...y resulta que descubres que las experiencias sublimes te causan un espanto terrible, ahogo asfixie ganas de gritar al vacío de correr sin ver hacia atrás una ansiedad tremenda llena de felicidad un vértigo que se siente en todo el cuerpo, un miedo que te suplica volver a un origen que ya no está ahí. Y quizá esa ausencia del origen es la que te causa pavor.
...y resulta que está ahí, toda visible, toda ternura, toda caricia, toda presencia, toda voz; y pronto muy pronto, todo eso se aleja, se pierde, o mejor dicho, la incertidumbre te guía con su dedo esquivo y te dice que todo el ruido, toda la furia, toda la extrañeza de la felicidad es trágicamente pasajera. O increíblemente fascinante. . .y permanente.
...y no quieres que se aleje, quieres creer en las fuerzas que lo impedirían. Pero no puedes evitarlo (¿o sí?. No sabes. Y eso te aterra), y lo presientes y lo sientes y lo vives como cuando ves aquella ciudad brillosa, incandescente (estamos hablando, por cierto, de una mirada incandescente, mirada que se ha convertido en mi pequeña ciudad de luces sublimes) ves cómo esa ciudad brillante se aleja de ti, tú sentado en el vagón de un tren, viendo cómo la distancia se hace mayor. O quizá sea una ilusión, y no se aleja sino que se acerca. Y todo esto te produce un miedo terrible. Y sólo quieres dormir un poco.
Y sólo recuerdas que el tiempo no se detiene.
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