Un(a suerte de) cuento de navidad
Hubo una vez, en un lugar lejano, refugiado en las páginas de un cuadernillo de apuntes, la posibilidad de una serie de historias, todas ellas relacionadas con la navidad. Todas las historias terminaban con esa mezcla de nostalgia y de redención, del ahogo profundo y sensible que producen las historias que hablan del fin de un año y del nacimiento de un invierno que todo lo trastoca, incluyendo los sueños.
En ese país lejano, cuya geografía es el espacio rayado de las páginas del cuaderno, existieron una serie de personajes. Potenciales individuos que en circunstancias distintas, un escritor quiso inventarlos para el propósito de hablar de navidad.
Entre ellos, se encontraba Ramiro, un niño de diez años, hijo de familia rica, que se perdió en una tienda de segunda, donde convivió durante toda la noche buena con todos los remiendos de juguetes que terminarían en manos de niños menos afortunados.
También se encontraba Lourdes, ex secretaria, rememorando el último beso que recibió de un hombre, en la posada de la oficina, un año antes. Ella espera el mismo beso de la misma compañera de trabajo durante la posada que, en la historia, está a punto de comenzar. La compañera viene acompañada de un hombre, y durante los preparativos del festejo ha estado evadiendo las miradas coquetas que la ex secretaria le ha estado enviando con la sutileza común de una mujer tímida y desapercibida.
Luego tenemos al mismo Jesús, perdido en las calles de Los Angeles, que luego se sienta en la barra de una cantina donde todos cantan villancicos mientras él se pelea con el escritor, ya que éste no tuvo la delicadeza de colocarlo como personaje en una situación menos “cliché”.
En otra parte de ese país lejano que es la página del cuaderno, se encuentran Rodolfo y Julia; ella se sienta en un largo sofá mientras toma una interminable taza de té y escucha perpetuamente la canción “Julia”, de los Beatles; él llora de lejos, escondido en el baño, con una recalcitrante sensación de que todo se halla perdido entre ellos. Están en la víspera del año nuevo, y él piensa constantemente en las doce uvas que tiene en la mano, piensa en la posibilidad de que cada una de las uvas represente el deseo de que Julia nunca lo deje.
Todos estos personajes fueron reunidos en una sola historia. En estos momentos, se encuentran todos sentados en una mesa. Reunidos para la cena de navidad.
Ninguno de ellos sabe realmente qué hacer. Ramiro se confunde con Jesús se confunde con Julia se confunde con la ex secretaria que ahora le lanza miradas a ella, misma que se confunde con Rodolfo que no deja de ver el racimo de uvas verdes. Nadie sabe qué hacer en esta circunstancia, nadie sabe que la imposibilidad de sus historias navideñas son sólo recursos recurrentes de una paz que nunca es paz, de una felicidad que nunca viene del encuentro con la familia y los vasos de ponche, rompope o calientitos.
Todos los personajes voltean a ver al escritor, mismo que los contempla, impávido, asombrado por la total ausencia de “plan maestro” para crear una historia interesante, y mejor decide abrazarlos. Abrazarlos con una cierta eternidad. Porque al final del día, es lo que todos estos personajes desean. Un abrazo que les recuerde su propia humanidad.