6.4.17

¡Diles que no mamen!

-¡Diles que no mamen, Justicio! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad. Que no mamen.
-No puedo. Hay allí un regimiento de imitadores que no quiere oír hablar nada de ti.
-Haz que te oigan, o que respondan a tus correos. Hazte de esas mañas politiqueras que bien conoces y dile que para ninguneos ya ha estado bueno. Dile que lo hagan por caridad del Dios Institucional que ellos decidan.
-No se trata de sustos. Parece que te van a ningunear de a de veras.
-Anda otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No tengo ganas de eso, yo soy tu hijo, el silente mediador. Y si voy mucho con ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por ningunearme a mí también. Es mejor dejar las cosas al así nada más poquito.
-Anda, Justicio. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justicio apretó los dientes, se acordó de la charla con quince vacas sagradas y dijo:
-No.
Se mantuvo sacudiendo la cabeza durante mucho rato. Por lo menos, hasta que bajó la mirada. Por pena. Por pudor. Porque también era escritor y le costaba trabajo confesar que nunca le gustó la obra de su padre.
Justicio se levantó de la pila de libros del Fondo de Cultura Económica en que estaba sentado y caminó hasta la puerta de la enorme Biblioteca de los Autores Fantasmas. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy, pues. Pero si de pronto me ningunean a mí también, ¿quién cuidará de mi pusilánime legado?
-La Providencia, Justicio. Ella se encargará de eso. Ocúpate de ir con Ella y ver qué cosas hace por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí, esperando, amarrado al horcón de una vieja casa que alojaba un desaparecido taller de escritores. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de transcribir en su cabeza el cuento de Pierre Menard, autor del Quijote, un rato, para apaciguarse, pero las ganas se le habían ido. También se le había ido el hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de mantener viva la idea de mutar textos, de hacerlos deslizar otro tipo de caricias y significados. Ahora que sabía bien a bien que lo iban a ningunear, le habían entrado unas ganas tan grandes de transcribir como sólo las puede sentir un renegado. Quién le iba a decir que volvería aquel asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto de cuando tuvo que matar a los modernistas. No nada más por nomás, como quisieron hacerle ver los de la Santa Iglesia de la Oficialización Cultural, sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe Terreros, el dueño de la obra novelística de un oscuro escritor modernista colimeño, que se volvió famoso por matar a su abuela y ganar un concurso nacional con el larguísimo y complejo poema en verso alejandrino que describe el crimen, había sido su mentor. Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la obra de un autor imprescindible y que, siendo también su compadre, le negó el pasto del reconocimiento y la validación por parte de los otros animales en esa enorme granja donde pastan los escritores de cepa.
Primero se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía de la imaginación, en que vio cómo Don Lupe traicionaba uno tras otro a los escritores animales hostigados por el hambre y la falta de oportunidades editoriales, y que seguía negándole la yerba para compartirla entre sus potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca con la que los encerró y a arrear la bola de escritores animales flacuchos hasta las páginas marginales de una media docena de revistas literarias electrónicas, para que se hartaran de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez el hueco de oportunidades que dejó abierto para que él, Juvencio Nava, le volviera a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la malla ciclónica de la fama inducida, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que una vez don Lupe le dijo:
-Mira, Juvencio, otro escritor animal más que metas al potrero de los que consagramos y te lo mato.
Y él contestó:
-Mire, don Lupe, yo no tengo la culpa de que los escritores busquen su acomodo. Ellos son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
“Y que me mató un novillo, mandándolo a los Estados Unidos a dar una cátedra sobre narradores olvidados de la década de los ochenta. Y pues tuve que matarlo, con una indignante crítica que hablaba sobre sus desavenencias sexuales, sus plagios, sus falsas complacencias. Sobre su mórbidamente pequeño pene. Sobre su bisoñé.
“Esto pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el norte, dirigiendo talleres. No me valieron ni los diez premios que le otorgué a escritores de su barrio, ni las seis antologías en las que –desganadamente, lo sé—traté de reivindicar su obra. Todavía después, sus secuaces se cobraron a lo chino, con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo (así le digo a mi muy joven amante, para guardar las apariencias) a este otro terrenito que yo tenía y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nueva Literatura independiente y tuvo ya ocho libros autopublicados. Así que la cosa ya va para viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
“Yo entonces calculé que con un premio que llevara su nombre quedaría arreglado todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos muchachitos escritores que lo emulaban pero que todavía andaban a gatas. Y la viuda pronto murió también dizque de olvido. Y a los muchachitos se los llevaron lejos, a una residencia en Canadá, donde comenzaron a escribir minificciones basadas en los nombres de las calles principales de Santiago de Compostela. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo. Hicieron vida y gloria literaria en otra parte. Según mis asegunes.
“Pero los demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y seguir acusándome de ferviente escritor de obras inútiles. Cada vez que llegaba alguien al pueblo me avisaban:
“-Por ahí andan unos defeños, Juvencio. Quesque vienen para conocer autores locales.
“Y yo echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días comiendo verdolagas, con todo y mis libros de Elizondo y Gardea, subrayados al grado de que ya estaban todas las letras amarillas. A veces tenía que salir a la media noche, como si me fueran correteando los antiguos institutos que me otorgaron becas. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la vida.”
Y ahora habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría tranquilos. “Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en paz”.
Se había dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para liberar la literatura nacional de la abulia y el exceso de solemnidad; de haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su oportunidad de publicar en una editorial multinacional? Aquel día en que amaneció con la nueva de que la editorial Fango Pantanoso de España decidió no publicarlo, ni siquiera le pasó por la cabeza la intención de ponerse a los pies del conglomerado. Dejó que se fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no estar de nuevo en contacto con las viejas musarañas del campo literario. Dejó que se le fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que le quedaba para cuidar eran los quince libros que cargaba en su cabeza, pero éstos los conservaría a como diera lugar. No podía dejar que le llegaran con mamadas. No podía. Mucho menos ahora.
Pero para eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. Para ningunearlo en vivo. De frente. No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente maniatado por el miedo de que su inútil genio fuera olvidado. Ellos se dieron cuenta de que no podía seguir escribiendo con aquellas manos viejas, con aquella imaginación flaca como de nardo seco, acalambrada su mente por el miedo de ser ninguneado. Porque eso iba a suceder. Sería un nadie, una nada, una peca casi invisible en la mejilla maquillada de la literatura mexicana. Se lo dijeron.
Desde entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de pronto siempre que veía de cerca el ninguneo y que le sacaba el ansia por los ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía las palabras pesadas mientras su cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que anduvieran con esas mamadas.
Tenía que haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al Juvencio Nava que era él. El autor consagrado, querido por los niños del sur que leían su más famoso libro de cuentos. El de los esqueletos vivientes, los que carcomen los sueños de los ancianos en las librerías de viejo.
Caminó entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos que recorren las miradas narradoras.
Sus ojos, que se habían apeñuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de sus pies, a pesar de la oscuridad, mientras pensaba en la fama oscurecida que se avecinaba. Allí en la tierra de la imaginación estaba toda su vida. Sesenta años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre los sortilegios del lenguaje, de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato desmenuzándola con los ojos, la tierra de la imaginación, saboreando cada recuerdo narrado como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego, como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Eran escritores nuevos, sus respectivas famas en ciernes. Los veía a su lado ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado. Traían camisetas blancas con la imagen impresa de un autor que ya fue traducido a seis idiomas. Habían atravesado los surcos pisando la milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a crecer la milpa, la milpa del destino. Pero ellos no se detuvieron.
Los había visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo. No tardaría en dejar abandonadas las ideas de sus quince novelas en los alrededores de esa milpa que jamás vería crecer.
Así que ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en un agujero, para ya no volver a ver ni una sola de sus obras publicadas.
Y ahora seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él. De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como si hubieran venido dormidos, pensando en los frutos de su ignominiosa labor. Becas, premios, menciones en listas.
Entonces pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en la casa de la cultura del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro de la noche.
-Capitán, mi capitán, aquí está el hombre. El capitán era un reconocidísimo autor, mitad poeta, mitad ensayista, mitad historiador, mitad presentador de infinidad de autores en infinidad de ferias de libros, mitad prologuista de infinidad de antologías, de esos intelectuales que hasta las amas de casa conocen.
Se habían detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre? -preguntaron.
-El de Palo de Venado, capitán. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale que si ha vivido alguna vez en Europa -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú! ¿Que si has habitado en Europa? -repitió la pregunta el autor también famoso pero creído muerto que estaba frente a él.
-Sí. Dile al capitán que de allá mismo me siento. Y que allí he vivido en mi imaginación hasta hace poco.
-Pregúntale que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
“Luego supe que lo habían matado a periodicazos, clavándole después una severa crítica a su obra que prácticamente lo desterró de la República de las Letras. Me contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le cuidaran su biblioteca.
“Esto, con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es llegar a saber que el que hizo aquello está aún presente en el mundillo literario, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No puedo perdonarle que siga siendo reconocido. No debía haber nacido nunca”.
Desde acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego quemen su obra completita!
-¡Mírame, capitán, oh, mi capitán! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme solito, derrengado de viejo. ¡No me ningunees…!
-¡Llévenselo! -volvió a decir la voz de adentro.
-…Ya he pagado, capitán. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de muchos modos. Reemplazaron mi nombre en varias escuelas públicas. Me quitaron un premio. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado, siempre con el pálpito de que en cualquier rato matarían mi legado. No merezco ser ninguneado así, capitán. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No mames! ¡Diles que no mamen!
Estaba allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra. Gritando.
En seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan las futuras críticas a su obra en los principales periódicos y publicaciones del país.
Ahora, por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón en la antigua casa que alojaba uno de los más insulsos talleres literarios. Había venido su “hijo” Justicio y su “hijo” Justicio se había ido y había vuelto y ahora otra vez venía. Su ninguneo había comenzado.
Justicio, un poco aliviado, lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo para arreglar el último homenaje a un autor que pronto sería olvidado.
-Tu nuera y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote salvaje de la crítica literaria oficial, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto tiro de gracia como te dieron.

FIN

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