Del "Diario de Don Turicato"
2da. Parte
Estaba siendo apretado desde el interior. Mis entrañas, como puede llamársele a ese hueco siempre hambriento, siempre ahí y no ahí. Una bola de estambre que sirvió de relleno para hacerme una barriguita chusca, de esas que simulan que soy un mono bien comido. Cuando abrí los ojos al mundo, no pasaron dos horas antes de que me percatara de que mi vacío sería llenado por una mano que me apretaba la columna, que me hacía abrir los ojos y decir aquello que sólo un muerto de risa puede decir.
Tenía que acostumbrarme a ser llenado por otro, vivir a través del pensamiento de otro, ser alimentado por sus muñequeos, mis gestos festejando la penetración de una mano en constante movimiento, en constante manipulación.
Pues ni modo, un muñeco seré.
A Don Alberto, que no se le daba eso de la ventriloqueada, esto lo hacía feliz: hacer los monos que serían rellenados con las ideas de otras personas. Cuando me recostó aquella noche enseguida de él, en su cama, estuvo observándome con una mirada espeluznante. Más espeluznante el hecho de que mis ojos no se cerraban. Sí, mis ojos no se cerraban, sus párpados estaban dibujados. Mis ojos mantenían la vista a ese viejo canoso con el lunar en la mejilla y el aliento a vodka, lo escuchaba susurrar cosas. No sé bien qué cosas eran, historias de guerras pasadas, algún recuento de algún caminado exquisito en su pasado, los movimientos corporales de una muchacha de largos cabellos que se llamaba Lucía y que se espantaba cuando lo veía, persecuciones de ratas o de herencias olvidadas, el crujir de sus rodillas, de cómo la soledad en la distancia hace que el dolor y el fracaso sean más tolerables.
Antes de acostarse, Don Alberto puso un disco de vinilo en el tocadiscos. Era un sencillo, una canción antigua llamada “I´m Sorry”. Cuando terminaba la canción, la aguja del tocadiscos se levantaba, viajaba de nuevo al inicio del disco, y se repetía. Esto duró toda la noche. Don Alberto, por lo menos mientras duró despierto, mencionaba el nombre de la cantante, Brenda Lee. Esa noche, mi primer noche en este mundo, fue cuando descubrí que nunca podría dormir.
Sombras o semisueños de sombras invadieron la pieza donde nos encontrábamos. Eran los faroles de autos que cruzaban por la avenida. Una ventana en la pieza permitía que la luz de los faroles viajara por las paredes, delineara unos trazos de luz que ascendían y luego descendían, y que me permitían echar vistazos a mi alrededor, sumido en el silencio, en los ronquidos de mi creador, en las diversas formas que la luz de pronto me presentaba.
Horribles cabezas medio terminadas de otros monos que pudieron ser como yo.
Fotografías enmarcadas, de lo que supongo fueron miembros de la familia de Don Alberto.
Algodón. Mucho algodón. Y telas.
Por allá una pila de libros, otra de discos, una mesa con restos de comida.
Una bandera. Roja. Unos signos en medio que, hasta la fecha, me eluden, porque no sé lo que son, no sé lo que significan.
Y al fondo, en una esquina, el tranquilizante color naranja de un calentador eléctrico.
Durante los primeros días de mi existencia en aquel lugar, ese calentador fue la presencia con la que tuve mis primeras discusiones. Mi ángel y mi demonio, mi pérdida de conciencia y mi recuperación, la extraña ráfaga de luz que me ayudaba a no volverme loco. Yo, en un perpetuo despertar, mis ojos siempre abiertos, mantenía en el secreto de mi incapacidad de hablar, conversaciones lúcidas con ese aparato que, del mismo modo, tampoco hablaba.
A veces la corriente de la luz me respondía. De pronto una marejada de corriente hacía que la luz fuera más brillante, de modo que podía simular que la cosa esa me estaba escuchando, que me respondía.
Y mis preguntas surgían más lúcidas conforme la noche se llenaba de noche. Lo que yo mismo me respondía también.
Hasta que una noche, todo se fue a la mierda.
Bueno, en realidad lo que pasó es que, una noche un corto circuito, chispas que saltaron del calentador a la cobija de la cama, Don Alberto un ataque de pánico, piernas suyas que no respondieron, que los pantalones ni loco salir desnudo a la calle, pero mira nomás qué rápido se quema todo. Los brazos del viejo revoloteando por la pieza como pajarraco alborotado. Las bolas de algodón se prendían instantáneamente, comenzaban a flotar alrededor; hilachas de tela iban desapareciendo en breves ráfagas de luz. Viejo bruto que no controla el licor, cayó al suelo con el pantalón a medio subir, la pieza pintando luces de fuego en cada rincón, como si las llamas saltaran a la menor provocación. Trozos de cabezas de otros monos y sus gestos derretidos, ojos canica que resbalaban de sus hoyuelos. Yo nomás sentí una mano que me agarró de la espalda y me aventó por la ventana. El viejo salvó mi vida. . . ¡Qué atroz!
Caí en medio de un callejón, enseguida de una lata de Coca Cola Light aplastada, olor a cigarrillos y orines. A lo lejos, podía ver cómo la pieza de Don Alberto era como un calentador gigantesco para los vecinos. A lo lejos, alguien podía ver un trozo de tela rellenada con cabeza protuberante y ojos de canica que no se cerraban. Alguien podía verme a mí, por primera vez, desnudo, mi cuerpo al tanto de la rugosidad de la calle, la rugosidad de la vida.
Al principio, me refiero al inicio de esta mi vida desprendida del vientre original (incendiado por la negligencia del mismo anciano que me vio nacer) no fui más que un trozo de “algo” tirado en la calle, luego pateado por las fuerzas de la ciudad hacia las orillas. Fueron tiempos en los que mi materia recogía los escombros que la vida rejuntaba enseguida de los contenedores de basura, siendo yo mismo uno de esos tantos escombros. Fue la gracia de una botella derramada en mi cuerpo, que pude encontrarme con mi segundo plano de vida.
Un pobre tipo había derramado accidentalmente su botella de vino, y mi cuerpo de tela lo absorbió casi todo. A su vez, el tipo absorbió todo el vino absorbido por mi cuerpo fibroso, y luego sonrió la sonrisa de la admiración poética (algo de lo que hablaré después) cuando descubrió que ese trozo de algo era una presencia, tenía figura y unos ojos protuberantes que no se cerraban nunca. Y que esa figura quería decirle algo que aun no comprendía.