No hay peor transgresión que la vida misma, en su correr desmedido, en su modo de operar por los escondrijos de la realidad. Una mujer amamanta a su bebito recién nacido. Dos pintores, en lugares distintos del planeta, están frente a un lienzo. Alguien enciende un fósforo. Ninguna persona suspira en una ciudad, en un lapso de nanosegundos. Hace dos segundos, podía escucharse un orgasmo detrás de la pared de un cuarto de motel. Cantidades enormes de niños abren una lata de coca cola. Alguien llora, alguien clama por la supervivencia de las especies, alguien arguye en contra de lo que considera un punto de vista erróneo. En cierta región de la memoria, X piensa en Y, recuerda un momento que creían, ambos, olvidado. Un desodorante inunda el espacio de una sala de estar. Un pescado se enganchó al anzuelo. A una señora le faltan dos centavos para completar el total que marca la caja registradora. Alguien muere, alguien es pensado como resucitado en el rostro de un desconocido. Se sigue al desconocido furtivamente, hasta que se construye una historia. El tiempo se detiene. Pero luego recomienza. Continúa la transgresión.
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