Estoy comenzando un serio periodo de backlash contra los chilenos. Estoy comenzando a detestarlos. Lejos están los sentimientos de empatía hacia ellos, la comprensión de su circunstancia, que los apresuró para salir de la dictadura sin enmendar por lo menos un poquito el pasado (oigan, por favor, ¿te deshaces del demonio pero lo dejas viviendo en tu casa? C'mon!) y correr por las vías rápidas de la modernización a ultranza.
Eso puede verse en la pinta de los conductores, en las conversaciones con gente que ansía practicar su peor inglés cuando te creen gringo, en los renombramientos de los productos, en su búsqueda por colocar sus propias importaciones en un mercado que no tiene la más mínima noción de lo sutil y grotesco que pueden ser los elementos de la cultura popular chilena. Sí, podrán vender grandes cantidades de riquísimo vino pero, ¿con las botellas se está importando una identidad? I don't think so. ¿Le importa al mundo qué significa chukrut, cómo preparan las empanadas o cómo se tocan o bailan las cuecas?
¿En algún momento me interesó a mí, más allá de producirme una risita incómoda?
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