Ellos creyeron, ¿por qué yo no puedo?
"Es un momento particular: París en mayo de 1968, cuando estudiantes y trabajadores tomaron las calles en un arranque de imaginación y furia….”
Ahora ya no está, pero la imagen de un espectacular en mi vecindario de Nueva York me acecha. Era un anuncio para el diseñador de modas Alexander McQueen y, como muchos anuncios estos días, no mostraba ningún producto. En vez de ello, elevándose por encima del pavimento se encontraba un retrato en súper tamaño de una protesta callejera. Es un momento particular. París en mayo de 1968, cuando estudiantes y trabajadores tomaron las calles en arranque de imaginación y furia. Tomaron la ciudad y derribaron al gobierno francés. Pero no necesitas saber los aspectos particulares como para ser conmovido por la imagen.
Es un close-up de un puñado de jóvenes protestantes en medio de la calle. A la izquierda se encuentra una hilera de mujeres atractivas, veinteañeras, vestidas con la despreocupada elegancia reconocida en las mujeres parisinas. Sostienen banderas rojas. Algunos de los polos apuntan hacia delante, otros hacia atrás. Las banderas ondean de hermosamente, como lo hacen en las pinturas del realismo socialista. Dos jóvenes están parados de espaldas a estas mujeres. También tienen estilo, traen puestas unas chamarras de cuero. Llevan los megáfonos a sus labios, hablando no al grupo de espectadores que vemos alineándose en la acera, sino a un público mayor, invisible, el que se encuentra en la calle y alrededor del mundo.
Es una imagen asombrosa –tanto estética como históricamente—que sin duda alguna fue por eso que la agencia la seleccionó. Nos habla de la rebelión como moda, la lingua franca del consumo de masas en la actualidad. Es la vieja alquimia de la publicidad: compra este producto y mágicamente de convertirás en alguien más. La última colección de diseño de McQueen, así como su campaña de publicidad, tomó del imaginario de los mods y los rockers. El paso de las imágenes de la rebelión subcultural de Gran Bretaña a medidados de los sesenta a la rebelión política en Francia a finales de los sesenta sólo son unos cuantos años y un salto al Canal. El tiempo y el espacio y la ideología son fácilmente trascendidos por la apropiación de la publicidad; sólo la imagen de rebelión permanece como una constante.
Esto no es nada nuevo. La cultura de la rebelión ha sido acogida por la cultura misma de la cual se rebelaba durante algún tiempo. Puede decirse que el primer artefacto cultural de la bohemia moderna, La Vie Bohème (1896), junto con su reencarnación operática con La Bohème de Giacomo Puccini fueron, y siguen siendo, muy populares con la burguesía misma que critica. Para 1968, la disquera Columbia Records estaba vendiendo música con una imagen de jóvenes protestantes en una celda con el mote “Pero el hombre no puede arrestar nuestra música,” y hoy en día, la imagen de Che Guevara vende de todo, desde camisetas hasta relojes Swatch hasta vodka Smirnoff. La cooptación de la rebelión ya es historia vieja.
Pero hay algo nuevo en el anuncio de McQueen. Lo que está siendo apropiado no es sólo la imagen externa de la rebelión, sino las pasiones internas del rebelde. Lo que hace tan seductor al espectacular es que estos jóvenes protestantes creen en algo, no sé exactamente en qué creen –bien podrían estar gritando eslóganes maoístas o situacionistas—pero los detalles de lo que están diciendo y protestando son mayormente inmateriales. Ellos creen. Es difícil explicar cómo sé esto. Se encuentran las señales: la sonrisa paradisíaca que ilumina el rostro de la mujer en el extremo izquierdo, cuya boca está entreabierta, a medio grito, la tranquila confianza del joven enfrente que sostiene el megáfono como solista de jazz, y que claramente sabe que lo que tiene que decir es más grande que él. Pero hay algo más que estos marcadores visuales. Es una presencia que permea en la imagen completa. Una presencia que se extiende a la historia, pasando por su actual apropiación en este espectacular y que me confronta donde estoy. Puedo sentir que ellos creen.
La publicidad –capitalismo de consumo—necesita de la creencia desesperadamente. El consumo en este mundo sobredesarrollado es llevado a cabo mayormente como una costumbre más que como el resultado de una creencia real en algo. Este es el precio que un sistema paga por la hegemonía: una vez que una ideología se vuelve rutina al interior de la conducta cotidiana, la creencia ya no es un problema. Kevin Roberts, CEO del gigante de la publicidad Saatchi & Saatchi, hicieron un llado reciente a las compañías para pasar de las marcas (trademarks) a lo que él llama “lovemarks.” De acuerdo con Roberts, es sólo al momento de crear marcas con “resonancia emocional” que fomenten la “lealtad más allá de la razón” que las compañías pueden esperar remover la psique sedada del consumidor contemporáneo. Los publicistas temen, y con razón, que nos hemos vuelto como los zombies de la clásica del cine de terror Dawn of the Dead, de George Romero, y que regresamos a los centros comerciales por puro hábito. Al apropiarse de la pasión política de los protestantes parisinos, Alexander McQueen intenta animar un deseo muerto.
La expresión del espectacular –y la apropiación— de la creencia política me confronta con mi propia fe. No mis convicciones como consumidor (soy más o menos un zombie) sino mi creencia como ciudadano político. He sido activista durante toda mi vida adulta. He construido casas en Nicaragua, he marchado con los sindicatos, he organizado grupos comunitarios de activismo y he cerrado ciudades con protestas masivas, pero no puedo decir honestamente que en realidad haya creído. Mi activismo, como el de muchos de mis camaradas generacionales, fue más un activismo reactivo, o incluso existencial. Actuamos para mantenernos con lo poco que teníamos: jardines comunitarios, rentas accesibles y el derecho a sindicalizarse. O actuamos porque no actuar era simplemente inconcebible, y significaría aceptar las cosas como son, y sabíamos que algo estaba mal con las cosas. Pero ¿creer, verdaderamente creer, en algo? Les mentiría si les dijera que sí.
Pienso que no soy el único en la izquierda [con este sentimiento]. Pregunten a los liberales en Estados Unidos en qué creen. Podrían decirte que quieren terminar la guerra en Irak, que desean seguridad social universal o que se encuentran inspirados por Barack Obama. Pero estas no son creencias, son acciones políticas y políticos. Creer en algo como la paz universal o una sociedad bondadosa o un mundo con grandes líderes (o sin líderes). Sólo al momento que crees en tales grandes imposibilidades es que los pequeños logros son posibles. Es por ello que los liberales, por casi dos décadas, no han logrado nada. Muchos radicales contemporáneos son un poco mejores. Tienen grandes creencias pero pocos deseos de realizar lo que creen. Hacerlo pondría en peligro su estatus externo como rebeldes. Como tal, su creencia se halla en mala fe.
Creer es lo que el otro lado hace: los fundamentalistas cristianos que creen en el éxtasis y la rectitud de sus causas, los radicales musulmanes que sueñan en un Califato y un retorno a la ley islámica o incluso los neoconservadores de Washington, que fantasean con exportar los libres mercados y la cultura occidental por la fuerza. La creencia también es parte de la herencia incómoda de mi propio lado. Fue una suerte de fe utópica lo que llevó a la colectivización forzada y los brutales proyectos públicos que marcaron a la Unión Soviética de Stalin y a la China de Mao.
Fue una creencia en la inevitabilidad de un nuevo mundo lo que animó a los estudiantes que protestaron en París, y en muchos otros lugares, en 1968. No obstante, cuando este nuevo mundo no pudo surgir, dicha fe pasó a ser la ilusión de la victoriosa lucha armada en Occidente (la Weather Underground, la Brigada Rosa o la pandilla de Baader-Meinhof) o una retirada pacífica a las comunas. En todas estas narrativas históricas, la creencia lleva al cielo, al gulag, al engaño o al aislamiento. Esta es una historia de la cual trato desesperadamente de despertar.
No obstante, sin creencia, ¿puede haber progreso? Ya que, por mucho que deteste a la derecha religiosa, tengo que aceptar que ellos han obtenido resultados: su agenda, sea la de los valores de la familia o la Guerra contra el Terrorismo, es ahora la agenda de los Estados Unidos. Podemos debatirla, pelear en contra de ella o tratar de redefinirla, pero Ralph Read y Osama bin Laden son los que han definido “eso” contra lo que reaccionamos. Y la izquierda, en su fase más fuerte, también fue la izquierda con las más fuertes creencias. Fue la década de los treinta la que trató de realizar el ideal de la sociedad moderna que cuidara por todos sus ciudadanos, y la década de los sesenta la que conjuró una cultura de la libertad individual. La creencia motiva, te levanta por las mañanas y te dirige al horizonte; te hace actuar para traer a la luz lo que reconoces como imposible.
Yo sé que la creencia es necesaria para inspirar y motivar, esto es lo que la convierte en una propiedad tan candente para los publicistas y los activistas por igual; aun así, encuentro difícil creerlo. Han sido demasiados los eventos más atroces y estúpidos de la historia, los que se han iniciado por aquellos que realmente creen. La creencia es ciega. Prefiero actuar en el mundo con los ojos bien abiertos.
¿Pueden acaso reconciliarse la creencia y el escepticismo, la racionalidad y la fe? La creencia es un edificio construido a partir de elementos efímeros como la esperanza y los sueños. La racionalidad exige una fundamentación firme, constantemente puesta a prueba, por medio de la inspección y la deconstrucción. El filósofo René Descartes descubrió esto hace siglos, cuando intentó sin buenos resultados comprobar que Dios existía. Es también la razón por la que la “lógica” de los creacionistas hoy en día sea tan débil, cuando se presenta en un debate académico o en una corte (aunque la mayoría de la gente en Estados Unidos sigue creyendo en el creacionismo y sus variantes). Combina las llamas feroces de la fe y las frías aguas del cálculo y obtienes un montón de cenizas mojadas.
Y aun así, llevo la guerra de esta oposición en mi interior. Yo sé, por ejemplo, que estoy determinado por mi biología, mi historia y mi ideología; no obstante, actúo como si fuera completamente responsable de mis acciones. Cuando veo un programa de reality TV o visito Las Vegas, por ejemplo, yo sé que lo que estoy viendo es una representación escenificada de personas verdaderas o de edificios históricos, pero mi disfrute es contingente con mi sentimiento como si ambos fueran reales. Pienso que el truco es poseer tanto creencia como escepticismo, simultáneamente, sin tratar de reconciliar ambos. Esto es, existir en algún lugar en medio, resonando con ambos, aun cuando no sea completamente subsumido por ninguno de los dos.
Esto es menos imposible de lo que suena. La ironía, por ejemplo, funciona de la siguiente manera: conforma una declaración de creencia que sólo puede entenderse al no creer en ello. Y mientras la ironía lleva la mayor de las veces a una distancia sonriente y conocedora, sí me sugiere que puede haber maneras para suspenderse entre los polos de la creencia y la descreencia: una creencia crítica, provisional e irónica.
Necesitamos creer, pero también necesitamos recordar que nosotros somos quienes hemos construido (y que por lo tanto podemos deconstruir y reconstruir) los objetos y rituales de nuestras creencias. Esta creencia crítica es la pesadilla de políticos y publicistas, dado que ambos prefieren que nosotros sintamos una lealtad más allá de la razón, o expresar un escepticismo cínico, ya que ninguna de estas subjetividades exigen una conciencia autoconciente de que somos los arquitectos de nuestros propios ideales.
Probablemente nunca tendré el rostro beatífico de convicción que se ilumina en los rostros de esos jóvenes protestantes en las calles de París. Ni tampoco compartiré las certidumbres del escéptico que señala que esta imagen en espectacular es realmente sólo una campaña publicitaria y que la foto fue probablemente trucada. La creencia que quiero creer no es fácilmente reducible a un eslogan político y no se traduce bien en un eslogan religioso. Sería en realidad un espectacular medio mal hecho. Quizá por esta razón misma, valdría la pena hacerlo.
Stephen Duncombe es autor de Dream: Re-Imagining Progressive Politics in an Age of Fantasy. Ha sido activista toda su vida, y enseña historia y política de los medios y la cultura en la Gallatin School de la Universidad de Nueva York. Este texto apareció por primera vez en Afterimage: The Journal of Media Arts and Cultural Criticism, www.vsw.org/afterimage.