La obra de arte jamás te dice una mentira.
Puede develar misterios, presentar digresiones, transgresiones, convulsiones del entorno y la percepción; puede revelar y revelarse, puede ser discrepante; puede poner al descubierto los límites del lenguaje, puede ser un diálogo fallido, un intento precario, una triste muestra de ingenuidad; presenta procesos, lidia con el devenir y el tiempo, los sistemas y las individualidades al interior de éstos; puede presentar digresiones y divagaciones, esencias y aglutinamiento de modos históricos, percepciones del tiempo y del hombre, de la naturaleza y el ocaso de la misma, presenta temores, fobias, los tejidos del deseo y el consumo, la enajenación y el desencanto; presenta pureza o franqueza, o la delgada línea que divide a la realidad de su campo reproductor; muestra ideas, conceptos, teorías generales, toda una filosofía puesta en acción (cuando la filosofía entra al campo del arte, se termina la transgresión); interviene, se sitúa, a veces presenta discursos que sólo pueden demostrar su futilidad, su venir a pérdida con el paso del tiempo; en el peor de los casos, el discurso que se nos presenta sólo nos ubica en ese vacío que resulta del encuentro con algo que no está bien sustentado; puede devenir época, momento, localidad, condición de ilusoria permanencia.
La obra de arte puede hacer todo eso. Pero jamás te dice una mentira.
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