Para volver al cuerpo.
Consideraciones sobre la danza contemporánea, a partir de dos
piezas de Miguel Mancillas y Co.
Los descalzos
Antares Danza Contemporánea
Fue Yo
La Manga Video y Danza
Soltemos el cuerpo.
No nos hagamos tontos. Todos entendemos la danza contemporánea. Al mismo
tiempo, nadie la entiende. No podemos entender aquello que atendemos desde la
ausencia de nuestros propios cuerpos. La danza contemporánea no debe
entenderse. Hay cosas en la vida que no deben, no hay necesidad de entenderlas.
No debe entenderse la danza contemporánea. La danza contemporánea debe
sentirse. A veces se siente, a veces no. Pero, ¿Qué es sentir? No qué
significa. Qué es eso que llamamos sentir. Cómo opera, cómo se diluye en los
vasos comunicantes de nuestra percepción para ser traducidos como sentimiento.
Odiamos la insuficiencia de la comprensión, nos volvemos tiranos de aquello que
nos decimos es la verdad. La danza contemporánea no se entiende, se siente y la
memoria devuelve los rastros de algo que te dejó fulminado. El sollozo de una
mujer. Atado su ser a una silla pero sin amarras. Sus ojos envueltos en
plástico. Dispara en tu mente imágenes de lo que no quieres ver pero ves todo
el tiempo. Te dices “no entiendo la danza”; luego caminas unos pasos y te descubres
tropezando con la realidad. Realidades de cuerpos ausentes. Cuerpos
criminalizados. El cuerpo mexicano es uno que siempre ríe y siempre se
desvanece. Cuerpo que deviene tragedia. La danza no se entiende, se siente.
¿Qué es lo que sientes? Las contracciones de un mundo feroz.
Entendemos más de
lo que queremos aceptar, particularmente eso que llamamos danza contemporánea.
No lo queremos aceptar porque detestamos la necesidad de que algunas cosas no
necesiten explicación. No permites que ocurra eso que ocurre cuando estás en
presencia de algo que tiene posibilidades de ser sublime. Ocurre algo
innombrable. Ocurre la torpeza de tu cuerpo. La manera tan torpe como has
decidido que tu cuerpo no se permita ciertos movimientos. Lo que ocurre en esa
breve temporalidad en escena es la manifestación de todo aquello que no te
permites. Al mismo tiempo, es la manifestación de todos los deseos y violencias
que confabula tu mente en relación con tu cuerpo. Con el cuerpo de los otros.
Porque no quieres a los otros, pero estás obsesionado con ellos. No te das
permiso de bailar descalzo, de usar falda, de golpearte el pecho, de envolverte
en el cuerpo del otro. Ni siquiera en el sexo, ya que el sexo dejó de ser vida
para convertirse en consumo. Consumimos los cuerpos y consumamos nada. El
orgasmo es la moneda de cambio de nuestro sueño pueril. No obstante, nos damos
al otro. Y cuando los cuerpos no desean ser dominados, llega la fuerza brutal
del cuerpo como otro que te ama hasta hacerte pedazos. Esto no lo quieres entender.
Prefieres perderte en el parsimonioso recorrer de las horas. ¿Cuándo fue la
última vez que estuviste descalza(o)?, ¿hace cuánto no abrazas a alguien?,
¿cuándo decidiste olvidar que la fuerza primordial de nuestra especie deriva de
su capacidad para envolverse en los cuerpos de los otros? Somos masa,
carne-multitud, y el arte es un monumento hecho de cuerpos que se desplazan
encabronados o fascinados por las fugas y colores y sonidos del territorio que
habitas.
En los escenarios
suceden cosas que luego dejan de suceder. Suceden luces amarillas, seis, ocho
bailarines en escena, el júbilo del virtuosismo derivado del cuerpo entrenado.
El cuerpo que aprendió palabras que no conocemos, que no queremos conocer. Cuerpos
que aprendieron a decir palabras que pueden iniciar en las uñas de sus dedos
meñiques, en el ceño fruncido, en las piernas abiertas, en las rodillas que
tropiezan con las contracciones de la realidad y se dejan caer. Hubo un tiempo
en que la danza significaba volar por los aires. Hoy en día la danza le grita a
los cuerpos que se arrojen al suelo, que pululen en el territorio, en busca de
afectos. En una de las piezas, jaulas llenas de papeles en los extremos del
escenario. Rostros que de pronto cantan, el cancionero mexicano interpretado
como la transfiguración de nuestra psique entendida como pesadilla y llanto. A
veces los cuerpos bailan juntos, al son del son. A veces se echan en cara el
odio, el desprecio, esa manera tan peculiar que tiene el mexicano de odiarse a
sí mismo mientras se celebra. En otra de las piezas, dos sillas blancas y un
cuadro blanco en el suelo. Proyecciones de video que presentan imágenes de algo
que sucedió en otro momento y que sucede en ese momento. Los cuerpos presentes
del público estuvieron en el escenario. Sentados como testigos ausentes de un
ritual desgarrador. Dos cuerpos se entrelazan perdidos en sus propias
obsesiones, el amor y el odio como monedas de cambio de aquello que nos quita
el sueño. La presencia más presente que nunca de la muerte. De pronto los
cuerpos en escena son los cuerpos que en otros espacios, en otros territorios,
sufrieron las contracciones del cuerpo que sufre, del cuerpo mancillado,
torturado, el cuerpo que no queremos imaginar pero luego lo imaginamos muerto
después de leer las noticias. Siempre he pensado que es una mentira nuestra
relación “peculiar” con la muerte. Es un exotismo inventado por la mente
colonizadora, que no entiende el enloquecido espectro de nuestra risa burlona y
al mismo tiempo maléfica. Pero no puedo negar nuestro desprecio, de otro modo,
no podría explicar el origen de ese odio que le tenemos al otro, especialmente
el otro que no somos el mexicano que pensamos que debemos ser. Tampoco puedo
negar nuestra obsesión por el drama. El cuerpo mexicano se entiende traicionero
de su propio devenir, y eso es algo que Miguel Mancillas entiende bien; o mejor
dicho, lo sintió de tal manera que permite trascender la idea de la traición de
los cuerpos mexicanos a través de la danza. Pero pueden ser otra clase de
fantasmagorías las que vemos en estas piezas de danza. Son danzas densas. Se
requiere atención y un pecho que permita que se sientan las contracciones de
los afectos que pululan en tu cuerpo cuando ves estos cuerpos moldearse a sí
mismos a imagen y semejanza de sus propias obsesiones. Siempre que veo danza,
siento una leve traición, una leve injusticia: no puedo atender a todo lo que
sucede en el escenario. Le sucede lo mismo a los demás, pero no es distracción,
es incapacidad de absorción. Sucede con cualquier dimensión y contexto de la
realidad, pero se siente particularmente intenso con la danza. Los cuerpos se
mueven en el escenario sin la plena conciencia de que aquello que les sucede
dejará de suceder en unos segundos. Contracciones, tobillos doblados, columnas encorvadas,
brazos que forman minuciosas líneas de fuga, cuerpos que se dejan llevar por
los vientos agresivos de la violencia sin fin. Me seduce la idea de que este
texto deje las suficientes heridas como para comprender que es imposible
regresar a la reseña, al análisis bienportadito de la experiencia crónica de
algo que solo entenderías si estuvieses ahí. Pero debo admitir estos
escenarios: el goce de la danza es inagotable cuando los bailarines ejecutan
con un rigor por la forma, porque en esos instantes sus cuerpos dejan de ser
suyos. O quizá, es el momento en que sus cuerpos les pertenecen por completo. Creo
que más que un abandono es la reincorporación al orden natural. No se trata de
un salvajismo sino de una génesis que es a la vez retorno. Todo lo que sucede
en un escenario jamás volverá a suceder.
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