Políticas y estéticas de la impermanencia.
Sobre gentrificaciones blandas y los futuros fantasmas de una invisible historia del arte y la cultura en Mexicali
Tratemos de imaginar a la ciudad de Mexicali en un futuro lejano, muy lejano. Tan lejano, que ya ni siquiera estamos ahí. Esboza en tu mente un retrato especulativo de cómo serán sus edificios, sus calles, sus ejes viales. Divisa la separación entre sus distintos sectores sociales, cómo poco a poco las desigualdades económicas y productivas de cada sector fueron separándonos y creando distintas clases de barreras urbanas y territoriales.
Ahora dirige tu imaginación al centro de la ciudad. ¿Seguirá existiendo, o no quedan más que ruinas y ecos de un pasado que ni los habitantes de ese Mexicali futuro recuerda? Imagina que recorres lo que fueron sus callejones, sus calles, avenidas, sus restaurantes, peluquerías, boticas, mueblerías, sus cantinas y sus puestos de tortas y tacos. Toca con tu memoria la piel reseca de lo que fueron edificaciones, vitrinas y pavimento. Explora sus muros, el perpetuo degradado y empalme de letreros, rayaduras, figuras, formas y rostros que una vez formaron parte de obras de arte público pintadas por una serie sucesiva de individuos y colectividades pertenecientes al ámbito del arte local.
Ahora, trata de imaginar cómo se verá, cómo sobrevivirá, si es que sobrevive, el monumento al cocinero chino, un tótem que desde sus orígenes no ha sido más que un significante vacío, creado por el teatro de políticas y estéticas que ya no piensan en la permanencia de las cosas, un asunto que va más allá de las figuras de autoridad y las tendencias partidistas, que incluso debemos entenderlo como una tendencia actual de las ciudades modernas: la impermanencia de sus formas. Un diagnóstico de lo que ocurre en este momento en la historia de las ciudades del siglo XXI, en perpetuo estado de descomposición y recomposición, de desgastes y reinvenciones que improvisan sin intuición, con la prisa y la emergencia de una sociedad que reconoce que no hay futuro, o por lo menos, ya no podemos verlo. La historia del arte es la historia de todos los fantasmas que sobrevivieron a una época de glorias, un relato críptico de huellas y ecos de un pasado que consumimos como nostalgia. En este sentido, ¿cuáles son fantasmas que sobrevivirán al sueño mexicalense? Incluso podemos preguntarnos, ¿acaso hemos siquiera soñado? Es muy probable que no podamos imaginar a la ciudad de Mexicali dentro de cien años, porque no podemos imaginarla en tiempo presente. Las ciudades se sueñan o se inventan sobre la marcha. Mexicali se inventa improvisadamente porque quiere evitar la fatiga de soñarse como algo más que un lugar para trabajar, para producir, para procrearse y para morir sin pena ni gloria.
Desde mediados de la década de 1980, Mexicali se ha sometido a las cavilaciones de instituciones gubernamentales y el sector empresarial, quienes desean forjar una suerte de marca identitaria (que en realidad son justificaciones para modelarla acorde a sus intereses económicos): está la imagen histórica de la ciudad del “oro blanco”, o la de un Mexicali industrial, luego el de la ciudad emprendedora y las que siguen, todas estas narrativas que nunca estuvieron ligadas a las diásporas de mexicanas/os provenientes de otros estados, así como de la presencia migrante, muy particularmente de la comunidad china asentada en este entorno desde inicios del siglo XX. Para cada propuesta identitaria se creó un concepto como punto de venta para inversionistas y una noción de progreso para sus habitantes: mejores entornos urbanos, residenciales amurallados que parecen latifundios, el aprovechamiento de la globalización para el ingreso de conglomerados estadounidenses (desde Wal Mart hasta Starbucks), mejores vialidades y mejor infraestructura para la industria maquiladora, mientras que en las periferias colocamos versiones precarias de ese mismo esquema para la clase trabajadora, desplazada de las zonas originarias de desarrollo urbano, esas colonias, fraccionamientos y corredores comerciales que pronto se cubrieron de polvo, grietas y olvido administrativo. Estos procesos de reinvención y reinversión han generado múltiples flujos: mercancías, manos laborales, el tránsito automotriz como principio rector de nuestros modos de habitar la ciudad, niños y adolescentes cercados en el devenir de sus respectivos niveles socioeconómicos y educativos, las encrucijadas entre clases sociales mezcladas en las zonas de antros, los cuadros críticos de inseguridad en las denominadas “colonias populares” y las formas diversas de crimen organizado, entretejidas en todos los sectores económicos, desde el más refinado especulador inmobiliario hasta las cuadrillas que roban baterías o alternadores de autos, así como las actuales redes de secuestradores y extorsionadores que mantienen a la sociedad civil en un angustioso estado de alerta, todos estos flujos de lo que representa vivir en una ciudad creada para la explotación de sus recursos naturales, territoriales y humanos como finalidad esencial. Podría decir con casi certeza que esta es una condición dada en las ciudades fronterizas del norte de nuestro país: con sus respectivas diferencias en términos de generación de riqueza y niveles de desigualdad social, nuestras ciudades fueron hechas para ser agotadas, no para vivir –realmente vivir—en ellas.
Por otro lado y desafortunadamente, los flujos que no salen a la luz, los que se mantienen en los márgenes, invisibles, invisibilizados por los gestos sonrientes de la clase política y empresarial, son los flujos de ideas, de posibilidades, flujos que pudieran dar luz a una noción crítica de ciudades como ésta, para revelar lo que pervive en sus entrañas de arena. Estos flujos de imaginación crítica, representados por las artes, por el cruce de ideas entre miembros de la comunidad que piensa en otras posibilidades de existencia, se quedan atrapados en las voces de quienes queremos otra clase de ciudad, flujos que nos ayudarían a comprender que hay un dolor psíquico en el cuerpo de las/os/es mexicalenses, un estado permanente de angustia, no por la inseguridad o el alto costo de la vida, sino por nuestra terrible indefinición como habitantes, como personas, como ciudadanos, como espíritus de deseo e imaginación. Pero tal parece que para evitar ese dolor psíquico, luchamos a capa y espada por no pensar en nuestro devenir. Es como si nos esforzáramos por dejar de imaginar y de entendernos como seres humanos, de entender un propósito, un sentido, una búsqueda, una epifanía que se extendiera más allá del trabajo, la crianza, el sedentarismo mental y afectivo del que deja escapar un eructo y un suspiro entrelazados con el humo del carbón. ¿No queremos nada más? ¿Será acaso que hay ciudades cuyos habitantes deciden colectivamente que podemos vivir sin poesía?
Me disculpo de antemano. Este desvío reflexivo tiene un propósito. Tiene que ver con las actuales dinámicas de participación de artistas visuales en la re-escenificación del centro de la ciudad, una secuela más en el ejercicio especulativo de gobierno y de empresarios por tratar de definir a Mexicali, pero que en esta ocasión se cruzan con esos flujos críticos a los que me refiero, y que a través de las artes visuales buscan generar un sentido de ciudad que va más allá de la lógica mortífera del “vivir para trabajar” no “trabajar para vivir”. Sin embargo, en este caso, el flujo crítico que proviene de las artes es sesgado, cooptado por las visiones gubernamentales y empresariales, y donde el ejercicio estético y político de las/os/es artistas se convierte en una serie de gestos ornamentales para habitar espacios de precaria supervivencia. Detrás de las paredes pintadas con murales alusivos a estas escenificaciones y que las personas usan para tomarse fotografías instagrammeables hay un hueco, un vacío. En ese vacío se desplazan, mudos, los fantasmas del pasado y que sobrevuelan por nuestro verdadero presente histórico.
En la versión actual de conceptualizar a Mexicali como ejercicio de branding, la idea es la de un Mexicali turístico. Y en la base de esta propuesta está la idea de vender un imaginario que puedo reducirlo burdamente como “lo chino”, una serie de signos y símbolos de factura mexicalense-fronteriza-norteño-mexicana nacidas del estereotipo, del racismo pasivo-agresivo, y que nada tienen que ver con las complejas esencias de una cultura milenaria que se caracteriza por su insularidad y secrecía. Se trata de un imaginario que, pues, lo inventamos nosotros, no los miembros de la comunidad china. Pero además, es un imaginario que no representa en lo más mínimo los dolores psíquicos, los afectos, los intereses sociales, políticos, económicos y estéticos de esa población invisibilizada que merodea como fantasma en el centro de la ciudad, ahí junto con los recién llegados haitianos, las y los jornaleros, las y los sin casa, las mujeres, los hombres y l_s trans que comercian con sus cuerp_s al más deseoso postor, los comerciantes de la tercera edad cuyos negocios apenas sobreviven, la población flotante que quiere cruzar al otro lado, entre muchos otros actores que han sido desplazados por la narrativa imperante de “lo chino”.
Y lo entiendo. Esta estrategia forma parte de un ejercicio de especulación inmobiliaria revestido de recuperación de espacios, cuyos objetivos y estrategias han desatado toda clase de mitos, chismes y supuestas negociaciones por debajo de la mesa que son igualmente difundidas por las oposiciones a las administraciones actuales y, consecuentemente, por ese salón de espejos de las redes sociales, todo lo cual no nos permite ver una realidad concreta: para rehabilitar al centro de la ciudad, hay que rehabilitar el tejido socioeconómico que pervive en estos entornos; mientras eso no suceda, todo intento de recuperación es un acto improvisacional que solo lleva a la ornamentación de escaparates comerciales como signos de progreso, una estética de la impermanencia que recientemente sale a la luz, por la queja de algunos miembros de la comunidad artística que advirtieron sobre las intervenciones que hicieron a sus murales, colocando una serie de letreros que perturban la visualidad de lo que ellas/os crearon primero, y que, por cierto, recrean los corredores actuales de las zonas comerciales en ciudades chinas. Esos letreros ni siquiera existieron aquí.
Sin embargo, esto: lo que puedo detectar que sucede en el centro de nuestra ciudad es una serie sucesiva de buenas intenciones, por parte de gobernantes, comerciantes y distintos miembros de la comunidad artística –no solo de las artes plásticas sino también de la música, la danza, la literatura, etc.— mezcladas con la premura de las soluciones temporales a problemas históricamente arraigados, donde el arte es visto como vehículo para la narrativa histórica y como medio para la solución de problemáticas sociales, pero que en el proceso solo se opera como vehículo para un espectáculo utilitario y fácilmente borrable. Dicho esto, también hay que ver todos los lados de este complejo entramado: quienes nacimos y crecimos en esta ciudad, quienes conocimos el centro de la ciudad en sus momentos de apogeo, quienes vimos su decadencia a raíz de los desplazamientos comerciales que surgieron con la expansión de la mancha urbana (sobre todo con la llegada de plazas comerciales como La Cachanilla) quienes volvimos a ella con cierto morbo y fascinación para habitarla o estudiarla, en verdad no podemos desdeñar en términos absolutos los intentos por recuperar la zona. Más de diez administraciones municipales y unas ocho administraciones estatales permitieron que la zona terminara siendo el cadáver de un abandono negligente, cuya justificación había sido de un pragmatismo bastante burdo: “¿para qué invertimos si ya vivimos en otra parte?” Por lo tanto, sí debemos reconocer que la habilitación de ciertas zonas ha forjado otra manera de vivir el centro, con nueva infraestructura y la apertura de negocios y sitios de esparcimiento que le han inyectado una dosis de prospectiva a futuro, aunque ésta sea muy endeble. La palabra que normalmente utilizamos para señalar estos procesos es gentrificación, una apropiación de una expresión de habla inglesa y cuya traducción más disponible es “aburguesamiento”. Data del siglo XIX y se usaba para indicar las maneras como las burguesías europeas se iban apoderando de los centros de ciudades, desplazando a la clase trabajadora a conjuntos habitacionales verticales y cercanos a las fábricas, mientras el centro de convertía en sus lugares de esparcimiento y diversión, y donde las viviendas verticales se convirtieron en enormes lofts y departamentos de lujo. En este sentido, la dinámica que veo en el centro de Mexicali tiene las cualidades de una gentrificación que denominaría blanda, por varias razones. Primero, porque estos procesos de gentrificación solo han sido de índole comercial, no habitacional. Si vemos la historia de la gentrificación en otras ciudades, podemos identificar que su principal motivo es el establecimiento de complejos habitacionales (departamentos, condominios, lofts, entre otros), y desde ese epicentro el desarrollo comercial de la zona se redefine para recibir a habitantes de mayor poder adquisitivo, desplazando a los habitantes originarios de maneras agresivas y coercitivas. Hasta el momento, no he visto ningún proyecto de esta naturaleza, ni tampoco imagino que haya una población local que tenga interés por mudarse de sus residenciales privados al centro. Segundo, porque igualmente, hay una pátina de insostenibilidad en algunas de las inversiones que se han hecho para rehabilitar esta zona. Podemos verlo con mayor claridad en la Plaza México, que a pesar de sus esfuerzos, la mayor parte del tiempo no es más que una enorme vitrina de letreros luminosos y locales vacíos.
En medio de estos procesos, la comunidad artística local ha sido parte y protagonista de las estrategias empresariales y gubernamentales para la gentrificación blanda del centro de la ciudad, sustentado por la idea de lo “histórico” ante zonas y edificios en estados irregulares de infraestructura, y cuyas condiciones como patrimonio en realidad son casi inexistentes. De este modo, los callejones son revestidos con imaginarios propios de las estéticas y propuestas visuales de jóvenes muralistas, mezclados con dos o tres alusiones a la “cultura china” en claves alegóricas o con formas e iconos que aluden a “lo chino” que mencionaba anteriormente. Al mismo tiempo, se revisten algunos locales con vivos colores rojos, dorados y amarillos, se replican algunos ideogramas, se instala un museo y, finalmente, se edifica un tótem que representa, como lo mencioné en otro texto, a un personaje invisible de la comunidad china, convertido en un enorme héroe caricaturesco que hasta la fecha está en proceso. a su vez, estos desarrollos comenzaron con la creación de ese recorrido por los “subterráneos secretos” de la Chinesca, un burdo ejercicio de simulación que convierte a esta peculiar táctica de supervivencia –vivir debajo de la tierra—en una precaria aventura de feria pueblerina.
Todas estas acciones no pasan de ser gesticulaciones de algo que pudiera desarrollarse de maneras más concretas, extensivas a la complejísima red de actores involucrados en la vida del centro de la ciudad, y que no deberían reducirse a la creación de espacios disneylandescos para beber cervezas artesanales y comer Chun Kuns deconstruidos. Estas acciones no pasan de ser el fomento de una estética y una política de lo impermanente, de lo que sirve a corto plazo, de lo fácilmente borrable. El asunto es que esto es algo que compromete a todas las partes involucradas. Compromete, por ejemplo, al gobierno, y las maneras como pudo haber generado incentivos fiscales y el adiestramiento empresarial que los locales antiguos de la zona centro pudieran tener mejores expectativas de desarrollo y crecimiento; compromete a las y los empresarios a pensar en la posible armonización y prosperidad compartida de todos los comercios (y no estaría mal que hubiera una librería decente por esos alrededores); compromete a las y los artistas, no solo para pensar en el sello estilístico que caracteriza sus obras, sino en el sentido mismo de éstas en una zona como ésta, y además, las y los compromete a pensar en la propia permanencia de sus obras, por medio de contratos y cláusulas que sirvan para proteger y restaurar en un futuro lo que han creado en la actualidad, y que incluiría, quizás, el uso de materiales más duraderos.
Y es que fíjense: no veo que los empalmes que hicieron en los murales de ese callejón pudieran hacerse en los murales que el maestro Carlos Coronado tiene en otras partes de la ciudad. Si su respuesta ante tal sugerencia es “pero es que esos murales no le llegan a los de Coronado”… bueno, creo que ahí está el problema: si solo queremos hacer medianamente permanente nuestras obras, en artes y en infraestructura, lo único que sobrevivirá dentro de cien, doscientos años, serán las ruinas de un enorme monumento sin rostro.