27.12.13

Despropósitos de Año Nuevo

Este año que viene, debemos prepararnos para la catástrofe y la epifanía, para el sinsentido y para el constante fallecimiento de los otros. De mayor convicción y riesgo que los propósitos, he aquí los despropósitos para 2014:

1. No hagas nada malo que parezca bueno; no hagas nada bueno que parezca malo; preferentemente, no hagas cosas malas. Ni buenas. Es más, no hagas nada.

2. Tómate un día libre este año. Repórtate enfermo a tu trabajo o escuela. Dedícalo a:

a) seguir a tu enemigo
b) caminar
c) contar carros rojos
d) besar en la boca a un extraño. Como lo hacía Bugs Bunny
e) buscar luciérnagas
f) tomarte fotos con -no de- indigentes
g) dormir y soñar que hiciste todo lo anterior.

3. Enfrenta tus miedos. Tírate del techo de tu casa con un paracaídas. Dile que la/lo amas. Suelta una flatulencia en la fila del banco. Tómate esa pastilla. Abraza un pitbull.

4. Corre descalzo. Corre con los ojos cerrados. Corre con la boca abierta. Corre cantando. En un bosque. O en un basurero municipal.

5. Habla con tu mascota hasta que le saques una palabra.

6. No reveles absolutamente nada, en ningún medio, acerca de ti, nada acerca de lo que comiste, de los viajes que emprendiste, de las reuniones con amigos, de los lugares o encuentros curiosos, nada sobre tus sentimientos, ocurrencias, emociones u opiniones acerca de todo, desde el amor hasta la política, la religión y el futbol. Intenta desaparecer. Y deja de espiar.

7. Aprende a respirar. Y no dejes de ver los ojos de la gente. Es un mal y una bendición necesarias.

8. Guarda silencio por 24 horas ininterrumpidas. Cuando vuelvas a hablar, pide un vaso lleno de arena. Tómatela.

9. Toca fondo. Al tocarlo, descubrirás que el fondo es un compartimento que se abre y te conduce al vacío.

10. Escribe lo que piensas en superficies efímeras: un vidrio empañado, un parabrisas sucio, la arena, el aire o el agua. Que nadie más que tú se entere de lo que escribiste.

23.12.13

Mi Santa Claus favorito


Mi Santa Claus favorito fue un indigente que conocí en un Wendy's localizado en la zona de Point Loma en San Diego, California. Se había colocado en el centro de las mesas, rodeado de comensales que trataban de digerir sus hamburguesas y papas fritas mientras hacían caso omiso del aroma espeluznante que emanaba de la silla de ruedas donde él estaba sentado. 


El olor de la comida procesada, el sodio nuclear y la grasa saturada podía percibirse desde dos cuadras de distancia. Teníamos hambre después de tomarnos unas cervezas en un concierto de The Cure, si mal no recuerdo. No fue un buen concierto, y nuestros cuerpos deseaban saturar un poco las arterias para el largo camino a casa. Entramos al Wendy's con un espíritu festivo pero relajado. Todavía recuerdo los patrones de la alfombra, la barra de ensaladas debajo de una enorme campana iluminada, la voz de un tipo que estaba en el centro de las mesas. Los rostros de la gente que decidió desaparecerlo de su conciencia. 

Santa Claus traía puesto el que ha sido probablemente el traje de Santa más percudido que yo jamás hubiera visto. No necesitaba una barba falsa, pero debo admitir que, más que blanca y reluciente, su barba era amarillenta, unas cuantas migajas atrapadas, la salpicadura de saliva que el hombre escupía al hablar. Su gorro de Santa, por el contrario, sí era nuevo. Parecía recién puesto, recién conseguido, recién robado. 

Traía en su mano un hilo. Del hilo estaban amarrados tres globos, uno rojo, otro azul y otro blanco, suspendidos en el aire, pero a punto de desfallecer. Cuando te acercas a la barra de ensalada, descubres que predomina el olor del aderezo mil islas. Siempre he pensado que ese aderezo lo inventó un marinero, el encargado de cocina de alguna flotilla de marinos que se dirigían al viejo continente. Semanas de patatas hervidas y pescado insípido fueron suficientes para confeccionar este revoltijo de crema, catsup y pepinillos picados. Las guerras se tornan menos trágicas con estos breves destellos de sabor. 

No dudaba que este Santa Claus fue marinero en tiempos pasados, antes de su indigencia, antes de su papel como predicador antinavideño. Por lo menos, debió haber sido un soldado. Indudablemente, su apariencia y la locura de sus proclamas me daban a entender que se trataba de un veterano de guerra, ve tú a saber de cuál de todas. Nuestra historia es la historia de esas breves tragedias que ocurrieron en estas guerras, que al parecer, el cuerpo, mente, espíritu y flujo sanguíneo de los Estados Unidos de Norteamérica necesita como si fuera una droga. Curiosamente, este Santa Claus no se veía drogado, como la naturalidad de nuestros prejuicios nos lo indicaría. Un poco tomado, quizás sí. 

Pero sí se veía fuera de sus casillas. Sobre todo, porque este Santa Claus proclamaba a su audiencia que Santa Claus no existía. Henos aquí, un grupo de jóvenes que salieron de un concierto y deseaban un poco de grasa en sus cuerpos, enfrente de un Santa Claus limosnero adentro del restaurante (el falso respeto de los gringos le impedía al gerente de sacarlo del establecimiento, con eso de que era veterano de guerra, ¿o el pobre muchacho habrá creído que era realmente Santa Claus?), y que decía en voz alta su diatriba en contra de los Santa Clauses y los modos de consumo desmedido en estas vacaciones decembrinas. 

Pude haberlo descartado como otro fundamentalista más, un cristiano desquiciado que aprovecha las fechas para exacerbar su fervor religioso ante todo el que se encuentre a su alrededor. Pude haberme desecho de esa experiencia, de ese recuerdo; pero la verdad de las cosas, ese día tuve una suerte de epifanía. 

(Cierto, tenía veintitantos años y a esa edad no se nos permite tener epifanías, pero en mi caso, la experiencia adquirió su justa dimensión con el tiempo, el recuerdo. Puedo recordar muy bien al señor. Olía a días podridos, a rastros de callejones de distintas ciudades, a restos de comida, a camas de basura, a pliegues y pliegues de alcohol; podían verse las costras de mugre acumularse como anillos en su cuello, que contaban la enorme cantidad de días sin un baño decente. Puedo recordar cómo temblaban sus mejillas al hablar, pero sobre todo, puedo recordar cómo entendía el miedo de la gente, cómo lo aprovechaba para su beneficio. Esta epifanía, que vino a mí una década después, ha sido definitiva en mi vida). 

La epifanía fue esta: este Santa Claus era el emisario de tiempos remotos, el que vino a decirnos que el mundo se había acabado, y que lo único que quedaba por hacer en esta vida era comprar. Entre las cosas que decía --y en realidad, el flujo de su mente llegaba casi a dimensiones joyceanas o a una suerte de don de lenguas lúcido e inteligible-- los comensales, los dependientes del local y hasta los cocineros, pudimos escuchar esto: 

Comprar y comprar, como luciérnagas en invierno, perdidos los ojos entre tantas luces, todos muertos como si estuvieran muertos los vivos, como si mañana importara la sonrisa de sus hijos cuando abran sus regalos y se enfrenten al mundo y descubran que mañana es otro día y a trabajar, a trabajar y a coger y a producir más jesuses para el alma. Yo no existo, tienen que entenderlo, yo soy el aviso que ustedes reciben en estas festividades, la advertencia de que todos sólo estamos aquí para pasar un grupo de objetos de un lugar a otro lugar, para comer como si no hubiera mañana y para dejar todas nuestras traiciones en el corazón y en nuestros sueños... 

Lo más interesante de su desplante y su verborrea era que no se detenía, era imparable, y parecía no importarle si lo escuchábamos o no. Por lo menos los señores rechonchos, sentados con sus hijos rechonchos, por lo menos el par de viejillos de pensiones diminutas que sorbían su café en silencio, por lo menos mis amigos y yo, fingíamos muy bien que no nos interesaban sus locuras. Debo admitir que algunas de sus palabras se escaparon de mí, pero la verdad, es que tenía que comer y me distraje de momentos. A lo lejos, podía percibir el aroma del aderezo mil islas. 

La carne que comen no es carne, el pan que comen no es pan, la verdura que comen no es verdura, la sal no es sal, el sabor no es sabor, el sentimiento de satisfacción jamás llega, el aroma no es aroma, lo rico de la comida no es rico, la nutrición no es nutrición, el único alimento que deberá tener el cuerpo y el alma son los frutos que vienen de los árboles, de la tierra, de los animales reales. Pronto verán ustedes que desconocerán por completo el origen de todo lo que consumen, se perderá en la lejanía, allá donde se produce, allá, a lo lejos, allá, donde no conoces, dónde alguien sonríe a veces pero llora todo el tiempo... 

Si nos morimos nos morimos solos, nos morimos siendo padres e hijos, madres e hijas, sobrinos de alguien o tíos de nadie, nos morimos pero jamás seremos esa hamburguesa que se comen en estos momentos. Jamás serán el alimento de otros. Serán los muertos que se acumulan, los que se han acumulado desde el inicio de los tiempos... 

Por cierto, todo esto lo decía en inglés. 

En ocasiones, cuando el sonido de la gente en el local se elevaba, él también alzaba su voz. En ocasiones, parecía que estaba a punto de explotar. En otras, sí trataba de estrechar su mano para pedirle unas monedas a aquellos comensales que se retiraban del lugar. En una ocasión, otro indigente, que entró por su vaso de café gratis, trató de entablar conversación con él, como si fueran cómplices o pertenecieran al mismo sindicato, pero Santa Claus no le hizo caso. 

La Coalición Nacional para Veteranos Indigentes de los Estados Unidos calcula que  hay aproximadamente un millón y medio de veteranos de guerra sin casa, con necesidades de alimentación, cuidado médico y psicológico, perdidos en un lugar que primero los alza como héroes y luego los escupe a la calle a que cuenten sus historias, historias de tristeza, de pesadillas, de tiernas infancias que se quedan guardadas en sus ojos. Pude ver los ojos de este hombre. Vi sus ojos antes de salir. Pude ver que esa historia, la de Santa Claus, no es su historia, y que, como Santa Claus, tenía que personificar a alguien para poder encontrar un lugar en este mundo. Porque el papel que quiso jugar se lo quitaron cuando terminó la guerra. 

Y da la casualidad que me concentro en este indigente y no en los cientos y cientos de indigentes que veo todos los días en las calles de mi ciudad. Lo que pasa es que este indigente es especial: fue el Santa Claus que vino a avisarme que viviríamos en estos tiempos tan terribles, tan injustos, tan inciertos. 

Cuando salimos del lugar, pasamos enseguida de él. Yo vivo con el recuerdo de que, aparentemente, él se percató de que yo lo escuchaba (hicimos contacto visual, porque si algo he aprendido desde muy chico es que a todos los seres vivos hay que verlos a los ojos), de modo que me tomó de la mano y me preguntó: Young man, do you have a dollar to spare? 

En realidad no tenía. Había gastado mis últimos dólares en una hamburguesa de carne cuadrada, y lo único que me quedaban eran unas monedas mexicanas. Sonreí, y le di una moneda de diez pesos, la de forma heptagonal, y él la inspeccionó concienzudamente, como si le hubiera regalado una moneda secreta, con la cual podría dirigirse a un pasado mejor, menos turbulento, menos brutal, donde las cosas costaban monedas y donde se compraba por necesidad inmediata, no por inercia, pretensión o deseo inútil. 

Mientras me alejaba, vi cómo Santa Claus cogió la moneda con sus dedos, la levantó, y me hizo una reverencia, quitándose su gorro de Santa Claus. Seguramente, este señor ya falleció. 

12.12.13

¿Y si nos vamos?

 
 
¿Y si todos nos vamos? ¿Y si todos dejamos este mundo al mismo tiempo, nada de nada, todo el pasado inmediato cancelado hasta nuevo aviso?
En realidad, no es tan complicado como parece. Sólo debes decirte “ya” y levantarte de tu silla, alejarte de tu escritorio, dejar encendido el computador e imaginar los pasos que siguen una vez que salgas del edificio. Sólo debes decir “ya” y soltar esa herramienta con la que haces tu trabajo, abandonar ese salón de clases en el que intentas ilusamente de construir personalidades inteligentes y críticas (sólo para darte cuenta que contribuyes a la construcción de individuos tristes y desprovistos de las armas para vivir en este mundo), cerrar la caja de ese OXXO en el que trabajas, tirar la escoba al piso, soltar el plato sin lavar para que se estrelle en el piso, quitarte el cinturón que resguarda tu pistola e implementos para el reforzamiento de la seguridad, abandonar las salas de emergencia, el puesto de sacristán en las iglesias, debes cerrar la puertecita del mostrador de la tienda miscelánea en la que trabajas, debes salir con tus compañeros de la mina, de los campos de cosecha, de los establos, de las oficinas de gobierno, de la sección de fumadores para meseros explotados, debes dejar la isla de perfumería que atiendes en la tienda departamental, debes cerrar las puertas de tu peluquería, de tu cantina, de tu florería, de tu restaurante de comida gourmet orgánica, de tu taxi que es como una segunda casa en la que transcurres para ver de frente las desgracias de este mundo, debes abandonarlo todo, todo, todo. Debes entonces quitarte los zapatos y salir a la calle, a caminar. Nadie hará nada.
 
Nadie hará nada. Saldremos a las calles, no en son de protesta sino de simple y sencilla cancelación de la vida. Caminaremos para volver a conocernos. Quizá ver con nuevos ojos el desastre que hemos dejado, la cantidad monstruosa de objetos que hemos fabricado para soportar la vida. Aprenderemos a oler de nuevo, a platicar con el prójimo, no habrá necesidad de molestarnos por las conductas irritantes de los otros, porque ya nada importará. Estarás en plena libertad para acariciar las mejillas de propios y extraños: una niña, un anciano, un ex compañero de trabajo, una mujer hermosa. Tardarás varios días en aprender a respirar como debe ser, humanamente, con fuerza, intensidad, con los ojos cerrados. Volverás a escuchar tu propia voz, y la de muchos otros, te darás cuenta que no somos tan malos, sólo que ellos nos hicieron así.

Todo a tu alrededor será gratuito. La gasolina, las palomitas de microondas, unos pajaritos del amor que te encontraste en la abandonada tienda de mascotas. Allá, a lo lejos, verás que el sol te había dicho desde siempre que todo está ahí para que tú lo tomes a discreción. Especialmente la comida, que podrás tomar de los refrigeradores de tiendas de autoservicio o de las casas de familias numerosas. Habrá un festín en el que todos nos regocijaremos y encontraremos otra manera de entender eso que llamamos amor pero que ya no sabemos con qué ingredientes se prepara.

Nuestras ciudades serán testigos del reverdecimiento de la tierra. Veremos cómo entre las grietas de los edificios abandonados surgirán distintas clases de vegetación. Flores silvestres brotarán en medio de la calle, allá a lo lejos te toparás con un ornitorrinco que se escapó del zoológico que sus trabajadores dejaron abandonado. Cobrarán otro matiz, más claro, menos espeluznante, esos montones de telarañas que se formarán en los interiores de comercios, firmas de abogados y cortes de justicia. No quedarán desiertas las ciudades, sólo desatendidas. Porque cuando desatiendes una ciudad, se revela su verdadera naturaleza, la de ser una ruina en potencia. Los espectaculares serán las nuevas pantallas de un cine invisible, en poco tiempo sus imágenes se desvanecerán, con todo lo demás.

Olvidémonos de todo, del trabajo, la profesión, de subir los peldaños de la corporación,  olvidemos los deseos impulsados por la fábrica espectacular, el estrés que nace de la prisa por ser algo que de todos modos no quieres ser, los sueños reprimidos, el recuerdo de un pasado que ya ni siquiera puedes considerar que era mejor, retírate de la carrera, de esa envidia perenne por lo que tiene el otro, la dura pena de soportar jefes que tampoco se soportan a sí mismos, la ansiedad por tener un cuerpo atractivo al mismo tiempo que envejece una parte de tu alma, olvídate de tener una casa con los mismos decorados que tienen las otras casas, por tener un salario justo, unas calles limpias al salir del vecindario, la incertidumbre de averiguar si llegarás a fin de quincena con veinte pesos para el camión que te llevará de regreso a casa, abandonemos eso que llamamos progreso, abandonemos eso que cruel y cínicamente llamamos “vida”. Sentémonos en las calles y platiquemos con los niños, emborrachémonos con aquellos que fueron nuestros enemigos en el pasado, y que ahora ambas partes nos dimos cuenta que vivíamos un teatro perverso fabricado por ellos, los que nos tienen así.

Abandonemos este mundo, para dejarlos solos a ellos. Los que quieren hacer de nosotros lo que les venga en gana.