Crónica de un suceso que
nunca ocurrió
El primer temblor fue recibido
con una mezcla de costumbre, precaución y sonrisas nerviosas. Ocurrió un jueves
por la noche –5.4 en la escala de Richter— e inició el reencuentro con nuestros
rituales más primigenios: la búsqueda del refugio mientras las cosas se caían
de las repisas, el caminado tambaleante en las recámaras y pasillos de
oficinas, la mirada cuidadosa que observa sospechoso los postes de la luz, los
tendederos en el patio trasero, el tambaleo festivo pero preocupante de los
semáforos, la posterior revisión instintiva de todo el desacomodo, que va desde
una inspección a nuestras facciones (queremos verificar que no se revele el
increíblemente angustiante pavor que nos produce el hecho de que la tierra literalmente se mueve desde su interior)
pasa por los objetos regados (muebles pequeños, cajones que se abrieron como en
las escenas de la película Poltergeist
y quizá hicieron saltar un par de calcetines) las llaves abiertas, los tanques
de gas, hasta las estructuras mismas de las casas y edificios donde nos
encontrábamos, de los sitios seguros –una especie de mirada de reojo a mesas y
escritorios, marcos de puertas, esquinas, rincones, espacios abiertos,
etc.—acciones y reacciones realizadas en milésimas de segundos, que reflejaron
nuestra capacidad para sobrevivir. En esos momentos, todos somos expertos en
construcción, y reconocemos no se sabe de dónde los posibles puntos débiles de
casas y edificios.
En
alguna parte del proceso, en silencio, en nuestro fuero interno, suspiramos.
Luego actuamos como si no pasara nada.
Y la vida, como
siempre, pudo haber continuado como si nada. Pero luego vinieron otros, algunos
más fuertes, algunos casi imperceptibles, y la ciudad entera se avocó a vivir
la experiencia de encontrarse en zona sísmica (fue como si la naturaleza
finalmente nos estuviera diciendo “sí, vives en zona sísmica, así que
acostúmbrate a ello), siempre un recuerdo latente, esa miradilla de reojo que
indica que señalaremos en medio de la conversación “…y es que vivimos en medio
de una falla”
(afirmación imprecisa pero que
nos permite mostrarnos ante los otros como que “estamos al tanto” de las
minucias de la realidad, de esas actitudes que asumimos cuando estamos
dispuestos a amonestar a otros que no estén al tanto, señalando su poca preparación
y entendimiento de “la situación,” y esto va desde el reconocimiento de estar
en zona sísmica hasta las “condiciones reales” bajo las cuales fulanito
político llegó al poder. “Y es que no puedo creer que no sepas cómo está el
rollo.” Pero en fin.)
Iniciaron los
pánicos al tiempo que iniciaron las especulaciones y las anécdotas sobre dónde
nos encontrábamos en el momento del temblor previo; el vecino se convirtió en
nuestro amigo, aliado, e incluso hasta la persona que probablemente imaginamos
ver segundos antes de que todos desaparezcamos. Mientras tanto, los temblores,
los breves sismos, y dos que tres movimientos catalogados científicamente como
terremotos, se fueron sumando conforme pasaban los días. Las sonrisas nerviosas
crecieron. Algunos, muy pocos, decidieron salir de la ciudad.
En el
transcurso, la gente hablaba alternativamente sobre su capacidad para soportar
estos sucesos, o sobre los designios que la naturaleza y un posible dios
asestan contra la humanidad. Una especie de poética apocalíptica. Muchos
hablaron sobre “saldos de cuentas”; otros, partieron de un cientificismo en
ciernes y concluyeron racionalmente que estas cosas deben pasar y debemos estar
alerta en todo momento. Se diseñaron aproximadamente ciento dieciocho
presentaciones en power point, en distintas empresas, escuelas, instituciones
de diversa índole, con la finalidad de advertir concientemente a los usuarios
de los respectivos espacios no sólo qué hacer en caso de un temblor, sino qué
hacer en caso de que este fuera el final (una de estas presentaciones se
titulaba Así que te tocó estar vivo
durane el fin del mundo? (así, sin el primer signo de interrogación)). Los
ánimos, podría decirse, no estaban tranquilos. Pero igual, la vida seguía. No
obstante, cada que sucedía un temblor, las llamadas a seres queridos bloqueaban
los sistemas de telefonía celular en toda la zona. Pasaban unas horas y, ya que
se reestablecía la conexión, los llamados de localización dejaban de ser tan
alarmantes y sólo hablabas con el ser querido para hablar de otra cosa. Los
temblores tienen un parámetro de tiempo establecido en el que se genera un
sentimientod e pánico. Una vez que atravesamos ese umbral, las cosas regresan a
su relativa normalidad.
Por otro lado:
la gente utilizó el primer sismo, y todos los que siguieron en esos primeros
días, para narrar el momento personal que vivieron, convirtiéndose en el
principal motor de comunicación, de identificarse como parte de una tribu que
comparte un suceso natural: estaba en el escusado, estábamos en el cine, leía
un importante pasaje bíblico, acababa de pelear con mis padres, muy curiosa y
al mismo tiempo ominosamente me encontraba en una notaría poniendo mi firma en
el testamento, acababa de entrar al cine, estaba viendo la televisión; me
tropecé con unas cajas rumbo a la puerta de salida, no me di cuenta que estaba
temblando hasta que me despertó mi mamá, a mí nada me sorprende y detecté el
movimiento antes que todos, estaba comprando unas papitas en la tienda de la
esquina, estaba cogiendo, estaba a punto de ejecutar a alguien, estaba frente a
la chica/chico que me fascina, y fue muy romántico, estaba en una fiesta y
todos comenzamos a bailar, estaba con el Joaquín, que después de un rato se
puso muy briago y comenzó a escupir estupideces sobre un tío que le hizo algo,
y ya después de ahí no me gustó; vi a la vecina desnuda correr por la calle,
escuché los gemidos de los perros anunciadores de catástrofes una hora antes de
que sucediera, el vecino salió en pelotas, la vecina salió en pelotas, el padrecito
salió con una toalla en la cintura pero a la señora que siempre está con él le
salieron dos lagrimitas de emoción.
No había
momento en el día en el que no estuvieras escuchando estos intecambios, en la
calle, en los autobuses, en los mercados, frente a una mesa con sendos vasos de
cerveza, en las oficinas, en los antros, en los cuartos de hoteles de paso, los
taxistas, enfermeros, lectoras del tarot, policías amigables que decidieron
platicar con la señorita a la que finalmente perdonaron la multa, y demás. (Una
observación adicional: cuando se cuentan estos relatos, la gente nunca nunca
nunca ve a su interlocutor. Es como si estuvieran perdidos en la memoria. Miran
hacia el cielo o hacia el suelo, pero nunca a los ojos. Es así como reconoces
que parte de lo que dicen es pura invención. Por lo tanto, este tipo de
catástrofes son una oportunidad para compartir, por medio de un relato
exagerado, que estás vivo).
A su vez, estas
anécdotas se acompañaban de actitudes en torno al suceso: a mí no me dan miedo
los temblores, a mí me dan pánico los temblores, los oscilatorios se sienten
más que los trepidantes, no es cierto, es lo contrario, yo nunca había sentido
un temblor, ha habido peores, yo sobreviví a tal o cual terremoto, la vida es
corta y hay que vivirla al máximo, yo quiero ser yo, siempre, y no me
arrepiento de nada, soy una persona sencilla de fuerte corazón y sentimientos,
que no obstante tiene muy oculto en las entrañas de su alma ese residuo de
memoria genética que le avisa que cuando llega un terremoto lo primero que hay
que hacer es protegerse y gritar despavorido hasta que la furia de la tierra
deje de sentirse, es por eso que te amo y es por eso que te pegué esa
cachetada, porque no estabas reaccionando y no eres la única persona que debe perder
los estribos cuando pasa algo así. Yo también tengo derecho a caer en el
sinsentido.
Algunos
fuimos sacudidos de nuestras rutinas, algunos no dejamos que estos movimientos
telúricos nos sacudieran de los habituales tiempos y movimientos y la obligación
moral de trabajar por el bien común. Mientras la tierra se movía, el mundo
tenía que seguir moviéndose. De modo que los pendientes en las oficinas de
gobierno –el cumplimiento de las actividades de las partidas presupuestales
asignadas, algunos cuantos cursos de capacitación para los cuales contrataron a
personas del extranjero o del centro del país, mismas que quisieron pero no
pudieron cancelar el compromiso, con eso del miedo hacia lo ajeno y los rumores
de visitantes en hoteles que se cayeron de segundos pisos y demás—de modo que
el cumplimiento de los indicadores para el siguiente trimestre, las entradas y
salidas de mercancías que debían llegar a sus destinos, el mejoramiento de las
estratgias de servicio al cliente, las reuniones con distintas cabezas de los
carteles de las regiones, el saldo de cuentas con acreedores, esposas e hijos,
el cumplimiento de las metas de negocio, el crecimiento finamente estandarizado
y proyectado a corto, mediano y largo plaz, las lecciones previamente
sancionadas por el estado para mantener las cifras de alfabetización lo más
aparentemente estables, las tasas de empleo lo suficientemente creíbles, y en
el ámbito individual, las promesas de principios de año, de abandonar el
alcohol, los cigarros, los chocolates y los tacos, de acoger el yoga y el
ejercicio y esa novela de misterio o romance o policíaca empolvada en la mesita
de la cama, así como las súbitas escapaditas al otro lado de la ciudad para
visitar a la amante, que ya quiere que se cambie el nombre en el título de la
propiedad que su queridito le pasó para tenerla por lo menos un poquito más
cerca y que no ande moliendo, de modo que las bardas por pintar, el pendiente
de servicio de los autos, las citas con especialistas en mejoramiento capilar y
las sesiones con el psicólogo, todos estos flujos debían seguir su curso;
aunque una parte de la conciencia colectiva se preguntaba, a menudo pero muy
quedito, si de todas formas tenía caso tanta preocupación. Los temblores
seguían y al parecer, las cosas se iban desmoronando poco a poco. Como una
imagen pixelada que comienza a perder sus partes. Las grietas en los edificios,
al principio, era como uno de esos espejismos o engaños de la vista, que sin
embargo después de enfocar bien la mirada, podías ver claramente fisuras en las
paredes, esquinas estructuras de escaleras y demás. Las formas del entorno
parecían tener la consistencia de una galleta salada.
Muchos
niños advirtieron con no poca sorpresa –y sí con un pánico que bordeó en el
horror— ese concepto totalmente nuevo para ellos llamado temblor,
particularmente ese pequeño detalle de que los seres humanos somos impotentes
ante ellos, o que ni siquiera tuviéramos alguna ingerencia sobre cómo y cuándo
la corteza terrestre sufre un reacomodo dictado por las leyes de la naturaleza.
Eso –llamémosle el realismo con el que se manifiesta la naturaleza— a nadie le
importaba, o mejor dicho, nadie lo tomaba en cuenta, lo que sí tomábamos en
cuenta es la facilidad con la que se interrumpe la realidad, aunque lo
hubiésemos pensado muy poco: cuando salimos a la calle, tenemos la certeza de
que al cruzar las avenidas en nuestros autos, o cuando tendemos la ropa a
secar, todas las cosas a nuestro alrededor se mantienen en su sitio. Y cuando
se mueven, solamente se lo atribuimos a la poesía del viento, y cualquier
acomodamiento de las placas tectónicas se convierte en una especie de
recordatorio de que las cosas no son inamovibles, que vivimos sobre una
superficie cuyas modificaciones no van a la par con las nuestras. Algunos lo reflexionaron
así, cuando en las pláticas con los compañeros de trabajo, o las pocas
conversaciones incidentales en el supermercado o en la fila del banco.
Algunos
–muchos, casi todos en realidad—simplemente lo vieron como un “obstáculo” más
en su diario devenir. Como cuando das por hecho que ese vado en la avenida que
cruzas a diario para ir a tu trabajo jamás se reparará. La sucesión absurda de
temblores y resquemores de la tierra comenzaron a integrarse a la vida diaria.
Obviamente,
muchos nos refugiamos en un racionalismo defensivo y sostuvimos que los
geólogos han de ser las personas más relajadas del planeta. Nos cubrimos bajo
el manto de la ironía, para no salir al descubierto. Muy dentro de nosotros,
estábamos muertos de miedo.
***
Como lo mencioné antes, los
temblores se multiplicaron conforme pasaban las horas y los días. Algunos se
sentían más que otros –la medida de los sismos, para el común de la gente, está
basada en la cantidad de objetos que encuentras fuera de lugar en tu casa— pero
la gran mayoría, según lo establecieron en el Departamento de Protección Civil,
pasaban desapercibidos, sólo unos cuantos podían reconocer que la cantidad era
inusual: un promedio de treinta a cincuenta movimientos por hora, algunos
ascendiendo a tal grado que en las oficinas y en las tiendas de autoservicio
podía sentirse un movimiento bajo los pies. Los nativos de esta ciudad propensa
a los sismos volvieron a los hábitos de precaución habituales. Siguiendo la
regla establecida por distintos manuales, las recomendaciones de las
autoridades y los señalamientos de todas las abuelitas de la ciudad, las
familias comenzaron a diseñar y preparar sus propias estrategias de
supervivencia, dibujando rutas de escapatoria a zonas seguras en el perímetro
de los hogares, llenando hieleras y mochilas con provisiones, asegurándose que
las linternas disponibles tuvieran baterías vigentes, revisando
obsesiva-compulsivamente todos los rincones de las casas para verificar la más
mínima herida en las paredes, los mínimos refugios de protección contra techos
siempre visualizados como posibles aplastadores de cuerpos. Cada persona, cada
familia, demostraba su capacidad para revestir de histeria su vida cotidiana.
Los supermercados se vaciaron, ya que de pronto, todo era “útil” para sobrevivir
catástrofes, desde una caja con veinticuatro galones de agua embotellada en
Estados Unidos, hasta chicles, cámaras fotográficas desechables, fruta seca,
vendas y aspirinas, latas de conservas, revistas pornográficas, lentes osucros,
toalas sanitarias, latas de conservas de productos que jamás has consumido,
insecticidas (con eso de que los fines del mundo vienen acompañados de extrañas
plagas de animalejos gigantescos), deshidratadores de frutas y verduras, y una
infinidad de rollos de papel de baño. Hubo una extraña compra de lentes para
leer, reproductores de DVD, refrigeradores portátiles, multivitamínicos,
condones, alcohol con hierba de mariguana (en las tiendas de las esquinas, en
los barrios populares, donde llegabas a la zona y te mandaban con la Lupe o el
Chencho), aspirinas y ropa interior. Mucha ropa interior. Los de menor poder
adquisitivo, formaron brigadas y recolectaron todos aquellos implementos de
supervivencia que necesitarían en el caso de un suceso de mayor catástrofe. Las
acumularon en zonas específicas, mostrando una solidaridad distinta a la de las
colonias más acomodadas. No obstante…en estas mismas zonas comenzaron los
primeros brotes de histeria colectiva, los sentimientos más abrigados por las
prescripciones religiosas: como lo mencioné antes, muchos temían que este sería
el fin de fines. Hileras de casas con veladoras en las ventanas principales,
mujeres de semblante tenebroso con los rostros cubiertos por velos en las
calles, rezando mientras se trasladaban de rodillas quién sabe a dónde. Dos que
tres persecuciones a “demonios” (chavitos vagos que ya tenían hartos a los
vecinos). Repartición masiva de muchos panfletos de distintas religiones
protestantes (las miradas de estos tipos de creyentes no son muy distintas a
las de los extraterrestres que aparecen en las películas, en las que visitantes
de planetas extraños se han infiltrado en nuestras sociedades y simulan ser
“como nosotros.”) Los hombres líderes en estas colonias populares mantenían
alternativamente la calma y el pánico, algunos proclamándose guías espirituales
y otros aglomerándose en “sindicatos” hechizos para ningún propósito en
particular.
Por
otro lado, en alguna parte del país, el presidente fue entrevistado para hablar
sobre el asunto de la ciudad donde no dejaba de temblar. Pero su informe fue
demasiado oficial, corto, conciso. Muchos de los habitantes de la ciudad
temblorosa se quejaron por ello.
Asimismo,
y como un dato no relacionado con el anterior, a un grupo local se le ocurrió
componer una cumbia, La temblorosa.
En alguna parte del ciberespacio se pueden encontrar el video. No es muy buena
la canción.
***
La
vida continuó, los días pasaron, y los temblores no cesaban.
La mayoría de
nosotros vimos modificadas nuestras vidas al concluir los primeros meses de
temblores perpetuos.
Nadie
podía explicárselo, ni los centros de sismografía, ni los departamentos de
geología del estado y de las universidades, ni los expertos japoneses, chilenos
y californianos que el segundo mes de sismos se congregaron en la ciudad para
estudiar el caso. La tierra simplemente no dejaba de moverse. Leves movimientos
de piso se convirtieron en una realidad habitual conforme pasaban los días.
No
obstante, es curioso cómo las histerias colectivas se relajan cuando dejan de
ser noticia, cuando dejan de ser parte del relato colectivo. La gente guardó en
distintos rincones sus “kits de supervivencia”, olvidándose de ellos al tiempo
que los mantenían presentes al finalizar el día, se congregaron familias –incluso parientes
foráneos—para platicar, al calor de un café o una copita de brandy, sobre la
novedad de lo inexplicable. En las oficinas, se volvió parte de la dinámica de
trabajo, esperar la broma del compañero de trabajo mientras todos sentíamos un
ligero resquemor en el suelo. Dos que tres titubeábamos antes de coger las
tazas de café, después de un temblorcillo. También nos habituamos a la
presencia de inspectores, revisando ésta y aquélla zona del edificio propensa a
sufrir daños. Muchos recibíamos aplausos al salir del baño. Mi secretaria se
acostumbró a llevar consigo un rosario. Su esposo la había abandonado, y
durante estos días, el tipo regresó, sin saber exactamente qué lo impulsó a
hacerlo. Algún tipo de instinto lo hizo volver a su papel de protector. El hijo
estaba contento pero ella no. El rosario lo cargaba para sentir protección,
pero no he sabido si fue por el regreso de ese imbécil (borracho golpeador) o
si fue para tener un objeto a quien rezarle en caso de que las cosas se
pusieran peligrosas, que llegase un terremoto más fuerte que los recurrentes.
Al
finalizar los primeros seis meses de temblores ininterrumpidos, parecía como si
todos estuviéramos de acuerdo en que los temblores no presentarían daño alguno
en el futuro. Dos que tres dudas quedaban volando en el aire. A veces nos lo
advertían las alarmantes declaraciones de los inspectores, a veces Protección
Civil, en los ahora-por-todos-visto reportes nocturnos, sostenían que siempre
había la posibilidad de que llegara el bueno. El mero mero. El que California
hizo famoso con la frase “The Big One”.
Una actividad
divertida en estos días consistía en llegar a las oficinas y los comercios y
ver las caras de las personas en el interior, sonriendo nerviosas pero cada vez
menos sorprendidas, preguntándo inmediatamente: “Acaba de temblar, justo cuando
usted abría la puerta para entrar. ¿No lo sintió?”
Mientras todos
continuábamos con nuestras vidas, los temblores ocurrían como si ya fueran
parte de la dinámica urbana. Digamos que habíamos inaugurado un nuevo concepto,
el de una “ciudad móvil.” Los gobiernos federal, estatal y municipal estaban en
pláticas para organizar estrategias que los llevaran a resolver una catástrofe
mayor en caso de que sucediera. Los noticiarios nacionales tuvieron juntas para
discutir la posibilidad de asignar equipos especiales que reportaran cada sismo
mayor como si siguieran los pasos de una celebridad. Los cárteles del
narcotráfico se reunieron en las afueras de la ciudad, proponiendo un plan de
tregua temporal hasta que las cosas se pusieran menos escabrosas. Los capos de
la mafia son gente muy religiosa.
Pasaron
doce meses, y los temblores continuaban. Todo normal.
Pero fue justo
cuando los temblores que antes percibíamos dejaron de llamar nuestra atención,
que una noche de martes, aproximadamente a las doce y media de la madrugada,
cuando prácticamente toda la población bajó la guardia, sucedió un terremoto
mayor. Casi dos minutos del movimiento telúrico más fuerte que habíamos sentido
en toda la historia, 8.9 en la escala de Richter. La ciudad literalmente se
abrió, en todos los sentidos. Como cuando abres con los dedos un panquecito, de
adentro hacia fuera; brotes de pavimento comenzaron a partirse y desnivelar
algunas zonas clave del tránsito diario. Se abrieron grietas de más de cinco
metros de separación y, al parecer, un infinito de profundidad. Ahora sí vimos
trozos de construcción azotando el pavimento, aplastando carros y un buen
número de personas. Algunos edificios se partieron de manera tal, que podías
ver la estructura interna, la división de los cuartos, como si le hubieran
quitado la cara a la construcción. De pronto, la ciudad fue como la arena con
piedrecillas que se filtra por la malla de un colador sostenido por dos manos
gigantescas que lo agitaban fuertemente.
Esa noche fue
la primera vez en mucho tiempo que temblé de miedo. Mi vecino salió despavorido
a la calle, su brazo derecho dislocado, gritando como si fuera el único recurso
disponible para un ser humano que está siendo reducido a su esencia animal y
decide convertirse en chicharra. El muro lateral de su casa se cayó por
completo, y su esposa yacía entre bloques de cemento en el interior de su casa
(que bueno, en este momento diferenciar entre interiores y exteriores se volvía
confuso), el auricular de un teléfono en mano, el cordón desprendido de su
base. Como muchos que me rodeaban,
quisimos reconfortarlo, pero la conmoción del terremoto se combinaba con la
imagen de un chaparrito flacucho de nalgas caídas llorando frente a un
montículo de piedras, la mano de su esposa saliendo de entre el escombro, así
que decidimos quedarnos como animales pasmados alrededor de la escena. Nuestras
casas no estaban en buen estado tampoco, y en menos de quince minutos
comenzamos a escuchar llantos similares provenientes de otras cuadras de la
colonia.
Llegaron
finalmente los fotógrafos de las agencias informativa internacionales. Por fin
salimos en la revista Time.
Y
lo bueno –aunque es un decir— es que la devastación en esta ciudad no fue
mayor. Digo, no como lo hubiera sido en metrópolis más desarrolladas. No fue
necesario captar imágenes aéreas de edificios desensamblados o en llamas, ni de
personas chillando en medio de la calle, ni testimoniales apresurados con
señoras y ancianos de voces cortadas relatando las tragedias incidentales que
se suscitaron en cada esquina. Miles de personas pudimos ver, finalmente, un
resquemor genuino por parte de un oficial de gobierno. Al reconocer la
autenticidad de su declaración, y después de mirarnos a los ojos para dar
crédito colectivo del suceso (tienen que imaginar la escena: rodeados de casas
destrozadas, colocando un televisor entre los escombros, buscar una conexión
disponible, ver las noticias entre vecinos y seres queridos), fue cuando nos
dimos cuenta que las cosas sí eran delicadas.
Los ejes viales
recién construidos se derrumbaron como si hubieran estado hechos de mazapán.
Enormes grietas en prácticamente todas las avenidas mayores, comercios
clausurados después de una serie de trágicos motines que vieron la llegada del
ejército nacional y los subsecuentes acribillados en plena luz del día. Ruinas
y ruinas de tiendas OXXO por todas partes, brigadas de camionetas Suburban
merodeando en las colonias populares, ex miembros de los principales cárteles
de drogas dedicándose a salvar vidas y auxiliar a familias desamparadas.
Linchamientos de cuerpos policíacos, el alcalde refugiándose en alguna ciudad
de California, perseguido por ordenar el genocidio de cientos de pacientes del
hospital general que no permitían el acceso a los heridos de gravedad. Imágenes
surrealistas de autobuses de transporte urbano arrugados y machacados por algún
percance que tuvieron durante el devastador terremoto, ya que postes de luz,
estructuras de edificios de alturas medianas, así como otros automóviles,
chocaron o aplastaron parte de sus carrocerías. Podías ver señoras rumbo a sus
trabajos como sirvientas, sentadas en una porción rebanada de los autobuses,
observando la calle como si todavía lo hicieran desde una ventana que ya no
estaba ahí.
Fue
duro recuperarse de ese primer golpe. El entorno se convirtió en un escenario
apocalíptico, habitado por seres presurosos que quisieron continuar con sus
vidas, evitando que su mirada se posara sobre las ruinas que los rodeaban.
Y
es que, efectivamente, de la misma manera como nos fuimos acostumbrando a los
leves temblores anteriores al terremoto mayor, todos tuvimos que continuar con
nuestro trabajo; o, mejor dicho…bueno, no es que hayamos tenido que continuar con nuestro trabajo sino que simplemente lo
hicimos, no había nada más que hacer o pensar o decir, la vida continuaba, sólo
que nosotros vivíamos con el muy distintivo detalle de que la tierra bajo
nuestros pies se encontraba en un perpetuo movimiento, a veces fuerte, a veces
débil, pero siempre presente. Siempre nosotros concientes de que el mundo se
tambaleaba. Y lo hicimos a duras penas, trabajar, mientras reconstruíamos la
ciudad, mientras los negocios mejoraban sus semblantes y las ruinas fueron
maquilladas, ya sea con murallas de madera o con una efectiva reconstrucción de
los locales.
Pero
las cosas no volverían a la normalidad.
***
Pasaron cinco
años desde ese primer temblor. Nuestra vida ya no la entendemos sin el
constante movimiento de la tierra. Vivimos entre escombros, vivimos de las
provisiones que llegan de otros lados, de las promesas de las corporaciones con
las que trabajamos, de los comercios que seguimos abriendo aunque en realidad
no haya nada qué abrir –en más sentidos de los que puedan imaginar—seguimos
llevando a los niños a la “escuela.” Siguen existiendo parejas temblorosas que
se desean y se enamoran y piensan en el porvenir.
Es interesante
ver cómo la humanidad se acomoda a la más difícil de las circunstancias. Ahora
entiendo la resistencia de los pobladores de ciudades propensas a las
catástrofes, cómo las víctimas de lluvias torrenciales, de huracanes, ciclones,
tsunamis, inundaciones, desbordes de ríos, fisuras en la tierra que abrían el
tejido de los espacios urbanos. No obstante la dificultad de este tipo de vida,
he llegado a la conclusión que las personas nos adaptamos a las más brutales de
las existencias.
Pero sobre todo
los cuerpos. Son nuestros cuerpos los que ahora se conforman a las condiciones
de su entorno. Porque eso sí, como buenos personajes de una tragedia absurda,
tratamos de mantener nuestros ritmos de vida ininterrumpidos por los constantes
movimientos telúricos. Nos hemos acostumbrado tanto, es como si la realidad
nunca hubiera sido otra.
Los estudiosos
del fenómeno –especialistas que llegaban ahora de todas partes del
mundo—consideraban este caso como algo incluso poético de la condición humana.
Todos los habitantes comenzamos a generar una especie de síndrome de temblores
frenéticos involuntarios. Conforme pasaban los sismos, los terremotos, nuestros
cuerpos se habituaron a la dinámica del movimiento. Podían vernos por las
calles, en nuestros trabajos (por lo regular, llevados a cabo en literales
ruinas de edificios, que de todas formas trataban de mantener la apariencia de
funcionalidad: imagínense una tienda de ropa, un banco, un supermercado, sin
techos, a veces sin puertas, a veces sólo el perímetro demarcado del piso
separando a la tienda de la intemperie), en nuestros remedos de casas,
continuando con nuestras vidas, manifestando ligeros y en ocasiones tumultuosos
espasmos corporales. Caminamos temblando, hablamos con los compañeros de
trabajo entre tartamudeos y repentinos aferres a los barandales.
Vivimos con un
constante zumbido en los oídos; las rodillas comenzaron a generar una
malformación, una especie de tejido adicional para soportar ese caminado
tembloroso que nos ha caracterizado desde hace ya un tiempo. Nuestras cabezas
producen movimientos involuntarios, y prácticamente todos tenemos dibujado en
nuestros rostros un semblante frenético: el ceño fruncido, los ojos abiertos,
los labios apretados.
Ha sido difícil
vivir así, lo acepto. Y algunas de las virtudes de esta condición es que
nuestra realidad es propensa a muchas especulaciones. Fuimos, debo admitirlo,
la inspiración para dos películas de catástrofe; asimismo, un novelista
guatemalteco escribió una historia alegórica sobre nuesra ciudad móvil. Y en
alguna parte, sepultado en los anales de algún departamento de estudios
culturales en alguna universidad estadounidense, se encuentra el planteamiento
teórico de un filósofo danés, quien sostiene que, debido a las vicisitudes de
la vida contemporánea, a la rapidez con la que fluye la información, y sobre
todo, la relación que las sociedades actuales tienen con los sucesos, vistos
como una combinación de noticia y espectáculo, llegó a la conclusión no sólo de
que nunca sucedió lo que hemos vivido, sino que nuestra ciudad ni siquiera
existe. Que somos parte de la ilusión de la realidad contemporánea, llena de
espejismos fantásticos y simulaciones de guerras e invasiones y catástrofes
naturales. Que, en resumen, nosotros no existimos.
No obstante,
mañana hay que levantarse muy temprano para seguir existiendo.