Carlos Dautt, indie star.
Puedo verlo, ver su presencia, a lo largo de una larga historia. Viajar en el tiempo, situarlo en bares, tugurios y enclaves hechizos para la exhibición de la pureza: el primer toquín de Ramones, presenciando el díscolo bailoteo de Iggy con los Stooges, silenciado por el ruido de una de las presentaciones de Suicide, cuando Krafwerk tocó por primera vez en N.Y., llevado a la mudez por la mudez histriónica de Ian Curtis en medio de un concierto de Joy Division, aferrado al muro de sonido de un concierto de Hüsker Dü, lagrimando con la melancolía de Sebadoh, con la pérdida literal del espacio cuando estaba frente a ese otro muro más cósmico de sonido que es un concierto de Sonic Youth. Pude verlo, cuando estábamos en el concierto de Jon Spencer Blues Explosion, o cuando Bloodbrothers. Guardaba silencio, volteaba a sus alrededores, queriendo compartir el momento, la situación que sucedía en el escenario, algo único, irrepetible. Compenetrado con el sentido del sonido. Pero sobre todo, compenetrado con la idea de la música como acto de purificación.
Carlos era para mí un indie star. Los ha habido a lo largo de toda la turbulenta historia de la música independiente en Estados Unidos, en Gran Bretaña, España: el apasionado, incondicional y enamorado fan de la música. No se necesitan aspavientos ni dibujos animados para demostrar lo que han significado estas figuras para la historia de la música Indie. Son los motores silenciosos que han hecho que las bandas mantengan viva la noción de que la música libre lo puede todo. Son la razón de ser de estos músicos, el motivo por el cual hacen lo que hacen, más allá de la expresión personal. Es comunicación. Y gran parte de la música que amaba Carlos se comunicaba directamente con él. Y los músicos lo sabían.
Yo imagino que Carlos tuvo oportunidad de comunicárselo a ellos, a los músicos. Siempre averiguaba cómo ponerse en contacto con las bandas, compartir la sensación que le producía su música, misma que compartía emocionado con cuanta persona se pusiera frente a él. Carlos no necesitaba un sentido ulterior para la existencia. La música lo era todo. No necesitamos más, en realidad. No había necesidad de sueños guajiros y pasiones de poder, cuando tienes la oportunidad de presenciar ese acto mágico de escuchar una banda por primera vez, de escuchar eso que ocurre cuando la música te ofrece la posibilidad de la magia. Muchos de nosotros reconocemos esa sensación: es cuando se paran los oídos, como perrito, cuando algunos sonidos tienen la particularidad de seducir nuestra sensibilidad. Es inexplicable. Carlos usaría muchas menos palabras que yo. Probablemente diría “¡Ay, que loco!”
Carlos ha estado en todos esos momentos de la historia de la música. Ha sido todos aquellos fans que se mantienen absortos ante la magia de una banda en vivo. Es el fan silencioso que reúne todos los objetos de deseo en cajitas especiales, que atesora ciertos artefactos (camisetas, autógrafos, ediciones raras de CD’s, fotos, recuerdos que comenta anecdóticamente la siguiente vez que platicas con él). Cuando yo lo conocí, ya estaba en pleno movimiento su fascinación por la música. Creo que lo conocí en un concierto de Sebadoh, pero no íbamos juntos. Coincidimos en algunos lugares, fuimos el Rodo, él y yo a unos conciertos en San Diego, regresábamos felices, agotados y abotagados por la experiencia. En todo momento, Carlos no dejaba de hablar de lo próximo, de lo que sigue, de la siguiente banda, el siguiente movimiento, la búsqueda del grial Indie que a muchos de nosotros nos mantiene vivos. Me da pena que nunca compartí con él –dada la distancia—lo que me produjo la primera vez que escuché a Broken Social Scene. Pero sí me da gusto haber compartido el viaje, el trayecto, esa animada experiencia, muy chicalense, de atravesar desierto y bosque para llegar a un sitio donde la banda de tus sueños recientes tocará. Y nunca nunca defraudan, aunque para algunos sí.
Cuando fui a un festival en Los Ángeles donde tocaron los miembros sobrevivientes de Minutemen, mientras estaba sentado en una escalera viendo de picada a Mike Watt y George Hurley frente a miles de espectadores que esperábamos ansiosos ese momento, mientras vimos a dos héroes, en el sentido más puro de la palabra, en ese espacio diminuto entre canción y canción, pensé en Carlos. Sin darme cuenta, quizás, que me estaba perdiendo un histórico concierto de Modest Mouse en otra sección del festival.
Y el recuerdo ahora es como imaginar que cada uno de los que presenciaron ese toquín eran el Carlos, una imagen muy a la Being John Malkovich, cuando Malkovich entra al cerebro de Malkovich y se encuentra con una interminable y espantosa repetición de sus muchos egos. Pero menos tenebrosa. Más bien, plácida. Como que todos los asistentes al toquín se reunieran en mi recuerdo como un mismo espíritu. El espíritu de Carlos. Que siempre se encontrará entre nosotros.
No obstante los infiernos, no obstante las desavenencias del alma, hay algo que jamás se podrá negar de él: Su pasión. Habrá que ver con cuántas pasiones adicionales podemos contrarrestar en esta ciudad su ausencia.
May you rest in beautiful, Sonic peace.
1 comment:
never dies!
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