Enero se vive en completo silencio. A veces se siente un espasmo, quizá el sonido de un camión que se siente como mancha que atraviesa las paredes de la recámara, sin luz, sólo un grito descomunal con llantas que viene de lejos, que viene de cerca. Enero se vive en completo silencio, mientras dejamos que la piel recorra el frío seco de un invierno que no se va, dejamos que el frío comience a sentirse menos mientras los dos arropados con amor, astucia y cansancio nos dejamos caer en el suelo y cada uno presenta a la noche sus sueños, a veces en forma de música, a veces con calles repletas de edificios y rostros de pasados inmediatos que brindan a la vida una cierta unidad, y luego nos abrimos paso a la mañana y nos decimos con un beso que jamás despediremos el aliento original, el que nos tiene juntos, reunidos boca a boca, ese aliento que esculpe el aroma del hogar y la historia.
La sangre se reúne en las venas para decidirse correr con mayor lentitud durante los meses en que el frío habita la ciudad. La expansión de tierra que nos rodea es el mapa que precede al espíritu aventurero de la comunidad. Las cosechas detienen aun más su progresivo reptar y la telaraña que une las vidas de las gentes que conocemos y amamos es densa como el aroma de las velas y el incienso, como el sabor del licor de menta, las arrugas en la piel de una anciana que vive sola el terminar de su tiempo, imaginándose desnuda y dirigiéndose al mar, imagen que se siente como descalza, que se siente más sola que la soledad, se siente a invierno, a esos inviernos donde el sonido de los aviones no anuncian llegadas sino despedidas, las posibles despedidas de la experiencia.
Enero y el invierno son uno y lo mismo, son una especie de derretida conciencia de la unidad que se separa, aquello en la vida que une se fragmenta en trozos cada vez más íntimos. El movimiento no tiene la urgencia del calor, es el premeditado y poético movimiento de las piernas que se mueven por las habitaciones, los pasillos, las entradas de casas; las sonrisas del amigo el amante la enemiga el vecino perdido en el saludo de la última vez, son guardados en pequeños cofres, para no abrirse jamás, para atesorarse como una pequeña intimidad, similar a cuando compartimos una broma con la mirada, dilucidamos las acciones de los demás y nos tomamos de las manos aunque sea a través de la línea telefónica y le decimos adiós al mundo que guardamos en el cofrecito, porque es un tesoro del invierno que se arroja con cuidado, como todas las cosas que suceden en invierno.
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