Una vez escuché decir a Fernando Savater que habría que inventar nuevas metáforas. El entrevistador no supo qué hacer con ese comentario; probablemente, las implicaciones de esto son más grandes que la capacidad para comprenderlo. Incluso el mismo Savater parecía desconcertado por su propia afirmación.
Sin embargo, tiene razón. Estamos en la era de la reconformación de las metáforas.
He estado pensando, por ejemplo, en la muerte. Detecto inmediatamente la posibilidad de que el lector configure toda una serie de nociones lúgubres sobre el tema, a no decir de las habituales referencias a una vida irresuelta, al miedo terrible a morir, a eso que llamamos “el más allá”
(y ¿qué sucedería si estuviera más “acá” que “allá”; qué sucedería si estuviera más cercano a nosotros, el mundo de los muertos, y que en realidad no debemos imaginarlos con toda esa fantasmagoría espeluznante que le atribuimos al simple acto de dejar de respirar? )
Lo que pensé acerca de la muerte es que existen formas maravillosas y formas banales de morir. Deseamos, por ejemplo, los muchos, una muerte sin dolor. La ecuación es clara, dado que el dolor es algo físico que nos recuerda que estamos vivos. Y no queremos acordarnos que estamos vivos cuando estamos muriendo. Suena lógico, ¿no? Otros desean una muerte sencilla, sin aspavientos ni dibujos animados. Por ejemplo, dejarse llevar por el sueño lentamente hacia la muerte, disfrutar los últimos respiros mientras las luces se apagan. Sonreír al vecino en el hospital mientras tu vista se difumina para siempre, su mirada complaciente y complacida por la imagen. Morir rodeado de seres queridos, morir en silencio, morir al tiempo que la televisión programada para apagarse llega a sus últimos segundos contigo, y ambos tú y esa caja se adueñan de la oscuridad. O morir en medio de la palabra, o justo después de revelar el secreto, decir la clave, decir, por primera y última vez en tu vida, Te amo. Morir en medio de un viaje en avión, o en autobús, como en la película esa donde Dustin Hoffman la hace de un personaje llamado La Rata, y justo cuando encamina su cuerpo mancillado por la gran ciudad de Nueva York hacia las paradisíacas tierras cálidas de Florida, vemos cómo simplemente ya no despierta. Por fin se queda callado. Por fin su mente deja de comunicar que forma parte de nosotros animales. Por fin llega al fin.
En fin.
Pero esas son formas tranquilas. Creo que es incorrecto decir que son banales. Pero no podríamos negar que hay formas espectaculares de morir. En medio de la batalla resultaba ser ultraromántico en los aquellos entonces. Por espada o por bala, cubierto de la sangre de tus enemigos o cubierto con un manto sagrado que te declaraba el héroe del momento. Confiabas que alguien escribiría tu historia. Tu cuerpo sangrante dibujaba una sonrisilla de satisfacción porque, quién diría que no, TÚ hiciste tu luchita. Desvanecías con el polvo de la guerra y las trincheras te enterraban. Alguien podía acudir a tu memorial, podía buscar tu nombre, para verificar tu existencia sacralizada por la gesta moderna. Otra forma espectacular de morir sería en una persecución (imagínense como el ochenta por ciento de la gente en este mundo se imagina: robando un banco), tu carro volcándose en medio del tráfico o saliéndose de la carretera. O morir como Bonnie y Clyde (digo, ¿quién no?) rociado de balas, los cuerpos de los amantes bailoteando su última burla triunfal. O qué tal morir salvando un niño, rescatando desahuciados en un incendio, recibiendo la bala que iba dirigida a un líder político, tomando el veneno que el o la amante tomaron segundos antes de que lo o la encontraste postrado(a) a la orilla de la cama donde por primera y única vez hicieron el amor.
Aun hay otras formas de morir. Y puedo hacer una larga lista, entre las que se incluyen los accidentes automovilísticos más funestos. Puedes morir la muerte injusta, la que despide indebidamente los espíritus desgraciados que nacieron en realidades increíblemente injustas (Somalia, por ejemplo), puedes morir de una enfermedad espeluznante, de un asesinato terrible, de una ejecución indebida a orillas de la carretera. Puedes morir en medio del desierto, frente a frente con tu propia humanidad, completamente perdido en la esencia de vivir: la muerte misma.
No obstante, creo que es un buen punto de partida para comenzar a repensar nuestras metáforas. En vez de comenzar con la vida (las flores, el brillo, el espíritu, etc., etc.) comencemos con la muerte. Veámosla como lo que es, un término, el sitio desde el cual dejamos de escribir ese largo librito que todos llevamos en la cabeza. No tiene nada de malo, aquí no se trata de pensar que se desea la muerte, que se añora la muerte, que se tiene una relación mórbida con el acto de dejar de actuar. Creo que sería el mejor punto de partida para comenzar a repensar la vida misma.
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