Relatoría
de un proyecto en ruinas
Alejandro
Espinoza
(Transcripción incompleta de la pasada conferencia-performance, realizada el viernes 7 de septiembre en las instalaciones de Mexicali Rose, espacio independiente de artes y medios)
Esta es la historia de un mundo fulminado
y de un proyecto en ruinas. Es la historia de un escritor arruinado, de una
realidad desmoronada, de un sistema que da muestra de sus harapos. Es la
historia de un eco que dejó de escucharse hace mucho tiempo. Es la historia de
cómo las cosas dejan de ser, simplemente porque sí: el amor, la vida, las
flores, el viento, el agua clara que cruza por un lago casi convertido en
hielo, el aleteo de un colibrí y el aliento ajeno, todo deja de ser. Todo se
arruina, sobre todo en verano. Es la historia de la posibilidad de una obra de
arte, y de las posibilidades del arte para comenzar una revolución o para no
comenzar nada. Es una historia que, para mí comenzó en la mítica década de los
ochenta y no se ha detenido, aunque en el camino ha sufrido una serie sucesiva
de abolladuras espirituales. Fue una tarde tibia en la ciudad de Calexico, para
ser específicos, a unos metros del paso aduanal a Mexicali. Mi padre me
preguntó: “Pero ¿qué quieres ser de grande?” Yo, en mi ridícula necesidad de
ser obtuso y enigmático, conmigo mismo y con él, le dije “no lo sé, no lo puedo
explicar con palabras, sólo tengo una idea en mente: quiero crear.” Esta es la historia de esa
afirmación, y la fuga perpetua a la que me someto para evitar crear, de manera
que me encuentro siempre ante una creación descreada, ante una creencia
descreída, el perpetuo desvanecimiento de una idea que tenía y he tenido sobre
mí, sobre el mundo, sobre la sociedad, sobre una realidad que va a pérdida y,
con ella, toda posibilidad de salvación. Esta, es la historia de algo que nunca
sucedió.
Y sin embargo, es una historia feliz.
Feliz y bruta, ya que esta no es una historia lúgubre, ni mucho menos una
victimización inerte de lo que pretendo ser y hacer. En realidad, es algo
chistoso, absurdo, noble, salvaje y lleno de sonidos y furias y epifanías y
polvo y nada.
Es triste, quizás, que uno llegue a los
cuarenta años con muchas de las etapas de la vida adulta sin cumplir. Por lo
menos, no puedo decir que tengo la vida resuelta, y que de aquí en adelante me
dedicaré a engordar y a caminar por los pasillos de Wal Mart con mis huaraches
de suela de llanta y mis calcetines blancos que suben casi hasta la rodilla, la
barriga creciendo y las arterias adelgazándose mientras yo, un hombre más,
simplemente me doy por vencido. Todo lo demás estaría arreglado para mí –el
trabajo cómodo, la esposa cómoda, la casa cómoda, las canas cómodas, los viajes
cómodos a la playa—y lo único que faltaría hacer sería morir. Nada de eso ha
sucedido, aunque se supone que ya debió suceder. De modo que, por un lado, me
siento el hombre más afortunado del mundo; por el otro, me siento en ruinas.
Arruinado. Cansado y con una sola certeza: en este momento, he caído en cuenta
que no seré lo que nunca he sido. Pero creo que esto es lo que me tiene en este
dilema, frente a ustedes, presentándoles un remedo de proyecto, una idea, una propuesta que ha volado por mi
cabeza durante mucho tiempo y que ahora, cuando buscaba llevarla a su
culminación, a su existencia física, una serie sucesiva de obstáculos fuera de
mi control me lo impidieron. Los obstáculos son, irónicamente, la vida misma,
la vida y sus vericuetos, sus trucos, sus pendientes, sus urgencias y sus
presiones. Esta, [click] es la historia [click] de una exposición que no pudo
llegar a ser.
La historia comienza en el origen de la
obra de arte. Muchos la postulan en ese instante efímero en que la cosa llega a
ser eso otro que nosotros queremos que sea, pero yo la verdad pienso que se
origina en ese umbral en el que vivimos, dentro y fuera del orden natural, cada
objeto una ventanita que nos permite ver hacia el otro lado: el paisaje en
ruinas. Si lo vemos desde cierta perspectiva, la obra de arte esconde tras de
sí el desencanto de todo el polvo acumulado o disperso en su objeto: hasta las
obras más conocidas e importantes en la historia tienen almas que penden de un
hilo. Flotan en un vacío, a veces llamado museo, a veces galería, a veces la
sala de la casa de tu tío o del excéntrico dueño de una petrolera y su
colección de bolas de básquet firmadas por algún artista británico de cuyo
nombre prefiero no acordarme. Detrás de cada obra de arte se encuentra su
esqueleto, sus huesos, poco a poco royéndose por el tiempo.
Las obras de arte son la ruina de algo que
se mantuvo: el pasado, la mirada de un viejo sátiro, el semblante simbólico de
un ente divino, la furia momentánea de un trazo salvaje, un escenario
escandaloso, una búsqueda por unirse al cosmos que termina con el sujeto
perdido en el anonimato de sus propios pensamientos. Las obras son la memoria
aferrada. Esta es la historia de una memoria que se inventa: la memoria de una
exposición ficticia.
Pero, ¿es ficticia? Déjenme les platico lo
que iba a hacer.
Hace mucho tiempo, decidí que mi gran tema
por abordar en las artes visuales sería la memoria. La memoria, me dijo un
maestro, es la cosa más fugaz, más arbitraria y más repentina del mundo. Y
siempre es algo que va a pérdida. Lo único de lo que podemos sostenernos para
que prevalezca la memoria es la huella que deja a su paso. Huella de huaraches
cruzando un pasillo de Wal Mart sí, pero también huella de una mancha que deja
los rayos solares en el piso de la cochera, huella los restos de comida que
deja un indigente al fondo de un callejón, huella y rastro las heces que arroja
un pichón en el parabrisas de un auto, huella el hueco de sonido que deja la
voz de una persona que te ha marcado en la vida, y que de pronto entra
nuevamente en tu cabeza. Huellas las que dan testimonio de lo que fue, las que
permiten especular la historia secreta de las cosas, las personas, los
espacios, los mundos.
Descubrí que Mexicali es una ciudad de
escombros y huellas permanentes. Poco a poco he visto la transfiguración de
algo que se ha mantenido igual, o de algo que mantiene la ilusión de que las
cosas se han mantenido igual. Lugar sin ecos que juega con expandirse hasta el
infinito, a pesar de que todo lo deja a su paso: colonias, barrios, centros de
ciudad, las grietas y baches en las calles, la separación de los marcos en las
puertas, no nos damos cuenta que es una ciudad en constante desmoronamiento:
físico, mental, emocional, espiritual, una suave pero salvaje decadencia. Me
gusta ver los pliegues de tierra con incrustaciones de basura, me gusta pensar
que esta es una ciudad en la que todos sus caminos de salida te conducen a
cementerios, esto es: hacia la última huella, la más contundente. La que nos
dice: aquí yace lo que una vez intentó ser.
De manera que todos estos pensamientos me
llevaron a inventar piezas donde lo único que prevalece es la capacidad
plástica de lo derruido, de lo descompuesto, lo baldío. Me gusta ver los trozos
de cartón de yeso en el suelo de un edificio abandonado, porque es la señal de
que las cosas regresan a su estado original: la arena. El polvo. Me gusta ver
las inscripciones incidentales en los muros, en las puertas de vidrio de
edificios abandonados, las aperturas en los ductos de la refrigeración que
suelen alojar a hombres a gatos o a pichones. Desde niño he pensado que los
lotes baldíos, incluso los cercados por sus dueños, son el aviso de que todo,
en algún momento, regresará a un origen: al vacío.
¿Y quiénes son, para mí, los salvadores,
los héroes de esta trama perpetua de desvanecimientos, de cosas, objetos,
espacios y personas que van a pérdida? Puedo dividirlo en dos: primero,
hablemos de los recolectores de polvo; luego hablemos de la vida interna de los
objetos olvidados.
Los recolectores de polvo. No me refiero a
los basureros, ni a un plumero, siempre amenazando con convertirse en
pajarraco. Me refiero a aquellas personas que se dedican al lento, arduo y
vilipendiado trabajo de recoger el polvo que se sienta en nuestros carros: los
franeleros. Son una especie proliferante en la ciudad, fantasmas benignos que
acarician superficies, que impiden el contacto visual con el conductor para
poder hacer su trabajo, que se esmeran en resguardar en sus franelas el polvo
que este mundo desprende. ¿De dónde viene este polvo? ¿No se han dado cuenta
que nuestros vehículos motorizados son los que ayudan a que distintas clases de
polvo circulen en la ciudad? Puede venir del valle o de San Felipe, puedes
hacer un largo viaje o cruzar un sendero de terracería, perderte luego en el
centro de la ciudad, estacionar tu carro en un edificio que está siendo
demolido, puedes dejar tu carro varado en una colonia desconocida, durante días
y días, ya que por algún motivo no funcionó y tuviste que dejarlo ahí. Y luego
ese polvo que se acumula en el techo y en el cofre y la cajuela, que se
incrusta en los vidrios y los espejos retrovisores, luego descubres que ese
polvo es el polvo de todos. No sabes cuántas pieles desprendidas y convertidas
en polvo pueden asentarse en la superficie de tu carro. Es ahí donde entran
estos hombres. Con parsimonia e insistencia, como un ejercicio disidente se acercan
a los coches en los semáforos, en supermercados, en las filas para cruzar al
otro lado, y con una elegancia que casi nadie ha descubierto, se dedican a
bailar alrededor de tu carro, incrustando en la franela aceitada el cúmulo de
polvo de tu mundo acumulado, el registro de tus andares, todo esto generando
una suerte de manchismo accidental en esa otra superficie: la franela.
Estas franelas tienen el polvo de todos
nosotros: el polvo en el carro del vendedor de seguros, el de la señora
emperifollada que va de prisa porque necesita comprar sus pastillas supresoras
de apetito, el polvo en un vehículo demasiado chico como para aglomerar a tal
cantidad de niños y tías y primos, sardinas sudorosas en el asiento trasero
(obviamente sin refrigeración), el polvo del padre de familia que trabaja en el
corporativo o en gobierno del estado y de vez en vez se da sus escapaditas a un
motel de paso para verse con su amante, otro padre de familia de otro
corporativo. Se encuentra el polvo en el carro de la madre de casa, de la madre
soltera y de la madrecilla aquella, ese chaparrito cabrón y acomplejado que
siempre quiere liarse a golpes y gritos con todo mundo. A veces, los franeleros
tienen que escalar hasta la cima de enormes Pick Ups piloteados por un señor con
las canas pintadas de un color que no corresponde al de su cabello. Pero no
importa, porque reconocen su labor: son los acumuladores de la vida desvanecida
de las cosas de nuestro mundo. Y se hallan concentradas en sus franelas.
Quise rendirle homenaje no sólo a estos
tipos sino a las franelas. Así que decidí, hace mucho, que un día de estos iría
a la garita localizada en la calle Novena, donde había encontrado una vez a la
mayoría de estos fantasmas, e intercambiarles sus franelas por franelas nuevas.
Le pedí a Rey Larios que me acompañara, para no verme como un freak al que no
se le puede confiar, pero más que nada, para sumar a otra alma al mini
proyecto. Estuvimos recientemente en la garita, donde duramos menos de cinco
minutos, canjeando franelas. La primera persona que abordamos fue un poco
rejega: las franelas no venían “tratadas.” No obstante, en poco tiempo aparecieron
otros franeleros, como si los hubiera producido el pavimento (y es que al
principio no los divisamos) cargando con sus franelas en busca de un remplazo. No pude evitar la ternura de un muchacho que
me dijo no tener franela qué intercambiar, solo un trapo amarillo, pero que si
de todos modos le regalaba una.
¿Cuál era la idea, de aquí en adelante?
Simplemente, mostrarle al público las vicisitudes plásticas que contienen estas
franelas. Quería colocarlas en un marco, pero que se vieran las texturas y
manchas por los dos lados, quería que colgaran suspendidas en medio de la sala,
frente a una franela mayor. Esta franela sería de unos seis metros, y colgaría
del techo hasta caer al suelo, y estaría compuesta de diversos tipos de polvos:
sería la acumuladora de polvos mayor, ya que con ella pensaba realizar una
acción en el Blvd. Justo Sierra, en la cual pudiéramos quitarle el polvo a los
carros que cruzan los viernes por la noche.
[se levanta para hacer la descripción
física del espacio y del montaje. Reparte franelas a los asistentes]
Probablemente sientan que se trata de
mugre, incluso de gérmenes y otros contaminantes. No se preocupen por eso.
Concéntrense en las manchas, las posibles impresiones de las huellas o la
presión de las manos y los dedos de los franeleros: ¿Cómo sucedió eso? ¿A
través de qué accidente feliz comenzaron a detallarse las manchas abstractas en
la superficie de la tela? Las manchas, por lo tanto, son la abstracción de
nuestra pérdida. La acumulación del polvo de nuestros tiempos.
¿Cómo son nuestros tiempos, cómo es el
polvo de nuestros tiempos? Es el fétido olor de los insecticidas, de los
desechos de las maquiladoras, la acumulación de gases, el humo de neumáticos
quemados, es el aroma del exceso, la densidad postapocalíptica,
postcapitalista, en medio de una ciudad que vive inmersa y apesadumbrada por la
acumulación de su propia energía. Cada humareda de taquería, cada camión que
deja una estela negruzca, cada ventarrón fatídico, cada cúmulo de polvo en los
rincones de las calles, las entradas de las casas, los patios traseros, las
orillas de este mundo, es el aviso de una ruina original.
Pero existen otras ruinas, o mejor dicho,
otros cuentos, otros relatos que son asumidos por la mirada que contempla y que
trata de evidenciar las posibilidades de algo.
Son los objetos arruinados, mitad basura mitad desecho, que colindan entre el
olvido y la memoria. Son los objetos encontrados en sitios abandonados,
espacios en desuso, sitios acordonados para evitar una fatalidad. Son, por
ejemplo, las últimas obras de arte que encontré en una vieja galería.
Muchos, no todos, lamentamos la caída del
Mercado Municipal. Caída metafórica, caída contundente que nos recuerda que
esta ciudad desecha y se dirige a otras planicies. Lo que una vez sirvió deja
de servir, lo que una vez significó poco a poco pierde su significado, se
abandona para pasar a otras latitudes. Recuerdo mucho al Mercado Municipal como
un espacio donde los artefactos en desuso de nuestro mundo iban a parar, los
objetos que consumimos como soldados desterrados que buscan un sitio donde
perecer. Hubo varios locales con antigüedades, hubo muchos locatarios en el
Mercado Municipal que eran en sí mismos una antigüedad andando. Recuerdo una
tienda de jugos, donde pude ver acumulado el sumo de miles de naranjas que
fueron exprimidas ahí: una imagen nada salubre. Recuerdo, especialmente, la
galería García Arroyo, estandarte de las prácticas más libres de la producción
artística local, un sitio que daba la bienvenida –a veces a regañadientes—a
toda propuesta que surgiera de una mente artística febril y con escasos
recursos. Pude ver en esa galería desde las exposiciones más emblemáticas hasta
la congregación de un gremio pequeñísimo de artistas y entusiastas de la
cultura. El espacio también pudo ver una infinidad de jóvenes y niños sentarse
en las mesas a producir obras, que podían ir de las manualidades más básicas a
las formas más esquizofrénicas. La galería García Arroyo fue un sitio desde el
cual se pretendía, sin pretensiones, activar la expresión cachanilla.
Y tras una visita que realizaron unos
estudiantes de artes plásticas, desde donde se intentaron producir diversos
tipos de propuestas, fotográficas, audiovisuales, performáticas, pude
rencontrarme con un espacio ya en ruinas.
Hay una extraña fascinación por los sitios
abandonados; tienen esa cualidad de revelar más de su historia a partir de los
rastros que encontramos en nuestro paso: el vidrio en el que venía la
inscripción biselada “SALA DE ARTE” y que estaba en la parte superior de la
entrada de la galería, se encontraba sospechosamente colocado en la planta
baja, rodeado de objetos que daban la impresión de ser los restos de una ciudad
desalojada apresuradamente. Alrededor, había una serie sucesiva de papeles,
revistas, anuncios de Sabritas y Coca Cola, y un álbum con recortes de
periódico de todos los eventos artístico y culturales que habían ocurrido en
los últimos veinticinco años en Mexicali. Parecía el escenario final de una
fiesta, la llegada a término de un espacio abandonado a la fuerza. El Mercado
Municipal, ahora es una estructura
endeble en la cual se resguardan seres igualmente endebles: indigentes,
pepenadores, y la numerosa colección de objetos olvidados.
Unas semanas después, decidí visitar de
nuevo el edificio; decidí subir al segundo piso para verificar qué rastros
habían quedado en el lugar donde antes se encontraba la galería. ¿Mi objetivo?
Rescatar obras. Seguramente algún incauto o descuidado artista de los talleres
dejó sus trabajos ahí, seguramente encontraría los restos de lo que en un
momento pretendía ser arte. ¿Cuándo o en qué momento el arte pretende serlo y
cuándo deja de serlo? ¿Es que acaso nunca lo es, o acaso siempre lo es? Son
preguntas que dejo flotando en el aire.
Fue en ese encuentro donde pensé en la
segunda pieza. La titularía “La última exposición,” y más que un tributo, se
trata de, efectivamente, montar la última exposición de obra existente en el
espacio de la galería García Arroyo. Solo que esta vez, la exposición no sería en la galería, sino por fuera, en otro
espacio, un espacio como éste, en el que nos encontramos. La parte frontal del
muro nos mostraría el escenario tal y como lo encontramos hoy: [ver sucesión de
imágenes].
Los muros laterales, y algunos pedestales,
resguardarían las obras que pude rescatar de entre el escombro y barrotes de
madera y formularios de la antigua oficina de reclutamiento militar. Me
detendré un momento para hablar de cada una de ellas. Todas, salvo el caso de
una, son anónimas.
1. La primera pieza, a la que titulé “la
casa ideal,” consiste en una pintura mezcla de acrílico y pastel (aunque al
parecer el pastel fue aplicado después, como una suerte de “intervención” de
obra) cuya parte central nos presenta una casa en cuyo interior brilla un
arcoíris. De intenciones francamente minimalistas, la pieza intenta esbozar un
concepto de la casa como hogar, como sitio donde se resguardan los ánimos y los
sueños de las personas;
2. La siguiente pieza es algo que
podríamos denominar “arte objeto,” o “arte documental.” Se trata de un
talonario donde aparecen escritos los datos de personas que se inscribieron a
un curso titulado “Belleza.” Sólo me queda especular en qué consistieron las
clases, si se trataba posiblemente de un seminario aristotélico-tomista
dedicado al acto de contemplación de las cosas bellas. Sospecho que se
formularon una serie de acciones de arte muy sutiles, muy sublimes al mismo
tiempo, en donde las personas se situaban en distintos lugares de la ciudad
para verificar, sin éxito, exactamente dónde reside la belleza de nuestro
entorno.
3. Enseguida tenemos una pieza de
neográfica que he titulado “Máscaras venecianas,” en realidad, la recreación de
un cuento oscuro escrito por Bioy Casares, en el cual la confusión de una danza
de máscaras en tiempo de carnaval en Venecia, pone a prueba el amor infinito
que se profesaban estas dos personas. Puede ser eso, o simplemente, la persona
que hizo la estampa se encontró la imagen en una revista, y le pareció
interesante, oscura y sugerente. Tal y como se han formado las mejores obras de
arte.
4. A continuación tenemos “La casa ideal #
2,” una interesantísima pieza que combina los valores del arte objeto con la
producción artesanal, en la que se recupera la vieja práctica del mosaico
esmaltado con estampado hecho a mano, y donde podemos ver, sutilmente, cómo el
artista recrea esa serie sucesiva de casas crecientes en los residenciales
privados de la ciudad. Es en sí misma una discusión sobre los modos en los que
la desigualdad socioeconómica es representada por el desequilibrio en la
expansión territorial de los vecindarios, donde, como una suerte de simbolismo
capitalista, el vecino rico se come al pobre, o al menos rico, o al necesitado,
o al que, a causa del debilitamiento del ingreso y la capacidad adquisitiva de
las clases medias, es consumido literalmente por los otros, en un juego rapaz y
predador, al que, por cierto, ya estamos acostumbrados.
5. Luego viene “De mística ilusión,” una
obra de medios híbridos que combina la serigrafía con el bordado con la
inscripción poética-visual, digna de las mejores tradiciones de vanguardia de
los años sesenta. Esta recuperación de valores textuales y plásticos (puede
verse en las orillas cómo la inscripción “Gabriela Mistral,” rodea todo el
óvalo maltrecho) nos habla de una aguda relación entre la factura y la
capacidad de expresión de la palabra escrita. Una de las joyas de la
exposición.
6. Ahora tenemos “El Castillo Encantado,”
una obra igualmente de medios híbridos, que combina el bordado en tela con
relieve y la libre pigmentación de colores, aplicados directamente en el tejido
bordado. Llama especialmente la atención cómo el azul del cielo es dominado por
el verde que corona toda la imagen, un recordatorio de la permanencia de la
naturaleza indómita, en medio de un Castillo rosado de imponencia majestuosa.
Probablemente lo hizo un futuro líder político.
7. Y ahora tenemos “Estudio para ocres y
cafés,” una síntesis pictórica que remite a los años en los que prevalecía un
arte que mezclaba valores de diseño con elementos de expresión plástica. El círculo
rojo colocado detrás de un fondo aparente de barras negras, establece un
equilibrio primordial de las partes, ahí donde el ojo identifica su punto de
inflexión.
8. Enseguida tenemos una de las piezas
emblemáticas de la colección: “Cabeza-consumo” es una suerte de collage
tridimensional, consistente en una máscara de papel maché al cual se le
insertaron infinidad de etiquetas de marca, no sólo una obvia referencia a la
sociedad de consumo, no sólo un homenaje a las viejas tiendas departamentales
ubicadas en la ciudad de Calexico, sino también una fiel aplicación de valores
estéticos dadaístas, en clave contemporánea.
9. Y finalmente, pero no menos impactante,
es la pintura titulada “el lamento de las tortugas,” original de “Adriano”
(origen y edad desconocidos) una bellísima exploración de arte “naive” que
mezcla algunos valores expresionistas para aludir a distintas maneras de
abordar la alegoría de la tortuga como imagen del pensamiento en relación con
la perpetuidad y velocidad de la realidad, entendida como la captura meditada
del instante.
Como podrán darse cuenta, y como explicaré
enseguida, ninguna de estas obras se encuentra en exhibición. De hecho, se
encuentran actualmente resguardadas en una bóveda de ambiente climático
regulado (ya sabemos cómo nos ha tratado el calor este verano), y serán
posteriormente restauradas y catalogadas para formar parte del archivo general
de obras artísticas mexicalenses, siendo este hoy en día un archivo y un
catálogo inexistentes.
Como les he comentado desde el principio
de la conferencia, esta es la historia de una exposición que pudo haber sido,
la idea creadora de algo que tuvo el potencial de ser otra cosa: la
presentación de una experiencia. Una serie sucesiva de factores personales,
económicos, políticos e ideológicos me llevaron a sufrir una severa crisis
nerviosa la semana pasada, la que me hizo pensar en la posibilidad de estar
perdiendo la razón, pero que, una vez atravesado el umbral de una locura que
nunca llegó, pude descubrir una luz. La luz, es la presente conferencia: una
manera de exponer sin obra, sin recursos, sin tecnicismos museográficos, sin
montaje y, en cierta medida, sin objetos. Estriba de la necesidad inherente en
mí de crear algo, pero es aunada a la necesidad de re-crear, ambos campos ambivalentes forman parte de mi quehacer. Y
mi intención fue la de fusionar los dos principales componentes de mi vida
creativa: la escritura y las ideas visuales. Éstas segundas, por supuesto, han
sido mermadas por mi incapacidad –fíjense qué básico—de lograr el presupuesto
correspondiente para la producción de las piezas. En algún momento quise darme
de patadas en la espalda por no lograr algo tan simple: tener la obra a tiempo.
Pero luego me quedé pensando, ¿es realmente toda la culpa mía? ¿No vivimos acaso en un entorno hostil para el productor de
artes visuales? Rodeados de espacios que luchan por subsistir en los
intersticios de la cultura, en una comunidad que se rehúsa a ver la actividad
de los artistas plásticos como una actividad remunerada y económicamente
satisfactoria, en un mundo que se niega al coleccionismo de arte local (las
figuras son contadas) y en un mundo donde, igualmente –no nos hagamos tontos—el
mismo artista vive en la constante duda sobre su quehacer y función en el
sitio, lo único que puedo concluir es que vivimos en una suerte de ruina, una
suerte arruinada, un tiempo muerto, donde nuestras creaciones se suman a la
fugacidad de los objetos y situaciones que van a pérdida.
El sentimiento lúgubre es el siguiente:
nada de lo que hemos hecho en los últimos cinco años ha sido registrado en la
memoria colectiva de nuestro pueblo. Pero no es nuestra culpa; incluso, podría
decirse que es hasta mejor, ya que esto se debe a que el arte producido en la
localidad es una de las grandes muestras de resistencia que ha ejercido nuestra
cultura presente, un desafío a nuestros modos de asumir el bienestar.