento sentí algún gesto errático, extraño, violento o de cualquier índole, en el tiempo que estuve ahí. Sólo sé que estaba en una casilla de cartón, una noche cercana a la navidad, celebrando con un trío de pordioseros que se regalaron retazos urbanos con el afán de sobrevivir a la esperanza, y que todo esto fue elaborado y escenificado por un alma torturada.

El documental, pude enterarme después, fue hecho con el objeto de posteriormente volver a contactar a los niños, convertidos en adultos, para averiguar si se lograron o no sus sueños, qué rumbo tomaron sus aspiraciones, deseos, anhelos. Tuve oportunidad de ver el documental, meses después (es la ventaja de tener medios como google, que nos ayudan a rastrear este tipo de cosas). Es realmente conmovedor, ya que, en su mayoría, los sueños que manifestaron estos niños difícilmente se volvieron realidad. Pero lo que realmente me marcó fue lo que descubrí cuando vi el documental entero: aquel niño cuyo sueño era ser infinitamente rico y feliz jamás se localizó.

Y con el paso de los meses siguientes, tampoco yo volví a localizarlo. Pasaron tantas cosas durante este año que toda esta experiencia se convirtió en sueño. No fue sino hasta hace un par de semanas, cuando esta persona que me encontré en una esquina me pidió unas monedas e intercambiamos una conversación extraña, que pude encontrarlo de nuevo. Lo que me entristece es que, seguramente, si voy en busca de él, no volveré a encontrarlo.

11.12.07

Lee esto:
No puedo hacerlo más que en este momento. Ninguno otro, ninguno otro en ningún momento podré escribir lo que en este momento escribo. Es sólo pasajero, entonces, no el sentimiento sino la manera cómo se despliega el mismo en palabras, mismas que surgen como memoria inmediata en una hoja inmediata en una hoja de “papel.”

Me encuentro en medio de las cosas que simplemente suceden. Me encuentro rodeado de vida. Soy tan pasajero y tan presente, tan eterno y tan efímero, y la vida es tan frágil, que la composición de las cosas pudo haber sido otra. Es sólo cuestión de tiempos y movimientos. No sabemos de qué sabores y presencias están compuestas las cosas que nos ocurren. Terribles accidentes felices. Ayer me encontré a una persona que pedía dinero, segundos después, no me la pude haber encontrado. Puede que se hubiera entretenido con otro carro y el semáforo en verde y ya no pudimos tener contacto. Lo mismo sucede con las sonrisas, con las conversaciones encontradas cuando atraviesas el corredor de un bar restaurant y de pronto las palabras pueblan un espacio reducido donde todo tiene un sentido frágil, como las copas con agua que ponen en los restaurantes caros, las que llevan una rodaja de limón que flota. Pudo haber sido otra rodaja de limón la que ves. La del tercer limón cortado de la noche. Pudo él pudo ella haber tomado un trago de la copa, pudiste no haber visto la rodaja de limón. Pudiste haberte distraído y es por eso que la rodaja y luego el centelleo de luz y luego el escuchar una voz pasajera en ese sitio sin sitio que de pronto dice “Ya no puedo más”, y cuando menos te das cuenta…ahí está. El arma desenfundada, y corres hacia donde haya protección. No más. Tu brazo está sangrando…

Me encontré en un bote de basura este texto, no tengo la menor idea quién lo escribió o en qué circunstancias lo hizo; si se trataba de una meditación sobre eventos pasados o simplemente un ejercicio de ficción. Deliberadamente críptico y lleno de vacíos. Podría descifrarlo noche y día. Podría no hacerlo. Pude no haberme asomado a ese bote de basura, pudo no haberme llamado la atención el manuscrito apresurado y a la vez meditado de quien escribió ese texto. No sé de quién es. Pudo haber sido mío.

6.12.07

El siguiente texto fue leído en una conferencia presentada el pasado viernes 30 de diciembre en el teatro universitario de la UABC Tijuana, relativa a la Bienal Universitaria de Arte Contemporáneo. Disculpen la extensión, pero quisiera mantener el texto completo.
¿Cómo pensar la contemporaneidad en el arte?
Me pregunto si Marcel Duchamp podría sobrevivir ante las exigencias cada vez más estrepitosas y engañosas del mundo del arte actual. Me pregunto si podría sobrevivir, por ejemplo, a un estudio de licenciatura en artes. ¿Cómo sería Marcel Duchamp de estudiante? ¿Qué tipo de vicisitudes tendría que atravesar para poder generar una propuesta igualmente lúcida y profunda como la que produjo en su contexto? ¿Cómo fue su contexto? ¿Qué vicisitudes atravesó él en aquel entonces, que lo dirigieron a los planteamientos que le brindan orden y rendimiento a sus obras?
Duchamp es hijo de la modernidad, o mejor dicho, del orden modernista de pensamiento, aquel en el cual primaban categorías de un pensamiento absoluto, unitario, cartesiano, fincado artísticamente en la autonomía y los límites de la representación. Su formación no era precisamente académica (digo, él no gozó del privilegio de ser llamado “Lic. Duchamp”), pero sí privilegiada: nacido en una familia de pensamiento libertario y progresista, tuvo una educación donde primaba el elemento reflexivo de análisis en torno al conocimiento. Duchamp nombra en entrevistas aquellos acercamientos que le ayudaron a conformar su peculiar visión contestataria del fenómeno artístico. Una lectura perpetua de Mallarmé, una lectura formadora de filósofos como Henri Bergson, de teóricos como Henri Poincaré, de escritores marginales y outsiders como Raymond Roussel, acercamientos a la psicología, a la física, a las matemáticas, conformaron una suerte de renaissance man que, como ejercicio de integración orgánica de todos los conocimientos, es el tipo de modelos que generaba el programa modernista, pero paradójicamente, también le dieron las herramientas para cuestionar dicho orden. Así como se sirvió de aquellos elementos formadores que pervivían dentro del esquema modernista, también los utilizó como herramientas para desmantelarlo.
Se cita primordialmente a Duchamp como el propulsor de la contemporaneidad en el arte. Veamos que nos dice sobre el tema esa enciclopedia de conocimiento compartido y esquizofrénicamente anti-riguroso llamado Wikipedia:


El arte contemporáneo se suele definir como el arte elaborado después de la Segunda Guerra Mundial. Los museos de arte denominan arte contemporáneo a las colecciones de este periodo.

En sentido amplio, el arte contemporáneo es el hacer artístico que se desarrolla en nuestra época. En el caso del arte contemporáneo, se desarrolla desde la teoría postestructuralista la cual ha acuñado el término "postmoderno", ya que desde esa teoría se vislumbra la imposibilidad de seguir creando desde los preceptos de la originalidad y la novedad (elementos propios de la modernidad); en lugar de ello se apunta a elementos como reinterpretaciones, resignificaciones y el giro lingüistico con el fin de ampliar el concepto de arte y establecerlo como un acto comunicativo.

Este tipo de prácticas se inician desde la obra de Marcel Duchamp (fuente 1917) y sus cuestionamientos de la institución del arte. Pero este pensamiento se comienza a ampliar y a tomar seriamente desde la década de los setenta hasta nuestros días con el redescubrimiento de la obra de Duchamp y de los Dadaistas de principios del siglo XX a manos de artistas como Robert Rauschemberg, teóricos como Rosalind Krauss y toda la escuela postestructuralista, que pusieron este pensamiento dentro del main stream internacional.

Huelga decir que Duchamp se hubiera reído de lo lindo ante todas estas aseveraciones.
Pero vuelvo a una de las preguntas iniciales: ¿Podría sobrevivir Duchamp a un estudio académico de las artes? Veamos cómo es el esquema actual de conformación de conocimiento sobre la materia.
Duchamp tendría que conformar su visión a partir de lecturas desarticuladas de una infinidad de fuentes de conocimiento; se vería interpelado por diversas, incompatibles y contradictorias interpretaciones sobre la práctica artística, sobre el mundo del arte, sobre el modernismo versus el postmodernismo, sobre el papel que él jugaría en el mundo actual del arte ( ¿será un artista, lo que sea que eso signifique actualmente? ¿llegará a tener perfil de maestro? ¿de investigador? ¿será uno de esos estudiantes completamente embebidos en teorías y postulaciones filosóficas, pero sin una sola propuesta que surja de dichas indagatorias? ¿será el compañero que sobrevive ante la autoproclama de ser un “artista” entre comillas?). Su acercamiento a manifestaciones artísticas provendrían de una infinidad de páginas de Internet, de antologías apresuradas sobre arte conceptual, de libritos con títulos como ARTE DEL SIGLO XX, o LAS MEJORES OBRAS DE ARTE DE TODOS LOS TIEMPOS, y sólo de unas cuantas exposiciones de obras mayores que suceden en las grandes ciudades (aquí en Baja California, como no tenemos ni al Munal ni al Museo de Arte Moderno ni a la Colección Jumex, acudimos al otro lado de la frontera para recibir una suerte de “formación”); estaría completamente abrumado ante la cantidad de obras, ante el oleaje de información, ante la infinidad de propuestas, mismas que tendría que sintetizar lo mejor posible para afirmar que tiene un conocimiento por lo menos pormenorizado de las épocas en el arte, así como de las nuevas tendencias. Desde el lado arte-histórico, el renacimiento, el barroco, el gótico, el neoclasicismo, el romanticismo, serán para él o ella como una nebulosa de propiedades estilísticas que lo enmudecen y lo mantienen paralizado, ya que no tendría la menor idea qué hacer con todo ese conocimiento; del lado de las nuevas tendencias, sucedería lo mismo, pero aunado a una sensación de carencia de sustento de valoración que le permitan distinguir las cualidades de una u otra propuesta. De este modo, el conceptualismo de una artista rusa que consista en una serie de mensajes de textos con instrucciones para obras artísticas, enviados desde Moscú hasta Lima, Perú, tendrían el mismo sustento de perpetua duda que el conceptualismo de un artista que produce “auras” al interior de una colección de calcetines sucios, colgados todos en un tendedero en medio de una sala de exposición. Asimismo, sus lecturas de estética, de escuelas filosóficas, de teoría del arte, de fundamentos críticos sobre la contemporaneidad, provendrán de unas cuantas lecturas fragmentadas de los principales postulados de pensadores franceses, o de las proclamas sumamente retóricas de unos cuantos maestros que hacen lo mejor posible por dilucidar sobre aquello casi imposible de dilucidar: ¿cómo es la naturaleza de nuestra realidad estética? Pero jamás podrá afianzarse a una u otra visión. Bajo este esquema, para él o ella sería lo mismo pensar en la estética de Hegel que en la de Heidegger, Hal Foster le diría lo mismo que Arthur C. Danto, Deleuze tendría frases jugosas que pueden ponerse en los fundamentos teóricos de una colectiva en exposición, y todo esto puede convertirlo en un cínico adorador del espectáculo y las luces de los reflectores, o en una de esas raras especies que combinan un romanticismo empedernido a la Rimbaud, con una actitud completamente desilusionada y sospechosa con respecto a la práctica artística. Decide que el arte ha perdido su sustancia espiritual y se dirige a alguna de las playas de Baja California a pintar cuadros para turistas, en sus ratos libres pintando remedos de expresionismo abstracto o figurativos, en aras de mantener vivo “el arte auténtico”.
Como podemos ver, en este contexto. Duchamp sería un monstruo de “N” cabezas, un amalgama y parchado de ideas, concepciones, aproximaciones, y posturas jamás ideologizadas sobre el fenómeno artístico. En el mejor de los casos, ante esa realidad, saldría huyendo y, si aun tiene fe en el acto renovador y revelador que posee el fenómeno artístico, tomaría todo lo que se encuentra a su paso y se encerraría en un cubículo, para seguir una noble pero completamente oscura carrera académica. Sus libros dirían cosas interesantes que sólo personas exactamente como él, encerrados en sus respectivos cubículos, comentarían en una de esas conferencias que organizan las escuelas de arte para sacar a pasear un poco a sus académicos. Para que se oreen, pues. Porque fue triste que su visión posiblemente duchampiana quedara completamente obnubilada por un mundo del arte sumamente complejo y lleno de cortinas de humo.
Pero también lleno de posibilidades.
La panorámica que acabo de presentar, aun cuando nos ofrece una visión desalentadora, no toma en cuenta algo incontestable: el arte goza de una salud desmedida, a raíz de que las propuestas abiertas por la contemporaneidad ofrecida por figuras como Duchamp, establece un marco de acciones y manifestaciones artísticas de muy diversa raigambre, de riquezas enormes acompañadas de ejercicios pedestres, de propuestas renovadoras acompañadas de visiones tradicionalistas, y en general, de manifestaciones artísticas que, aun a pesar de las quejas, siempre encuentran un sitio donde sobrevivir. Esto es, a pesar de un diagnóstico crítico que nos presente una visión confusa y obtusa del campo artístico.
En este contexto, el panorama de confusiones del arte en la contemporaneidad, debe acudir siempre a un cuestionamiento sobre su naturaleza, su rumbo, y las posibilidades que emergen de ello. Como los señalamientos en las carreteras, la confusión de los rumbos se aclara con los sentidos que podemos encontrar en el camino. Es quizá innegable la situación que planteo, usando la figura emblemática de la contemporaneidad en el arte como signo para dilucidar sobre los tiempos que le toca vivir a un artista en la actualidad. No obstante, también es innegable que la producción artística posee una vitalidad enorme, y una capacidad de alcance y de lecturas que probablemente no veremos sus raíces profundas hasta dentro de unos cincuenta años. Pero ante el diagnóstico previo, es necesario que esfuerzos como el planteado por la Bienal Universitaria de Arte Contemporáneo surjan para establecer, de la mejor manera posible, un sentido determinado, una suerte de indicación sobre el sitio en el que se encuentra la práctica artística de un lugar determinado, en este caso, Baja California.
El espíritu desde el cual nació la idea de esta Bienal, surgió de la necesidad de preguntarse, “¿Cómo entiende la contemporaneidad en el arte un artista bajacaliforniano?” Es una pregunta abierta cuyas respuestas, si bien no son definitivas (¿y qué es definitivo en un mundo como el que planteo anteriormente?) por lo menos sí invitan a la discusión, a ver con la mirada de un observador partícipe y al mismo tiempo pasivo, lo que producen los artistas en nuestro estado, y al mismo tiempo, cuáles de sus propuestas entran dentro del marco de “lo contemporáneo” en el arte. ¿Qué es lo contemporáneo en el arte?” La respuesta seductora y al mismo tiempo enfurecedora es: lo que tú quieras que sea. Sin embargo, no por ello deja de ser necesario tomar las posibles propuestas de raíz duchampiana que nacen de la práctica artística estatal y ponerlas bajo el esquema de la definición, de un marco que nos otorgue una posible respuesta.
Las obras seleccionadas en la Bienal, en este sentido, son usadas para presentar una idea, que surge de las resoluciones de aquellos que fungieron como jurado, sobre la contemporaneidad en el arte de Baja California. Es un ejercicio propositito, no una declaratoria de principios. Pero ahí no termina la cosa. Una vez seleccionadas, es parte de la labor de quienes acudimos a observar las piezas, identificar a cada una como una respuesta a la pregunta central. Esto es, la idea no es llegar a la conclusión de que un Ismael Castro o una Ingrid Hernández fueron “seleccionados” por una Bienal, cruzándonos de brazos y quejándonos por la naturaleza legitimadora de estos espacios de exhibición. La idea es apreciar las piezas para poder hacernos la siguiente pregunta: “¿Por qué esta, aquella y aquella obra fueron identificadas como contemporáneas? ¿Qué elementos, de orden conceptual, técnico y temático, poseen estas piezas, como para que sean identificadas como tales? ¿a partir de qué planteamientos, tendencias u órdenes estéticos podemos identificar estas obras como contemporáneas? ¿Sobrevivirían en Bienales internacionales? ¿Las entenderían en Polonia, en Rusia, en el D.F.?”
La selección de las obras que formaron parte de la Bienal Universitaria de Arte Contemporáneo, tienen la sana intención de otorgar por lo menos un sentido posible, ante una panorámica de la contemporaneidad en el arte que siempre se nos presenta como confusa, caótica, desarticulada. Su lectura no es definitiva, totalizante, absoluta. Es una aproximación a lo que podemos identificar como propuestas que nacen de nuestro entorno y que plantean una idea sobre contemporaneidad. No es un señalamiento que nos indica cuál es el camino a seguir, es un simplemente señalamiento que nos dice que hay un camino. Esto no es privativo de nuestro estado: el cuestionamiento, como muchos otros que se hacen alrededor de las bienales en el mundo, es un ejercicio que busca un sentido ante la apariencia de sinsentido que pervive en el arte contemporáneo.
La lectura de una obra de arte contemporánea debe servirse, antes que nada, de una toma de decisión. Decisión de apertura ante un fenómeno que se nos presenta como fenómeno estético. El camino no es decir SÍ, simplemente porque es una obra que se apega a nuestro propio orden conceptual sobre el fenómeno artístico; por otro lado, el camino tampoco es decir NO, porque la obra dista de ser apreciable en términos estéticos tradicionales o arte-históricos. El camino indicado es uno en el cual se vive la experiencia misma de observar algo que se nos presenta como obra de arte. Un ejercicio intuitivo, desinteresado, un ejercicio donde nos deshacemos del SI y del NO y simplemente nos preguntamos, “¿Qué es?” “¿Qué cualidades tiene?” “¿Qué significados puedo sustraer YO de esto que veo y que se me presenta como obra de arte?”
Todo ejercicio descalificador sería simplemente un ejercicio que no permite el carácter lúdico y enriquecedor que posee una obra contemporánea. Un ejercicio que Duchamp ejercería sin duda alguna, ya que estoy seguro que, de estar entre nosotros, ya se hubiera salido de la sala.

4.12.07

PATAFÍSICA

Ubu, el estado caricaturesco y gaseoso, el intestino bajo y el esplendor del vacío. Porque aquí, todo es estuco y falso…incluso un árbol hecho de madera –y este farol intenso que facilita el levantamiento de la masa del fenómeno—nada previene que esta catabase en torno al estuco y lo falso y el bla bla comenzó mucho antes de la forma que los supuestos objetos verdaderos han adquirido hoy en día…y que todo, antes de nacer, se encontraba en estado canceroso e imaginario –sólo puede nacer en el estado canceroso e imaginario—lo cual no previene que las cosas sean menos falsas de lo que pensamos—esto es decir…

La Patafísica es la mayor tentación del espíritu. El horror del ridículo y la necesidad nos llevan a un enorme encaprichamiento, la enorme flatulencia de Ubu.

El espíritu patafísico es el clavo en el neumático –el mundo, una boca de lobo (lupo vesce). La gidouille también es un globo aerostático, una nebulosa o incluso una perfecta esfera de conocimiento –la esfera intestinal del sol. No hay nada que pueda quitársele a la muerte. ¿Un neumático se muere? Otorga su alma neumática. La flatulencia se encuentra en el origen del aliento.

La idea es hacer que se devuelva a sí misma, es de este modo que la realidad es demolida. En la opinioneidad de Ubu, nuestra voluntad, importancia, fe, todas las cosas que son llevadas al paroxismo donde percibimos con suma naturalidad que están hechas de alientos de nuestra flatulencia, desde la carne con la que hacemos velas y cenizas, de huesos con los cuales hacemos falsos marfiles y falsos universos. No es ridículo. Es una inflación, el brusco paso a un espacio vacío, el cual es el pensamiento de nadie, porque no existe un pensamiento patafísico, sólo hay un ácido patafísico que amarga y se embadurna como leche, hinchada como víctima ahogándose et deflagrer, como una trufa verdusca azulosa de los cerebros de Palotin. Patafísica: filosofía del estado gaseoso. Sólo puede definirse en un lenguaje nuevo y desconocido porque es demasiado obvio: una tautología. Mejor: sólo puede definirse bajo sus propios términos, por lo tanto: no existe. Se da vueltas y vueltas y repite la misma mediocre incongruencia, sonriendo estúpidamente, desde girolles y sueños decaídos.

Las reglas del juego patafísico son mucho más ruines que cualquier otra. Es un narcisismo de muerte, una excentricidad mortal. El mundo es una protuberancia inane, una puñeta vacía, un delirio de estuco y cartón. Pero Artaud, quien piensa como tal, piensa que de este sexo blandido de nada un día podrá florecer un verdadero esperma, sólo de una existencia caricaturesca puede surgir un teatro de la crueldad, esto es decir, una virulencia real. Mientras que la patafísica, sin embargo, no cree en el órgano sexual, o el teatro. Existe la fachada, y nada más. La ventrilocuidad de la vejiga y las linternas es absoluta. Todas las cosas son caprichosas, imaginarias, un edema, carne silvestre, une neine. Ni siquiera hay maneras para nacer o para morirse. Esto está reservado para la roca, la carne, la sangre, para todo lo que tiene peso. Ahora, para la Patafísica, todos los fenómenos son absolutamente gaseosos. Incluso el reconocimiento de este estado, incluso el conocimiento de la flatulencia y la pureza, y el coito, porque nada es serio…y la conciencia de este conciencia, etc. Sin meta, sin alma, sin enunciados, y en sí mismo siendo imaginario, pero no obstante necesario, la paradoja patafísica es la de morir, simplemente. Si cuando Artaud, empujado hasta los límites por el vacío renovado frente y a su alrededor, no se mató a sí mismo, es porque él creía en una encarnación, en alguna parte, en un nacimiento, en una sexualidad, en un drama. La totalidad en un caballete de crueldad, ya que la realidad no podría recibirla ahí, había un juego de por medio, y la esperanza de Artaud es inmensa. Los confines de la vejiga tenían el aroma de una linterna china. Ubu mismo, voló todas las linternas con su enorme flatulencia. Y lo que es más, fue convincente. Convenció a todo mundo de la nada y de la constipación. Nos comprueba que somos una complicación intestinal del amo y de las extremidades, que cuando él hubo echado un flato, la noción de realidad se nos presenta por una cierta concentración abdominal del viento que aun no ha sido liberado. Los dioses y las mañanas que cantan son generados por este gas obsceno, acumulado desde que el mundo es mundo y desde que el Ubu piramidal nos digiere antes de expulsarnos patafísicamente hacia el vacío, oscurecidos por el olor del flato refrigerado, el cual sería el fin del mundo y de todos los mundos posibles.

El humor de esta historia es más cruel que el de Artaud, quien es simplemente un idealista. Por encima de todo, él es imposible. Comprueba lo imposible de pensar patafísicamente sin matarte a ti mismo. Él es, si nos permitimos decirlo, el rayo de un gidouille esférico desconocido, cuyos únicos límites son la imbecilidad de la esfera, pero quien se vuelve infinito como el humor una vez que explota. De esta explosión de los Palotinos surge el humor, de la manera ingenua y zalamera para regresar a la naturaleza bajo la forma de los flatos, quienes se creen a sí mismos como seres bastante concientes, y no sólo gas, y ofrecen la chispa de un humor inconmensurable que brillará hasta el fin del mundo –la explosión del mismo Ubu. De ahí que la patafísica es imposible. ¿Debe uno matarse para comprobarla? Efectivamente, dado que no es seria. Pero es exactamente esto lo que le otorga su seriedad. Finalmente, exaltar la Patafísica es ser un patafísico sin saberlo, lo cual es lo que todos somos. Porque el humor quiere al humor con respecto al humor, etc. La Patafísica es ciencia…

Artaud es el perfecto contraste. Artaud quiere la revalorización de la creación y quiere colocarla en el mundo. Se raja como Soutine de su podrida carne, una imagen, ya no una idea. Cree que al penetrar el absceso de la brujería se derramará un montón de pus, pero por dios, sangre real, y cuando el mundo entero será pantelant, como la vaca de Soutine, el dramaturgo será capaz de continuar, desde nuestros huesos, preparando un serio festín donde ya no habrá más espectadores. Por el contrario, la Patafísica es exsangue y no se moja, evolucionando en un universo de parodia, siendo la reabsorción misma del espíritu, sin un rastro de sangre. Y además, todos los procedimientos patafísicos sin un círculo vicioso donde, en formas enloquecedoras, sin creer las unas en las otras, se devoran como cangrejos en las orillas de un acantilado, digiriéndose a sí mismas como budas de estuco y dejando nada en todos sus cruces más que el sonido fecal de una piedra pómez y un seco hastío.

Esto es porque la Patafísica ha alcanzado tanta perfección en el juego y porque le concede tan poca importancia a todo que finalmente tiene poco de ello. En sí mismos, toda nulidad única, todas las figuras de la nulidad llegan a fallara y se petrifican ante el ojo gorgónico de Ubu. En él, todas las cosas se vuelven artificiales, venenosas, y conducen a la esquizofrenia, por los ángulos del estuco rosa, cuyas extremidades se rejuntan en un espejo con bordes. Loyola –que el mundo sea avaricia, siempre que yo pueda reinar en él. Si un alma no se resiste a la empresa de la voluta, de espirales de vértigo impreso, fijados en el momento de la tartufería paroxística, cuando se entrega al suntuoso Ubu, cuya sonrisa convierte a todo a su sulfurosa inutilidad y a la frescura de las letrinas.

Tal es la singular solución imaginaria a la ausencia de problemas.

Jean Baudrillard

(De la traducción al inglés realizada por Drew Burk)