Dedicado a todos los maestros que,
día con día, resisten.
Yo soy maestro. Me he dedicado a la docencia desde hace ya casi veinte años, pero también me he dedicado a nutrir mis necesidades creativas en la música, la escritura literaria, algunos experimentos en artes visuales, la crítica y la traducción. Y he llegado a una conclusión, proveniente de esa formación monstruosa y extraña que es la formación profesional en las artes (contemporáneamente de naturaleza interdisciplinaria): he intentado, en mayor o menor medida, borrar las líneas que dividen al maestro de la persona que soy, de modo que maestro y vida cotidiana sean uno y lo mismo. El objetivo ha sido romper con el esquema de poder que ocurre en las aulas, a pesar de una infinidad de resistencias por parte de los grupos. Desde la trinchera histórico-teórica, intento desentrañar las esencias y me dejo llevar por el pensamiento y la digresión y la deriva y la rizomática para conformar una práctica de enseñanza que hasta la fecha no sé a ciencia cierta si funciona, pero por lo menos los estudiantes me sonríen o a veces me ven mortificados porque “los hice pensar.” Creo que hago un buen trabajo, y me encanta lo que hago. Pero también, en todo este tiempo, he logrado comprender una serie de aspectos esenciales sobre la enseñanza:
1. En términos generales, el gran objetivo de un maestro es lograr que el grupo de personas a quienes les enseña aprendan a pensar por sí mismos.
2. Asimismo, deberá enseñarles a pensar críticamente, a ser responsables y asumir las consecuencias de sus actos.
3. Debe predicar con el ejemplo, debe aprender a decir “no sé,” debe persuadir con las palabras y debe tener paciencia. Mucha paciencia. Debe escuchar con empatía al tiempo que genera un poco de “sufrimiento.” Porque el aprendizaje, como dijo Rousseau, implica sufrimiento (y no, no estoy hablando de que “la letra con sangre entra,” sino de crear una dinámica de desafío, en donde el estudiante se sale de su zona de confort para a su vez desafiar sus propios temores, ya que muchos de ellos emanan de una relación confusa con el aprendizaje, como algo que “sólo se les da a unos y a otros no.”)
4. También debe ayudar –y digo ayudar porque esto no se enseña, lo siento quienes piensan lo contrario—a resolver problemas de manera creativa en medio de un mundo complejo y determinista, que castiga a la imaginación y conduce a pensar en lo viable y no en lo imposible.
5. Debe crear las condiciones para que, en las aulas, se genere una pedagogía democrático-crítica, que le otorgue a los grupos las herramientas para (volviendo al punto número 1) pensar por sí mismos, en un marco de participación colaborativa, donde todos tengan voz y voto en la toma de decisiones que le atañen al grupo entero. Sigo sin entender cómo es que pasamos la mayor parte de nuestros días escolares rodeados de un grupo de personas que nos acompañan año tras año, horas y horas, semanas tras semanas, pero en un contexto despersonalizado y carente de sentido colectivo.
6. Hay que enseñar a bailar. Hay que enseñar a cantar aunque no tengas buena voz. Hay que enseñar a liarse a golpes, a gritar, a dibujar a un(a) modelo desnudo(a) y a pintar garabatos. Hay que enseñar estas actividades aunque no sean las que una persona “vaya a utilizar” en su vida diaria. Hay que enseñar que el mundo es violento, mágico, injusto, desigual, sublime y doloroso, y que ellos viven en él por un lapso de tiempo muy pero muy corto. Y que sin pasión no hay vida.
7. Lo que no han entendido quienes concentran la atención de la educación en la formación de competencias es que estos oficios y estas tareas no ayudan a los seres humanos a lidiar con las cuestiones más elementales de su vida: cómo tratar al prójimo, cómo tratar la naturaleza, cómo mantener la capacidad de asombro para toda la vida, cómo respetar y respetarse a sí mismos, cómo forjar una opinión, cómo usar la inteligencia y la sabiduría de manera positiva y no como herramientas de poder, cómo cocinar un buen plato de spaguetti, cómo llorar, cómo reírse de sí mismo(a), cómo besar, abrazar y cuidad al ser amado, cómo controlar y dominar su propio tiempo y cómo ser feliz trabajando. Es por eso que las últimas generaciones de profesionistas somos tan miserables. Vivimos angustiados, desanimados y llenos de cinismo.
8. Aprender a leer no es aprender a descodificar. Aprender a escribir no es aprender a usar el código. Fomentar la lectura no es convertir al contenido del libro en una suerte de exégesis prejuiciosa por parte de los maestros, en ocasiones los principales transmisores de prejuicios, preconceptos, estereotipos y temores. Leer y escribir son las herramientas heredadas que nuestra civilización nos ha ofrecido para seguir contando la historia de la imaginación humana. Perdemos el tiempo si enseñamos a leer como quien enseña un salmo responsorial. Por otro lado, enseñar a leer y escribir es un ejercicio serio, que requiere de una especial atención a una infinidad de procesos que ocurren en la mente del aprendiz, quien se dedica, idealmente, a construir sus propias ideas, emanadas de la lecto-escritura, pero que termina arruinada por la incapacidad de miles y miles de maestros que sólo asintieron con la cabeza y se sintieron “bien bonito” cuando escucharon una cátedra sobre Paulo Freire pero no tienen la menor idea lo que implica su visión. También son un problema aquellos maestros que mantienen la noción romántica de que “la literatura es bella,” cuando es precisamente la ruptura con esa belleza intocable del ejercicio literario lo que permitirá que leamos para disfrutar del lenguaje y para identificarnos con otros seres humanos a través de las historias o las visiones que emanan de un poema, y no leer un libro "porque lo tienes que leer."
9. Contrario a la opinión de muchos, la enseñanza debe ser memorística, si al ejercicio de memorización también integramos el ejercicio de discernimiento crítico. De la memoria surge el dominio y apropiación de las palabras, de las imágenes, de las ideas. Uno de los problemas de la educación actualmente deriva del mal uso que se le ha dado a los procesos constructivistas, los cuales pretenden pasar de la sensación a la percepción a la identificación y el discernimiento como un ejercicio que surgirá “naturalmente” en el individuo, pero que en realidad, dicho individuo está atrapado en una forma de aprendizaje que no le exige nada más que ser un buen receptor. Un buen y pasivo receptor. Justo lo que no necesitamos en este país.
10. Y finalmente, hay que dar cuenta de una realidad, que de no reconocerla seguiremos haciéndonos tontos: la educación, como la justicia, siempre ha sido de las clases privilegiadas. Si el sistema pretende realmente hacer de la educación pública el vehículo a través del cual crearemos a los ciudadanos del siglo XXI, tiene que buscar los mecanismos críticos que le permitan hacer su trabajo, a pesar de que, sistémicamente, la educación ha sido asunto de las clases dominantes. ¿Quieren que la educación pública sea la ejecutora del progreso moral, social, económico e intelectual de los mexicanos? Tienen que destripar la situación privilegiada de la educación y exigir de quienes conducen este sistema la capacidad moral, social, económica e intelectual para permitir que la educación le pertenezca a todos en igualdad de condiciones.
Estas diez premisas son, probablememte, las herramientas más temidas por un sistema como el nuestro.