Pienso de pronto en la isla que fue la noche pasada. Areas verdes llenas de posibilidades, estuve pensando toda la noche sobre la estructura de dos de mis cuentos. Cómo resolver la cuestión de la narratividad en una historia. Cómo volver a ese gran acto de mentir con gracia y lucidez. Cómo volver al origen, al momento en que los relatos se diluyen y "oralizan" en los oídos del escucha, encerrado en un círculo, rodeando la iluminación de una fogata, viendo hacia el suelo lo que significa que ve hacia adentro, escucha la nítida relación de los hechos. Narrar, contar, relatar, atar una serie de líneas que sigan un curso. Lo que se dice y lo que no se dice. Olvidar por momentos las estructuras. Dejar de ver la escritura como una serie de bloques mentales, ladrillos que construyen realidades fragmentadas. Nunca puede contenerse todo el espectro. Siempre hay que dejar algo para el lector. O no. O lo que no se dice no existe. ¿Existe en la mente del escritor o del lector? ¿Existe igual en ambos? ¿Es el cabello del protagonista importante, y si lo es, puede el lector verlo igual que el escritor? Imposible. Percepciones inconexas. Puedes llevar al lector a distintas líneas de fuga, líneas de contención, puedes advertirle los límites de la narración, de la realidad. Puedes urgar en el tiempo del pasado remoto e inmediato a la vez, recurrir a frases, ideas, imágenes, surgidas de la nada, de los párrafos de un libro o de la noche traicionera que no te deja dormir porque piensas en armar obsesivamente la idea de una historia que "haga click" y cuyos componentes simulen la idea de totalidad. Y a la vez no. Quieres que surja una especie de demonio que te confronta a tus propias definiciones de identidad, diciéndote "perteneces a un campo y a ese campo te debes abocar": la frontera es una gran mentira que todos los que vivimos en ella nos decimos para resolver nuestros problemas de inadecuación. Pintamos en las paredes y nos regodeamos de vivir en una tierra de nadie, donde las victimas del narcotrafico pueden colgar sus cuerpos fallecidos de los puentes peatonales, donde el suicidio es un secreto a voces y donde todos deseamos por lo menos un instante de nuestras vidas haber nacido del otro lado: en la gran, mágica y espeluznante california. Por ahí no va la cosa. Por ahí va la moda.
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