28.10.07

Apostillas al post anterior, apropos de la frase final: "Ese anciano no existe."
De La Jornada Semanal, Domingo 28 de octubre de 2007. Num: 660
El filósofo de la seducción
Juan E. Fernández Romar

Si Lacan fue el filósofo del deseo, convirtiendo su obra y su práctica en una perfecta máquina de captura del deseo del Otro, Jean Baudrillard fue el filósofo de la seducción, el simulacro y la simulación. Con Baudrillard uno nunca está seguro del verdadero estatus de lo que está leyendo, y menos de su intención.
Toda su obra está plagada de sentencias con aires de aforismos y vocación de enigma zen. Frases tales como: “El simulacro no es lo que oculta la verdad. Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero”, no resultan tranquilizadoras en ningún sentido.
Baudrillard jugaba con eso; simulaba explicar, provocaba continuamente el sentido, y dejaba a su auditorio pivoteando sobre una suerte de lógica falsa saturada de polisemia.
En La transparencia del mal (1990) por ejemplo, se animó a aconsejar: “Hay que vivir en inteligencia con el sistema y en revuelta contra sus consecuencias. Hay que vivir con la idea de que hemos sobrevivido a lo peor.”
La oscuridad de su retórica se convirtió en su grifa favorita. Él no hablaba ni escribía para públicos profesionales, autoseleccionados, eruditos y selectos, como Barthes o Lacan. Lo hacía en numerosas columnas de diarios internacionales, y sus libros fueron bestsellers a escala mundial. Así logró convertir su peculiar hermetismo en un producto de alcance masivo, llegando mucho más lejos que cualquiera de sus colegas franceses. Reversibilidad comercial de un discurso hierático deliberadamente blindado para rigurosos. “Lo que escribiré tendrá cada vez menos oportunidad de ser comprendido. Pero eso no es mi problema. Yo estoy en una lógica de desafío” , previno en una entrevista.
Se trata del mayor virus del ensayo contemporáneo, un autor imitado con descaro por académicos y periodistas, parodiado hasta el cansancio por intelectuales globalizados, y plagiado innumerables veces mediante un saqueo hormiga de imágenes y frases que nunca se terminan de entender del todo, pero que son extremadamente sugerentes. Sobre él, sus intenciones y su obra, se han elaborado las teorías más exóticas.
UN EXTREMISTA PEREZOSO
Amado y odiado por igual, dividió las aguas. Algunos han pretendido verlo como un enterrador de utopías; otros, como un extremista demasiado perezoso para actuar de otro modo. También se le ha acusado de banalizar los acontecimientos más trascendentes de nuestra época (la guerra de Medio Oriente, el atentado a las Torres Gemelas, etcétera) convirtiéndolos en meros hechos estéticos que eluden la reflexión sobre datos concretos y derraman opinión equívoca por los bordes.
Enrique Lynch, uno de sus críticos más lúcidos, escribió en la revista cultural Ñ de El Clarín, que los ensayos de Baudrillard son “prodigios estilísticos donde en ocasiones se encuentra uno con alguna ocurrencia brillante y, las más de las veces, con pases de prestigiador cínico”.
Baudrillard enfrentó el problema de su propia definición de manera muy diversa. En algunas entrevistas, se presentaba como un resistente de la cultura, como un sobreviviente de un mundo en el que “la cobardía intelectual se ha convertido en la auténtica disciplina olímpica de nuestra época”. En otras insinuó aportar más información: “Soy iconoclasta pero también agnóstico, estoico, hasta quizás moralista.” No obstante, la mayoría de las veces prefería usar sus armas predilectas y presentarse simpática y enigmáticamente como: “Patafísico a los veinte años, situacionista a los treinta, utopista a los cuarenta, transversal a los cincuenta, viral y metaléptico después de los sesenta: ésa es mi historia.”
Con el correr de los años su forma de comunicarse se volvió cada vez más esotérica y poética. Es una estética que su amigo Paul Virilio ha intentado clonar con un éxito mucho más discreto.
Por ejemplo, en una de sus visitas a Argentina, en 1996, consultado por El Clarín sobre su visión del sur profundo, comentó que para muchos europeos la Patagonia es “una región de exilio, un lugar de desterritorialización, un Triángulo de las Bermudas” y que viajar allí es como “ir hasta el límite de un concepto, como llegar al fin de las cosas” , dado que “detrás de la fantasía de la Patagonia está el mito de la desaparición, hundirse en la desolación del fin del mundo”.
Baudrillard fue objeto de los más diversos comentarios y opiniones peregrinas. La alambicada ironía de sus ensayos invita a imitar el curso errático de sus disquisiciones. Así, algún ensayista francés llegó a verlo como una suerte de “Gregory Peck, con esa mezcla de bondad y sombría indiferencia, además de su común habilidad para aparecer donde menos se les espera”.
Pero no todos han sido tan amables. Algunos de sus colegas, como el riguroso sociólogo Pierre Bourdieu, le censuraron la pretensión de filosofar desde el sillón sin ninguna investigación empírica previa que sustente sus hipótesis. Otro de los prestigiosos filósofos franceses de su generación, Jean-Francois Revel, atacó con ahínco la “arrogancia postmoderna llena de sandeces” de los pensadores de la “French Theory” (entre los que ubicaba a Baudrillard), acusándolos de “reaccionarios que erigen el fraude en sistema”, difuminando las fronteras éticas y “borrando” las diferencias “entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal”.
Para Didier Eribon, uno de los grandes estudiosos de la obra de Michel Foucault, los textos de Baudrillard no constituyen otra cosa que una deriva irracionalista del construccionismo estructuralista.
El físico Alan Sokal por su parte, autor junto con Jean Bricmont de célebre libro Imposturas intelectuales (Paidós, Barcelona, 1999) fue más lejos y duro en sus cuestiones, llegando a preguntar, en la sección dedicada a Baudrillard, qué quedaría de su obra si le quitáramos todo ese barniz retórico que lo recubre. Sokal y Bricmont se quejaron de que Baudrillard usaba términos científicos “sin ningún miramiento por su significado y, sobre todo, situados en un contexto en el que son totalmente irrelevantes. Tanto si se interpretan como metáforas como si no, resulta difícil ver qué función desempeñan, salvo la de dar una apariencia de profundidad a observaciones banales sobre sociología e historia”. Sokal y Bricmont revelaron verdadera indignación frente al empleo ligero de las más diversas referencias “científicas”, que van desde la teoría del caos hasta el Big Bang, pasando por consideraciones metafóricas y pseudomatemáticas sobre los “espacios no euclídeos”, como cuando identifica el espacio euclídeo como el progreso en línea recta de la Ilustración, y el no euclídeo como aquel en que las trayectorias se desvían por una “curvatura maléfica”.
BAUDRILLARD RECARGADO
Jean Baudrillard nació el 20 de julio de 1929 en un hogar humilde de Reims. De niño aprendió alemán, idioma que comenzó a enseñar desde muy joven en nivel secundario. Luego se perfeccionó como germanista, estudiando filosofía alemana en la Sorbonne, y llegó rápidamente a destacarse como traductor de Kart Marx, Bertolt Brecht y Meter Weiss, entre muchos otros.
Mucho más tardíamente, a los treinta y seis años, consiguió una plaza como docente de sociología en la por entonces agitada Universidad de Nanterre, en las cercanías de París, sede clave del movimiento del Mayo Francés, donde permaneció trabajando hasta su retiro.
“Vistos mis títulos, no tuve elección. En 1965 la sociología era la única disciplina que quedaba abierta. Al principio me vi obligado a aprenderme de un día para otro lo que debía enseñar a mis alumnos” , comentó en alguna entrevista.
Un año después, 1966, defendió en esa misma universidad su tesis doctoral de sociología, haciendo gala de un material teórico que serviría de base para su primer libro, El sistema de los objetos, con el que comenzó a definir un camino filosófico personal alejado del marxismo casi hegemónico de la época, en el que las “masas” dejaban de ser las víctimas del orden social para pasar a ser las cómplices del funcionamiento del sistema.
Durante años trabajó cerca del teórico estructuralista Roland Barthes, el principal artífice de la semiología (la ciencia de los signos que intenta desentrañar los vínculos posibles entre el mundo de los significados y el mundo de lo real tangible). De Barthes aprendió, entre otras cosas, ese modo tan francés de escribir ensayos.
La peculiaridad de las temáticas abordadas y su estilo, liviano y críptico a la vez, llevó a Baudrillard a ser un autor venerado por amplias comunidades de artistas e intelectuales de todo el planeta. Ya a fines de los años ochenta, era frecuente encontrar referencias o citas de su obra en circuitos de internautas, revistas de música electrónica, folletos de arte conceptual y en las fronteras universitarias del debate político, volviéndose su nombre un sinónimo autografiado de postmodernidad.
De igual modo, el estreno del film Matrix, de los hermanos Andy y Larry Wachowski, en 1999, le confirió a la obra de Baudrillard un nuevo impulso comercial, poniéndolo en contacto con un público muy alejado de la filosofía tradicional.
El rápido ascenso de la película al estatus de film de culto planetario, con la consecuente legión de analistas y hermeneutas que ésta cosechó, despertó un interés masivo por las ideas de Baudrillard, al trascender que fue cortejado insistentemente por los Wachowski, quienes intentaron integrarlo como asesor de rodaje y supervisor de guión.
A fin de cuentas, la historia inicial de la película (que en principio sólo iba a ser un cómic) se basaba en forma confesa en algunas ideas del francés, y sus directores se encargaron de reverenciarlo de varios modos. El libro (o falso libro) en el que Neo (Keanu Reeves, el gran héroe del film) esconde los discos piratas que luego vende, es justamente Simulacra and simulation, de Jean Baudrillard, cuya traducción española se conoce como Cultura y simulacro.
En otro pasaje de la película, cuando Morfeo (mentor de Neo) intenta describirle el verdadero estado de las cosas, le dice: “Bienvenido al desierto de lo real” , expresión que Baudrillard empleó con frecuencia no sólo en el último libro mencionado, sino también en gran parte de su obra posterior, como en El crimen perfecto (1996), por ejemplo.
La gran tesis de la segunda etapa teórica de Baudrillard fue precisamente la desaparición de lo real bajo un aluvión de representaciones, quedando sólo la posibilidad de la simulación.
Pese a las obvias resonancias de la película con sus ideas, Baudrillard luego de leer el guión y discutirlo con sus autores, se rehusó a colaborar con los Wachowski, por considerar que una eventual participación en el proyecto convalidaría la trivialización de sus teorías. El guión no refleja la complejidad de su pensamiento filosófico.
Luego de una penosa agonía debido a un linfoma maligno, Baudrillard murió en Paris el pasado 6 de marzo, a los setenta y siete años de edad.
LA POÉTICA DE LA SIMULACIÓN
La obra de Baudrillard presenta reminiscencias de autores como Nietzsche, Sartre y Barthes, a la vez que mantiene una distancia insalvable con la filosofía y la sociología tradicionales, con las que no mantuvo filiación alguna. A grandes rasgos procuró siempre enlazar en forma original el sentido de las cosas y el devenir de las sociedades contemporáneas. En virtud tanto de su estilo como de las temáticas abordadas, su pensamiento ha sido tan extrasociológico como extrafilosófico, presentando características inclasificables.
De todos modos es posible distinguir dos períodos en su obra. El primero abarca aproximadamente una década y esta configurado por obras como El sistema de los objetos (1968), La sociedad de consumo (1979), Crítica de la economía política del signo (1972), El espejo de la producción (1974), El intercambio simbólico y la muerte (1976), Olvidar a Foucault (1977) y otros trabajos menores. En ellas es posible todavía visualizar un plan de desarrollo, una organización argumental, y múltiples referencias a Bataille, Freud, Marcuse, Barthes, Debord o el propio Foucault, a quienes discute. Sin embargo, luego de 1979, año en que publica De la seducción (libro que abre un nuevo ciclo), Baudrillard comienza un proceso de abandono de toda ancla, llegando en sus últimos trabajos a escribir sin citas y sin respeto por ninguna regla académica de reflexión teórica.
El intercambio simbólico y la muerte es su último trabajo teórico relativamente aceptable para la comunidad científica, antes de ingresar en una zona densa y oscura en la que reina la poesía y en la que nadie puede estar muy seguro de lo que intenta decir.
Su primera etapa refleja una búsqueda entre sociológica y filosófica en la que descubre el consumo como patrón moral de las sociedades contemporáneas, al tiempo que analiza sus necesidades en tanto espejismos sobre los que se asienta la economía política.
En su primer libro El sistema de los objetos, uno de sus textos más respetados universalmente, relacionó la lingüística de Ferdinand de Saussure con el pensamiento marxista, proponiendo el valor de cambio como significante y el valor de uso como significado.
Dos años después, publico La sociedad de consumo, otro de sus libros académicos, en el que consideró el consumo como un “lenguaje social” que propende a exacerbar los deseos de los consumidores, pero no a satisfacer sus necesidades. El análisis de los objetos de consumo lleva a Baudrillard a observar los sistemas de producción, señalando que éstos producen más signos que mercancías, en un régimen que ha perdido toda racionalidad y en el que ya no se sabe qué, quién, ni para qué se produce. En este contexto, la vida se vuelve un interminable proceso acumulativo de objetos en el que hasta la propia muerte ha perdido su peso simbólico, sometida a operaciones científicas que buscan anularla. Así, la muerte, sometida a nuevas censuras, adquiere el carácter pornográfico que antes tenia lo sexual.
Baudrillard inaugura una segunda etapa reflexiva con De la seducción, categoría que desplaza en sus consideraciones a la producción. El mundo no parece ya unido por encadenamientos productivos, sino por procesos de seducción. Es la desaparición tanto de lo real como del mundo de las finalidades objetivables de la producción. En este nuevo régimen de seducción absoluta y universal, todo funciona gracias a la multiplicidad inherente del signo más que a la captura de éste en un referente claro y unívoco. La seducción es secreto puro sin verdad. Por esa razón se ha vuelto el motor del mundo, y no se puede psicoanalizar ni interpretar unívocamente.
La seducción rompe con la coherencia de la razón, aunque inaugura una nueva lógica basada en el rescate de la apariencia, una nueva realidad imantada.
Asistimos al surgimiento de una nueva forma de existencia, extática, en la que la multiplicación demencial de signos satura toda significación posible. De ahí que para Baudrillard el cáncer sea el emblema patológico de nuestra era, degeneración y muerte por proliferación y exceso. “Tras el cuerpo de la metamorfosis, tras el cuerpo de la metáfora, aparece el de la metástasis” , dice en El otro por sí mismo (1987).
En este segundo período, Baudrillard se vuelve más fragmentario y reversible, su obra parece reflejar e ilustrar constantemente las nociones que busca imponer: simulación, simulacro, seducción, banalidad y fatalidad.
Sus libros son a la vez simulacros filosóficos y simulaciones exóticas de reflexión sociológica, sugiriendo siempre mucho más de lo que muestran, insinuando más de lo que revelan, seduciendo con balbuceos que nunca terminan de enunciar lo que abordan, abandonando fatalmente al lector intrigado en un retórico mar de ambages, perífrasis, y digresiones. “Lo fatal, lo obsceno, lo reversible, lo simbólico no son conceptos, ya que nada diferencia la hipótesis de la aserción: la enunciación de lo fatal también es fatal, o no es. En este sentido, es un discurso cuya verdad se ha retirado (de la misma manera que se retira una silla debajo de alguien que se dispone a sentarse).”
Así se suceden Las estrategias fatales (1983), Please Follow Me (1983), La izquierda divina (1985), América (1986), Cool Memories i y ii (1987 y 1990), La transparencia del mal (1990), La Guerra del Golfo no ha tenido lugar (1991), La ilusión del fino o la huelga de los acontecimientos (1993), La pensée radicale (1994) y Crimen perfecto (1995).
EL ASESINATO DE LO REAL
Baudrillard se mostró siempre muy escéptico en relación con la posibilidad de introducir grandes cambios planificados a nivel político, y tampoco confiaba en los intelectuales como guías de esos procesos. También descreía de los grandes sistemas sociológicos de interpretación. A modo de ejemplo, gobernar, para él, significaba “dar signos aceptables de credibilidad. Es como la publicidad y consigue el mismo efecto, el compromiso con un escenario”.
Baudrillard sostenía que los medios masivos de comunicación y la sociedad de consumo contemporánea han generado una desmaterialización de la realidad, desviando la mirada moderna (históricamente orientada a la naturaleza) hacia el mundo de las pantallas, lo que convierte a la comunicación en un fin en sí misma y en la medida absoluta de interpretación de los sucesos.
Se ha tejido así una estructura tan compleja de símbolos, simulaciones y simulacros de realidad que ya no es posible ponerse de acuerdo o afirmar nada universalmente compartible sobre lo real.
Siguiendo una idea que Jorge Luis Borges desarrolló en un cuento (en el que narra la confección de un mapa tan extenso y detallado como el territorio que procura representar), Baudrillard señaló que en las últimas décadas el territorio ha dejado de existir, quedando exclusivamente su mapa, y se ha olvidado la diferencia entre ambos.
Encontraba el mejor ejemplo de estos procesos y fenómenos en la sociedad estadunidense, proponiéndola como una paradigma de las transformaciones culturales y simbólicas contemporáneas, ya que en ella lo real había sido sustituido por una hiperrealidad.
La autenticidad de lo real es reemplazada finalmente por una copia, por un mundo simulado e hiperreal dominado por las pantallas, en el que la gente se obsesiona con evitar el envejecimiento y se empeña en una falsa objetivación del ser. Por esta vía las masas se ven tan implicadas que no advierten que lo real ya no existe y, tal como sucede en Matrix, son incapaces de percibir que todo es una ilusión.
Poco antes de que se iniciara la Guerra del Golfo, Baudrillard predijo que la misma no ocurriría. Después, en 1991, para sorpresa de todos, afirmó haber acertado: “La guerra no ha tenido lugar.” La realidad de las viejas guerras en la que los bandos en pugna se matan salvajemente fue reemplazada por un simulacro, que llegó por televisión y en tiempo real a todo el planeta.
La operación militar de Estados Unidos contra Saddam Hussein había sido fundamentalmente simbólica: un simulacro que tuvo efectos letales sólo sobre una población pequeña, en relación con el auditorio planetario que siguió esa especie de videojuego en una pantalla. Hussein no combatió realmente, sino que sacrificó parte de sus tropas para preservar el poder. Los aliados tampoco buscaron desplazarlo, sino que arrojaron miles de toneladas de bombas para demostrar y persuadir al mundo de que estaban atacando y combatiendo a un enemigo.
Para Baudrillard, el famoso aforismo de Clausewitz de que “la guerra es la continuación de la política por otros medios” , se convirtió en este caso en “la ausencia de políticas por otros medios”. La guerra no ha tenido lugar. Políticamente no hubo cambios significativos: ni el enemigo fue derrotado ni los triunfadores gozaron su victoria.
Igualmente provocativa fue su visión de los atentados del 11 de septiembre y la caída de las Torres Gemelas. Baudrillard entendió esos sucesos no como un choque de civilizaciones, sino como una creación “simbólica” a la continua expansión de un mundo basado exclusivamente en el comercio; la globalización luchando contra sí misma y las torres cayendo por su propio peso. “El mundo globalizado no explota, implosiona.”
La violencia mayor del hecho había sido principalmente simbólica, al derribar dos torres emblemáticas del universo económico y financiero. Una violencia mucho mayor que la representada por la muerte de tres mil personas, ya que se ejerce sobre las masas de todo el planeta, esos cómplices universales de los que ejercen el poder.
Esta opinión resultó demasiado provocativa para ser tolerada por la izquierda francesa, que lo puso bajo la lupa y lo consideró sospechoso de todas las debilidades ideológicas posibles.
NOSTALGIAS DEL '68
El desencanto permanente que reflejan sus textos, ocultan en realidad una profunda y creciente nostalgia por aquella época dorada y promisoria que vivió en el París de los años sesenta. A los fans extranjeros de la filosofía francesa contemporánea solía advertirles que ahora “no pasa nada, los años sesenta y setenta fueron otra cosa, una época maravillosa –sobre todo a partir de mayo de 1968. A partir de los años ochenta se terminó todo. Seguimos viviendo de ese impulso que tantos cambios provocó en el pensamiento, pero en algún momento el mundo se dará cuenta de que ya no existe”. Repitió esta advertencia hace más de una década en Buenos Aires, donde también señaló a Francia como “un país cansado de su propia historia y de su antigua grandeza”.
No obstante, eran pocos los temas en los que se permitía ser claro. A diferencia de algunos de sus colegas, como Gilles Deleuze o el propio Foucault, cuyas entrevistas suelen ser revisadas para aclarar muchos conceptos, Baudrillard no sólo oscureció progresivamente su discurso escrito, sino que también hizo lo mismo con el lenguaje coloquial que manifestaba al ser entrevistado. Especialmente en ese gusto verborréico por definirse exóticamente.
En octubre de 1999, en una entrevista con Le Monde, se le preguntó qué quería decir con eso de ser un autor “metaléptico y viral” . Sin pensarlo demasiado respondió: “ Metaléptico es tomar el efecto por la causa, invertir o romper el desarrollo racional de las cosas. Viral es un poco lo mismo: ya no hay causalidad, lo que hay es un enredo de conexiones. Esto corresponde un poco a la idea que me hacía de un pensamiento radical que ya no es crítico y racional pero que desestabiliza el juicio y la escritura. ¿De veras soy viral y metaléptico? Digamos que en mí se trata a la vez de un deseo, de un sueño, y casi de una estrategia sistemática de inversión de las cosas o de prolongación al infinito de las concatenaciones hasta la catástrofe, por lo menos virtual.”
No se sentía en la obligación de aclarar nada y asumía plenamente una voluntad solipsista, escudándose en una especie de autismo discursivo que rechaza al lector al tiempo que lo seduce, al prescindir deliberadamente de su comprensión, como si todo el tiempo le insinuase: “Ves, no necesito de ti.”

18.10.07

No hace mucho, me dije a mí mismo una de esas declaraciones pomposas que sirven para odiar más a aquellos que se
(auto) proclaman

“intelectuales”.

Lo que dije fue (déjenme lo separo del párrafo para que se vea más contundente y bonito y aseado):


La música de Radiohead es la única
que refleja el sonido de nuestra contemporaneidad.

Desde aquél entonces (me lo dije a mí mismo, después de escuchar por enésima vez Kid A; luego lo repetí a mi amigo Gabriel Silva cuando en Santiago de Chile, mientras veía pasar el tiempo como si éste se pudriera frente a mis ojos; luego lo he repetido en distintas variaciones igual de contundentes y, por lo tanto, igual de pretenciosas y mamonas.
No obstante……………………..no obstante, considero que el
que elque elque elque elque elque elque elque elque elque elque el

tiempo y el transcurso de los sonidos que grita nuestra contemporaneidad (lo siento Sonic Youth, te faltó drama. Lo siento Sufjan, Beirut: ustedes suenan atemporales) nos ha enseñado que el sonido de Radiohead –que claro, es un sonido rock—es el soundtrack perfecto para nuestros tiempos.

(el sonido de la música electrónica, como tal, sigue siendo sospechosa para mí. porque se basa en el avance, y es como las películas de ciencia ficción: deja pasar un par de años, y los monos comenzarán a revelar su artificialidad. A menos y que seas un buen artista, o procures que tu sonido tenga la suficiente relevancia actual dentro de lo kitsch como para ser valorada.

(DepecheMode)




¿Por qué insisto en esto? Bueno, sólo tienen que escuchar la música de Radiohead para dar cuenta de sus efectos: traten de escuchar “Everything in its Right Place” para ver cómo todos los silencios se acomodan en los silencios inanimados de nuestro mundo, cómo de pronto un bote de basura tirado en la casa de enseguida, un perro dormido, un trozo de envoltorio de papitas arrugado en una esquina, a la lejanía dos que tres figurillas humanas perdiéndose en su caminata triste, todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todo todoooooooooo se acomoda de una manera con la música que no puedes más que pensar que Radiohead encontró la forma perfecta para incluir
furia contenida,
tristeza
desolación
paranoia
desconfianza
cinismo
ahogamiento
alienación
sublimidad
goce pleno
placer
en una suerte de bifurcación de estilos que, a oídos simplistas, pueden pasar desapercibidos, pero a oídos un poco más agudos, este sonido de Radiohead es un sonido ..................................
...................................................................
...................................................................
...................................................................

sin sonido, en realidad.



Es como si hubieran inventado una forma fresca, rica, novedosa, experimental de hacer música, pero que el resultado final te lleva a un grado cero, donde no estás escuchando nada nuevo, pero al mismo tiempo, jamás habías escuchado algo así.


Sí. Creo que me gusta Radiohead.


Me gusta cómo su música “explica” los escenarios que me rodean. Lo hacen de manera más nítida que cualquier otro grupo actual.


Pulsares de imágenes en computadoras, movimientos manuales estigmatizados por el ritmo intenso del trabajo contemporáneo, hiperestimulaciones a mil por hora que desensibilizan y resensibilizan la mente como si el cerebro fuera un juguete, la maleabilidad de las horas y de los escándalos noticiarios que duran en nuestra conciencia hasta que llegue el próximo video en youtube para que nosotros, sujetos, no advirtamos que poco a poco, lenta, sigilosamente, nos estamos quedando completamente solos.

(sí. Es una exageración. Pero suena bonito, ¿no?)
(no)

Me gustó la estrategia que utilizó Radiohead para difundir su nuevo disco. Acude a su página, entra a un simulador de compra en línea. Selecciona la opción que más se acomode a tus apetencias: puedes mandar pedir el disco físicamente, o puedes bajarlo desde la página. Puedes……….inclu…………….so

bbbbbbbbbbbbbbbbbbbajar
el disco g r a t s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s s

esto es.
)p)p)p)uedes seleccionar la cantidad de dinero que estás dispuesto a pagar por el disco.

Nada mal, ¿edá? Bien. Pues las implicaciones, según mis asegunes, son más reflexivas.


En los últimos die
z, quince años, el modo como consumimos nuestros alimentos de entretenimiento son cada vez más acomodaticios a nuestra necesidad por estimularnos constantttttemmmememememememente.

Siempre
A toda hora
A toda horda
No s pe r de mm os e n eeeel v ací o de u na in f i nid ad de estilos formas propuestas delicias musicales,
que simplemente con hacer click obtenemos lo que queremos.

Los músicos han reaccionado de maneras distintas. El alegato ha sido extenuante. En el inter, grandes cantidades de grandes discos han surgido: una cantidad extraordinaria de buena música aparece a diario. Pitchfork, la revista electrónica que se dedica a reseñar lo último en nuevas tendencias (son los sacralizadores de bandas como Spoon, Broken Social Scene, Animal Collective, etc., así como en algún momento lo llegó a ser la revista SPIN, en la era protoelectrónica), se renueva TODOS LOS DÍAS. Esto es, el equivalente a la sección de reseñas de una revista cualquiera es de unos doce discos por mes. Pitchfork reseña un promedio de veinte discos a la semana.

(Por cierto: cuando en el post anterior hablo acerca de la fama y la inmortalidad como factores determinantes en la valoración de una obra –allá cuando podíamos decir cosas como “clásico instantáneo”—me refiero precisamente a eso: es tanta la música, son tantos los libros, son tantas (bueno, ya no tantas) las películas interesantes en cartelera, que lo único que podemos hacer, golosos que somos, e s s

E
N
G
U
L
L
I
R
L
O

todo, como si fuera cualquier cosa.

Esto me lleva al viaje original: Radiohead.

Su nuevo disco es primoroso. Es la cortada en la encía que no dejas de tocarte con la punta de la lengua. Es el incesante brillo del foco de neón en una farmacia, el que no deja de tintinear y que tú no dejas de ver desde la ventana de tu recámara, mientras escuchas el disco de Radiohead y Thom Yorke canturrea una y otra y otra vez "I have no idea what I'm talking about" (o algo así) . Siguen siendo, a pesar de la distancia, a pesar de que habrá una infinidad de personas ninguneadoras diciendo “¡blah! Yo ya estoy escuchando a la última banda, llamada Sickle and Fog, son muy buenos, el cantante grita como si estuviera muerto, y ya sé que eso no tiene sentido, pero en verdad lo tiene, si es que llegas a ser igual de cool que yo y los escuchas. . . . . . . . . . .”, siguen siendo un sonido presencial de nuestros tiempos.
Posthumano. Postcínico. Postmelancólico. Postirónico. Posterior a lo que sigue.

Radiohead es primoroso. Y aparte, con esa acción de poner su último disco en su página para que lo consuma como tú lo desees, con este ejercicio de libre consumo de su música, de libre circulación de los sentidos que tiene el acto de escuchar, la desmitificación del acto de "comprar" (de todos los actos modernos, el más reverenciado, el más religioso de todos) revela los tiempos de manera clarísima: "Tú, consumidor de lo que estas tierras virtuales producen, siervo fiel de este nuevo feudalismo de semblante existencial: compra mi música como te dé tu regalada gana. Tú creaste esto, tú decides, de aquí en adelante, qué hacer con él.”
Gracias, Toro.

11.10.07

No hace mucho tiempo, Andy Warhol dijo que, en un futuro, todos seríamos famosos por quince minutos.



Hace mucho menos tiempo, en voz de Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal, escuché que el escritor tijuanense Rafa Saavedra sostuvo que, de ahora en adelante, todos seremos famosos para quince personas.



Hace unos cuantos minutos (¿quince? nah...) llegué a la conclusión que el gran problema que enfrentamos, en el ámbito del arte y la producción creativa es que, en realidad, la afección no es ni temporal ni cuantitativa, sino de supervivencia: en un futuro, todos seremos inmortales sólo durante quince minutos.



O quizás más, o quizás menos. Depende del tiempo que páginas como yahoo mantenga la noticia viva, rica y permanente en su menú de notas del día.Un muerto famoso durará famoso menos tiempo que antes, su inmortalidad se basará en el tiempo que dure su importancia como "soundbite". La obra de un artista, del mismo modo, sostendrá una inmortalidad cada vez menor. La trascendencia, hoy en día, dura menos tiempo que antes.



Precisamente porque sólo haces click en "refresh" y el mundo surge de nuevo, con nuevas inmortalidades que durarán segundos, o un tiempo indefinido mas no de una permanencia más...tangible.



Los historiadores están fascinados por esto, me imagino. Las recurrencias de la historia, las vicisitudes del tiempo, han sido afectadas por la velocidad de la información. Cada vez somos más, cada vez acumulamos más presencias virtuales en nuestro imaginario relacional. Cada vez sentimos breves experiencias sublimes que duran por espacio de un comercial televisivo.



¿Quién no se ha sentido completamente abrumado por la excelencia conceptual de un comercial televisivo?
¿Quién no se siente abrumado por la cantidad excesiva de muy buenos libros, muy buena música, muy buenas películas, muy buenas obras de arte? Y sin embargo, ¿qué tanto incide su impacto en el diario devenir de nuestra reflexión sobre el mundo?



La duración de nuestras experiencias significativas establecen el estándar de cómo medimos de aquí en adelante el tiempo que permanece en nuestra conciencia la presencia de las cosas que nos "marcan."



Por lo tanto, la vida y tensión significativa de las cosas pierden su capacidad para mantenerse en el tiempo, por lo tanto, fenecen más rápido. Por lo tanto, su pretensión de inmortalidad es equivalente a la vida efímera de una chicharra.
Ruidosas las chicharras, sí, efectivamente. Pero duran poco.



Creo que las chicharras viven la vida más parecida a la que experimentaremos los seres humanos prontamente.



Las chicharras tienen un tiempo de vida de aproximadamente 24 horas. Siempre bromeo con esta idea, y explico al que se deje que la razón de su grito perpetuo durante todo el tiempo de sus vidas es que duran 17 años en gestar. 17 años para 24 horas de vida. Su grito es un grito existencial. Nadie les dijo que toda su lucha por existir iba a reducirse a 24 horas de respiración atmosférica.



Hoy en día, lo que hacemos es gritar como chicharras.

1.10.07

Los avatares de la impotencia
Por Seamus O’ Reilly


Mi padre se autoproclamó impotente a la terriblemente poco tierna edad de sesenta y cinco años, y si bien su impotencia se debía más a factores de orden psicológico-vuelto-patológicos (combinen los bombazos en Londres en plena Segunda Guerra Mundial con una mezcla maldita de químicos provenientes de la fábrica donde trabajaba a los dieciséis años como rata de laboratorio para una compañía farmacéutica, así como con los posteriores incesantes gritos de mi madre, la absolutamente enloquecida mujer de los ojos en forma de espiral, como le decían todos los vecinos del barrio irlandés donde nací) también podemos decir, ayudados por el tiempo, que se debía a factores de orden humano.

Su impotencia era humana, no sólo sexual. La impotencia de todos los seres humanos, no es sexual. Es humana. Nacemos impotentes. Somos el percance de un tiempo y un espacio que decidió dotarnos con una búsqueda de sentido que no está ahí, y que por lo tanto, nos dota de impotencia. Nacemos, nos desarrollamos, descubrimos nuestra impotencia. Luego nos vamos a Wal Mart. O a un restaurante de comida rápida. Nos quejamos con las cajeras o con los que nos acompañan, nos quejamos con los meseros y meseras, nos quejamos en las hileras del supermercado, o rumbo a no sé dónde diablos, nos quejamos. Pero no hay nada que podamos hacer.

Claro, algunas veces los seres humanos nos vamos a la guerra (como la Segunda Guerra Mundial? no. Me refiero a guerras de verdad, las civiles, esos momentos de conciencia --como decía Foucault-- donde todo pierde sentido, incluso el sentido de impotencia que de pronto se olvida, porque hay cosas más interesantes que hacer, en ese momento...como derrocar sistemas) pero en realidad, los seres humanos tenemos pocas oportunidades de vivir ese tipo de realidades. Y por lo tanto: IMPOTENCIA.



Todos nos sentimos impotentes, en algún momento u otro. Podemos sentir impotencia ante la crueldad del mundo (que más que nada, nos enojamos porque los escaparates de la realidad vuelta espectáculo son demasiado bochornosos como para que nuestros sentidos los soporten), podemos sentir impotencia ante la crueldad de nuestras circunstancias, podemos finalmente sucumbir a una condición terriblemente judeocristiana de reunirnos en nuestro propio sentimiento de inutilidad y decir
“pos ni modo, qué le vamos a hacer.”

El hombre, mi padre, jamás pudo despertar a la verdad atroz de la realidad, pero cuando lo hizo, su única reacción fue la bendita y eterna acción de cruzarse de brazos, que es distinto a ponerse de bruces, y todos sabemos que esa fue una acción que muchos niños realizaron durante la Segunda Guerra Mundial. Mi padre se cruzó de brazos y dijo “Ya. Hasta aquí llega mi necesidad de comprensión de la realidad. Pa qué le busco más peras al olmo, pa qué transito por sitios donde deambula eso que llamamos verdad (y que Savater llama “certidumbre”), pa qué llevo mi cerebro constantemente al atolladero del conocimiento, si al final del día, lo único que importa es lo que voy a decir segundos antes de dar mi último suspiro."

Mi padre no era una persona muy alegre que digamos.

Y eso me hizo muy alegre, pero impotente(no me refiero a esa “otra” impotencia, ya que mis doce hijos, dispersos en distintas y desconocidas partes de este planeta, pueden ser un testimonio viable de que nunca he fallado en ese sentido. Por cierto, si alguien conoce a alguno de mis O’Reillys, díganles que los quiero. Hay varios que yo jamás he conocido. Y creo que no me quieren conocer.) No obstante, me convirtió en un necio. En uno de esos que insisten, de esos molestos que siempre tiene que dar de toqueteos a la herida, que siempre busca que nunca se diga la última palabra (porque siempre tengo que arremetar con otra frase que suscita otra palabra última, que sucesivamente nos regresa a una continua discusión con mi(s) esposa(s) y mi padre, el impotente-en-ambos-sentidos.)

Creo que ese es el lado bonito de la vida: el que existe la posibilidad de insistir, aun cuando todos estamos convencidos que podemos estar mejor muertos. Eso es, definitivamente, una lucha frontal contra la impotencia.