El amor en la postmodernidad
(posteos que irán creciendo conforme crezca el conocimiento de ese estado de ser)
(como el amor.)
(como el amor.)
Los que amamos en la postmodernidad, lo hacemos porque estamos muertos. Pero es una muerte dulce, ahogada con espinas azucaradas del tiempo y su devenir. Los que amamos en la postmodernidad, en algún momento de este viaje, descubrimos que detrás de las sensaciones están las ideas, y que estas ideas aluden a una infinidad de referencias que nada tienen que ver con lo real. Amar en estos tiempos, pues, se convierte en un desierto de imaginarios creados, soñados, ideados según nuestras apetencias y valores estéticos. El compromiso con este mundo de sensaciones, su extracción de su circunstancia simulada, estetizada --pero en realidad se trata de una estética cínica y fatalista--, es lo que distingue a los amantes de los "amantes".
Porque hoy en día, sólo puede amarse desde la muerte.
Aquella bendita configuración existencialista que una vez llamaron la "muerte en vida."
Es cuando llegas al grado cero de la experiencia del amor.
Es cuando empiezas a amar. Es la única forma posible de amar en estos tiempos.
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Todos amamos, a pesar del fatalismo con el que enfrentamos dicha sensación. Tal parece que amamos para caer en el desamor, y en el proceso, vivimos el amor como vivimos la nostalgia: siempre lúcida, siempre presente, no obstante, la sensación se convierte en algo que de antemano se reconoce como pasajera. Incluso, llamarla "sensación" ya ubica al amor en el plano de las experiencias sensibles medidas por el cálculo y el ordenamiento sistemático de nuestros tiempos. Lo trágico y a la vez lo grandioso de la postmodernidad es que tenemos una explicación para todo, incluso para el amor. Todo puede ser visto desde el plano de lo sublime y desde el plano de lo ordinario al mismo tiempo. La ciencia (el dios más tangible y aproximable de nuestros tiempos, distinguido por ese poder de ubicuidad que tanto le exigimos al creador, ya que, si Dios declara que está en todas partes, ¡lo mismo hace la ciencia!) establece como verdad "científica" (lo cual nosotros leemos como verdad absoluta, inamovible, y por lo tanto, trágica) todos los pormenores de aquello que llamamos amor. El amor se vuelve una cuestión bioquímica, o un engaño de los sentidos (o del lenguaje, en todas sus variaciones: escrito, hablado, corporal, sonoro) se vuelve por lo tanto en una cuestión pasajera, efímera: los cuerpos dotados por circunstancias de entorno con ciertas sustancias que generan reacciones físicas y que se reproducen en el pensamiento como la información sensible que comunica estar enamorado(a) de otra persona. Esto también trae como consecuencia que dotamos al amor de una “duración determinada”, regresamos al sentimiento de una estructura de vida que señala inicios, desarrollos, clímax, conflictos y decadencias. El descubrimiento de la "narratividad" con el que pueden ser vistas nuestras experiencias de vida hacen del amor sentido una historia siempre en búsqueda de un final, esperanzadoramente trágico, sublimemente fugaz y permanente al mismo tiempo. Y lo que se concluye de esto: la ciencia le quita el encanto mágico al amor. Incluso, designa a este entendimiento del amor como "mágico", una categoría determinada: forma parte de esa herencia del orden social-simbólico de la antigüedad, la idea del amor y su magia como algo que heredamos del romanticismo, de la narratividad de las emociones inexplicables, de las emociones inspiradoras, del "impulso del espíritu", ahí donde todos nos vemos ingenuos e ignorantes, porque aun "creemos en el amor."
Entonces, preferimos no amar, porque caer en las redes de esa sensación es aceptar debilidad, flaqueza, o en el peor de los casos, entrega a un estado de ser que consideramos ingenuo, o visto de otro modo, “ciego” ante la realidad apabullante que otorga el sentido de lo irónico.
Los que amamos somos unos pobres ilusos. Y se convierte en una cuestión de creencias: “¿Todavía crees en el amor?, Por favor, no seas ingenuo(a)". Vemos a través del espejo retrovisor de nuestros autos y, mientras la vista se desplaza por todo el escaparate comercial de nuestro imaginario postmoderno, buscamos la canción perfecta que defina un estado de ánimo que siempre se siente momentáneo. Y comenzamos a creerle a los que no creen.
La postmodernidad está llena de estos candados: para el amor ya hay una explicación, y cualquier explicación pasada ya ha sido también explicada. Le tenemos un miedo terrible a la ingenuidad, y al mismo tiempo, asumimos las experiencias de nuestras vidas con una ingenuidad tremenda.
El amor en la postmodernidad se somete al escrutinio del estudio: identificamos los índices y los anteponemos a la posibilidad de tener una relación que consideremos duradera. Incluso permanente. Verificamos los porcentajes de personas divorciadas, somos objeto de estos índices, o nos encontramos frente a frente con la realidad de lo que no permanece, cuando nosotros mismos o en nuestro entorno familiar vemos cómo los matrimonios se disuelven, las parejas se distancian, el amor se deja de "sentir", las vidas de las personas cambian, evolucionan por separado. Esto es quizá debido a que el mundo nos enseñó a odiar la permanencia, es anatema para cualquier persona que se precie ser “de estos tiempos” (ahí donde nadie es fiel, las relaciones serán siempre pasajeras y es preferible probar de todos los frutos que comprometerte con las delicias lentamente encontradas de un solo fruto en particular); preferimos la sensación de ahogo de los movimientos dinámicos y lo permanente se vuelve sinónimo de estático. Es una sensación de ahogo… y es una sensación de vacío al mismo tiempo. En medio de su carácter esquizofrénicamente contradictorio, detrás de todos estos procesos de rebeldía en torno a la permanencia (“yo no estoy hecho para una sola mujer/yo no estoy hecha para un solo hombre”), se encuentra la amenaza de la soledad.
Y luego cuestionamos el verdadero valor de la compañía. Y luego cuestionamos la verdadera ausencia de la soledad. No nos entendemos en el camino, y de cuando en cuando volteamos de nuevo al espejo retrovisor para ver si, de pura casualidad, alguien en el camino nos recuerda a él o a ella.