Breve historia de una vida breve
Hace dos semanas, casi al inicio del año, nuestra perrita, Nube, dio a luz a cinco carhorros. Recibimos la noticia con una mezcla de gusto y deconcierto, sobre todo porque todo este tiempo nos referíamos al padre de estos críos como el “hermanito” de Nube. Una mañana, ahí estaban, cinco leves, diminutas vidas aferradas a las tetillas de su madre.
Pudimos notar en los siguientes días cómo Nube se volvía aprehensiva con sus hijos, cómo dividía su ímpetu entre celebrar nuestra llegada al trabajo y atender a los cachorros, que estaban dentro de una casita, la mayoría del tiempo chillando.
Cecy y yo pensábamos en la mejor manera de repartirlos, en llevar al buen Wilfrido al veterinario para esterilizarlo, incluso en la posibilidad de quedarnos con uno de los cachorros, una hembra. Para que le hiciera compañía a Nube.
Al cabo de dos semanas los cachorros ya comenzaban a crecer, pero Cecy de pronto descubrió que una de las cachorritas se iba quedando más flaca. Detectó que todos los demás cachorros fácilmente se alimentaban de la leche de su madre, pero esta en particular tenía problemas. No sabemos a ciencia cierta si se debió al abandono de la madre, a la posible detección de un padecimiento que nosotros humanos no detectamos, o simplemente a una lucha por sobrevivir que, por azares del destino, le otorgó más voluntad a los demás y menos voluntad a esta perrita. No sabemos estas cosas. Simplemente suceden, han sucedido siempre, todo el tiempo, desde hace mucho, mucho tiempo.
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Fue en la noche cuando Cecy la encontró. Me resquebrajé emocionalmente cuando vi a tan diminuta criatura, su tamaño no mayor que la palma de una mano. Su cabeza se tambaleaba en busca de un sostenimiento, en busca de sustento, husmeando aquí y allá, gimiendo, los ojos cerrados, el cuerpo nervioso, huesudo. Si acercaba mi oído a su boca, podía escuchar su respiración. Si la sostenía en mi mano podía ver sus patitas moverse frágilmente. Si la presionaba muy ligeramente podía sentir el latido de su corazón. Si dejaba que se calentara en mi pecho podía sentir una vida, luchando por permanecer en esta realidad.
Me detengo unos momentos para plantear lo siguiente: por supuesto que una lectura desenfadada y carente de asombro tomará todos estos detalles como melosos, ñoños, sentimentales, quizá un poco ingenuos. Igualmente, he descubierto cómo la escritura ha engendrado en mi cuerpo y en mi pensamiento una fuerte coraza, de la que no son exentos la mayoría de los escritores (sobre todo cuando celebran la muerte que nos rodea, con una voz como de profecía que emula la oscuridad de nuestra cultura, pero sin un céntimo de empatía) que no se inmuta con nada, que prefiere dar paso al cinismo y la ironía y que cualquier dejo de emociones entra al rubro de lo melodramático. De lo simplón. De lo que “no tiene chiste”; sin embargo, creo que el cúmulo de experiencias de los últimos dos días ha dejado en mí una marca indeleble, permanente, que al mismo tiempo me ofrece la claridad para detectar, en su flujo, cómo la vida transcurre con tanta fragilidad. De cómo la vida es un golpe de suerte. Y no sé si esto deba celebrarse o respetarse o aceptar resignadamente.
Si alguien considera que lo que estoy escribiendo es “cursi,” puede irse mucho a chingar a su madre.
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Al principio creíamos que era macho. Incluso, creo que sí habíamos detectado que se trataba de una hembra, pero por alguna razón pensamos lo contrario, y en algún momento, mientras decidíamos qué hacer y Cecy ya había conseguido una toalla y una canastita donde poder acogerlo, llevó el nombre de Romualdo. Fuimos al veterinario. Ella nos explicó que estas cosas suceden, que es parte de la naturaleza, y que debemos aceptar lo que pase. Tiene posibilidades de vivir, y tienes posibilidades de morir. 50/50. Claro, sería sencillo que nosotros optáramos por dejar que esa vida se desvaneciera. “Así son las cosas,” “Es la ley de la naturaleza,” “No podemos luchar contra un orden establecido,” “En este mundo, el que sobrevive es el más fuerte, el más capaz.” Y el más rapaz.
Fíjense, quizá extienda el sentido de esta experiencia demasiado, pero desde el momento que vi a esa criatura en esa delgada línea entre luchar por la vida o sucumbir a la muerte, me di cuenta que nos hemos olvidado que todo está conectado con todo, que ese es un ser vivo, como todos los seres vivos que estamos pululando, respirando, farfullando, cogiendo y consumiendo en este mundo, y que un par de minucias como el lenguaje y la razón nos ha permitido prescindir de estas conexiones. “Esa breve vida es la vida de todos nosotros,” he pensado para mis adentros desde que tuve a este cachorrito en mis manos, “es la vida que enfrentamos con imaginación pero al mismo tiempo con un afán darwiniano que intenta justificar lo abominable como ley inamovible.” Creo que el hecho de que este tipo de vidas breves haya pasado a un segundo plano de importancia, ha permitido también que nosotros pasemos a ese segundo plano todas las vidas –humanas, animales, naturales, orgánicas—y les deleguemos esa conciencia a los hippies y a la gente new age. Creo que olvidamos una cosa concreta, y repito: esa vida es todas nuestras vidas, es una sola vida.
Es la vida de nuestra atmósfera, de nuestros latidos como ritmo pulsante en el mundo; es la vida de todas las especies, de todos los organismos, desde el más insignificante hasta el más gigantesco; es la vida de nuestra sangre, la sangre que corre por nuestras venas, es la vida de esa sangre que se cruza en el camino con otra sangre para extender las posibilidades autopoiéticas de nuestra especie; es la vida de las plantas que circulan a nuestro alrededor, a veces también sucumbiendo a las inclemencias del tiempo; es la vida de los animales, algunos silvestres que logran escabullirse entre las piedras, algunos domesticados que nos han servido de alimento o de compañía; es la vida de una flor, de un fruto que se desprende de una rama, son las polvosas ramitas de un diente de león que se esparce con una ráfaga de viento; es la vida de nuestros movimientos, de eso que solíamos llamar el “espíritu,” y que en ocasiones lograba trascender y transformar su alrededor. Es la vida de los que no tienen las mismas oportunidades, las de los animales que emigran a otras latitudes para poder sobrevivir, es la de las personas que conforman un constante tráfico humano que se desterritorializa en aras del progreso, las de los trabajadores explotados, los campesinos rodeados de una tierra en ruinas, las comunidades indígenas que luchan, como lucha cualquier vida breve, por reclamar un espacio, una convivencia, una existencia en este mundo.
No se trata de una analogía, y nuevamente, sé que estoy estirando mucho el sentido de este argumento, pero creo sinceramente que esa relación tan fría que hemos nutrido con respecto a la vida que nos rodea, y que nos permite simplemente decir “pues que se muera ese perrito,” es la misma relación que nos ha permitido decir “pues que se mueran esos indígenas, esa prole, esos trabajadores, esos animales, esas plantas, esas comunidades sepultadas por la violencia y la desigualdad social.”
Porque es la ley de la naturaleza, una ley que se acomoda justamente a nuestras necesidades como especie, la que nos ha permitido aceptar que unas personas lo tienen todo para vivir, y otras personas lo tienen todo para morir. Y así las cosas, pues. No hay nada qué hacer.
Pudimos haber seguido el dictado de esta naturaleza, pero Cecy y yo decidimos ayudarle a esta cachorrita luchar por su vida, por su breve, débil vida. Existen las opciones, podemos dejarla morir, podemos ahogarla para que deje de sufrir, podemos dejar que se desvanezca entre los demás cachorros y que luego sirva de alimento para ellos mismos. Podemos dejar, pues, que la naturaleza siga su curso. Pero también podemos intentar hacer algo al respecto. Y eso es lo que hicimos. Pregúntense qué tan frágiles son esta toma de decisiones, mismas que pueden propiciar la continuación de una vida, el nutrimento de una vida, el establecimiento de condiciones de igualdad ante un orden natural que define el destino de maneras azarosas pero que los seres humanos podemos considerar terribles. Fíjense cómo estas consideraciones pueden transferirse a nuestra relación con el prójimo, sobre todo el menos favorecido. Pregúntense cuántas veces han decidido dejar que la naturaleza siga su curso.
En la veterinaria compramos una solución en polvo y un biberón para alimentar a la cría nosotros. Teníamos que cuidar de la cachorrita (ahora llamada Garbancito por Cecy, ahora llamada Romualdita por mí), de manera que había que alimentarla cada tres horas, y mantenerse en observación permanente de su desarrollo. La perrita lloraba, gemía, y en la noche parecía como si pidiera el calor de su madre. La llevé de vuelta a la casita, y pude ver cómo los demás cachorros se pusieron encima de ella, como queriendo acobijarla. A la mañana siguiente, me di cuenta que la cachorrita había amanecido separada del resto, su cabeza bamboleando, temblorosa, perdida en el mundo.
La metí a la casa y la puse en su canasta. Preparé más solución para el transcurso del día, y la llevé al trabajo. Me estuvo acompañando toda la mañana, pequeña, breve, una cabecita llorona y unas patitas delgadísimas que rasgaban débilmente el aire. La mantuve en mi pecho la mayor parte del tiempo, y sólo la desatendía cuando la devolvía a su canasta para preparar su biberón. Se alimentó medianamente bien, me di cuenta de cómo se le iba formando una barriguita y pensé que estaba engordando, por la comida. No paraba de llorar. No paraba de decirme algo. “Dejame ir.” “Ayúdame.” Nunca sabemos lo que realmente nos quieren decir los animales, incluso los seres humanos. Lo que sí pude sentir es que la vida para esta cachorrita resultaba demasiado pesada, demasiado desafiante, llena de riesgos y obstáculos, que su cuerpo no estaba en condiciones de soportar. Era renuente cuando le ponía el biberón en su hocico, intentaba exprimir la teta y salía la leche, pero luego sus fuerzas se desvanecían y dejaba de tomar.
Hoy, aproximadamente a las 14 horas con cuarenta minutos, esta cachorrita dejó de respirar. Y no hay nada más qué decir.