Como muchos de ustedes, yo estoy consternado por el
futuro de mi país. La historia de México siempre ha sido una tragicomedia llena
de vericuetos y tramas espeluznantes, asombros y heroísmos fabricados para la
relatoría de nuestras vidas y muchas, muchas ilusiones/desilusiones, todo
enmarcado por un teatro violento, apesadumbrado y a la vez, paradójicamente,
feliz. Imbricado en esa historia, en esa picaresca de personajes color sepia, una
historia exquisita y grotesca a la vez, se encuentra el ADN de nuestra cultura.
Y como parte integral de este código genético, se hallan los impulsos vitales
del poder, en todos los niveles, desde la familia hasta el barrio y subiendo
hasta las primeras filas de la clase política, y se trata del poder que
corrompe, el que reprime, el que refuerza a la sociedad de castas y perpetúa la
visión de México como el país fiel que todo lo soporta, el que suaviza las
cosas al tiempo que las ataca salvajemente, el que construimos juntos y cuya
forma más subrepticia es representada por entidades como el Partido
Revolucionario Institucional. Hay quienes sostienen que el PRI lo llevamos en
la sangre. Ese partido es lo que es, porque así somos nosotros, y viceversa.
Pero también hay muchos mexicanos que ya no creemos eso. O por o menos, que ya
abrimos las puertas a una manera distinta de imaginarnos a nosotros mismos.
Porque no obstante esa certeza aparentemente
irefutable, ha surgido un nuevo tipo de pulsión sanguínea, y distintos eventos
en los últimos meses nos han llevado a revestir de otras posibilidades al
teatro de nuestra vida nacional, compartiendo, más que nunca en la historia de
las elecciones presidenciales, nuestras opiniones, posturas, visiones, sueños y
deseos de la realidad mexicana que hemos vivido todos los días, y que han
puesto en desafío nuestra naturaleza e idiosincracia. Y claro, tenemos dos
opciones: o pensamos las cosas así, o aceptamos que todo esto es un romance
empedernido que un sector de la sociedad tiene con la ilusión de cambio. Aun no
lo sabemos. Lo que sí sabemos, creo yo, es que todo comenzó cuando el virtual candidato
de ese partido “incrustado en la psique mexicana” puso en evidencia su incapacidad
intelectual, aquel fatídico día en la FIL, cuando trastabilló y no pudo nombrar
tres libros que hubiesen impactado en su vida. (¿Cómo queda incrustado ese suceso en nuestra historia? ¿cómo lo
representaremos en las láminas para los periódicos murales del futuro?) De ahí
en adelante, desde el momento en que un futuro presidente nos pusiera tan
torpemente en evidencia sus limitaciones, la inminencia de nuestra narrativa
trágica ha sido puesta en duda, y pasamos de la melancolía y el fracaso a la
lenta y progresiva indignación. Qué bien.
Por otro lado, como prácticamente todo mexicano que
tiene acceso a internet, he seguido el proceso electoral, de las primeras
columnas periodísticas de 2011, que vaticinaban una catástrofe –como
convencionalmente lo ha hecho la prensa crítica en este país desde que tengo
memoria—, pasando por la infinidad de comentarios, posturas, declaraciones, análisis
teóricos, antropológicos, económicos, estudios foráneos e imágenes compartidas
con información estadística, mensajes con “datos duros,” recuentos de sucesos,
evidencias audiovisuales, inserciones de periódicos viejos, todo un aparato
colectivo de análisis semiótico y de producción de “copy” improvisado para
atacar o alabar al oponente, toda una serie de artilugios de discurso cuyo objetivo
ha sido la puesta en común de que, francamente, las cosas nunca han estado bien
en este país. Como si un médico brujo hubiera puesto sobre la mesa la larga
historia de fracasos, horrores y absurdos, mediatos, inmediatos e históricos, y
nos dijera que, ahora sí, ya no podemos encoger los hombros y soltar la
carcajada como Pedro Infante. La sociedad civil, sumergida en los mares
turbulentos de información en la red, se ha vuelto fugaz y volátil, al tiempo
que “ha salido del clóset” en cuanto a la manifestación pública (por lo menos
en la red) de posiciones ideológicas, culturales o políticas en las apuestas
electorales y, por añadidura, en el presente y futuro de México. De repente, todos
somos expertos, teóricos de conspiraciones, historiadores, cómplices, fans, enemigos, ingenuos y sabios, todos
exigimos una tribuna para pontificar sobre esto y aquello, originando un
marasmo que va de la revelación del escándalo de las últimas horas al fanatismo
a ultranza, con dos que tres muestras de violencia física y/o verbal, amenazas
que imitan viejas formas de “arrear al pueblo,” y afortunadamente, de búsquedas
creativas para concebir otra manera de participación democrática. Probablemente
no entendamos ciertas acciones y tácticas, pero todos estamos de acuerdo que
algunos hemos hecho del ejercicio civil algo más que la simple aceptación de una
realidad inminente. Yo, en lo personal,
creo que nunca había compartido tanto mis opiniones sobre la contienda
electoral, nunca había visto a tanta gente revelar sus preferencias, sus
fobias, prejuicios, miedos y esperanzas.
En este contexto, se desarrolla el escenario que han
creado los partidos políticos, con su aproximación al manejo de estas
herramientas informáticas, de esta búsqueda por entender el proceso electoral desde las redes de socialización en línea,
asumiendo comportamientos positivos, propositivos, o negativos y siniestros,
con acciones que van de lo más cínico y calculador (el recurso de los medios
que ha utilizado el PRI para la construcción de su candidato, un afiche para la
tele, las revistas de farándula, y una retórica de imitaciones y simulaciones
con el uso de facebook y twitter como herramientas para consensuar la mentira)
a lo más inteligente (la estrategia "amorosa" de AMLO, que la
proclamo inteligente mas no con ello la mejor, ya que, con toda la frialdad del
mundo, son los resultados electorales los que demostrarán la eficacia de las
estrategias de campaña), a lo más brutal y grotesco (la campaña sucia y
percudida del PAN, con una candidata que fue abandonada en el trayecto, por
propios y extraños –además de un Fox con síndrome de Asperger—dejándola
enloquecida y envuelta en su propio absurdo: tal y como ha sido el régimen
desde que el PAN está en el poder), a lo anodino (Quadri, un candidato que bien
pudo haber salido de una novela de Vonnegut –o de Ibargüengoitia— y que entraña
la desfachatez de un sistema educativo podrido de poder, pero encubierta en la
imagen de un maestro de prepa que da las clases de literatura y que todos los
alumnos sospechan que fuma mariguana, pero que dista mucho de ser eso. Hubiera
sido mejor, o más entretenido.)
Para contrarrestar el manejo que los partidos
políticos han hecho de estas herramientas informáticas, en el otro lado del
espectro, tenemos esa presencia sin presencia que han sido los actores de las
redes de intercambio en línea, esa otra enorme cortina de humo que se ha creado
para contrarrestar, por un lado, la presencia de los partidos en la red, y por
el otro, la presencia real, física, de los medios tradicionales: prensa, radio
y televisión, salvo heroicas excepciones, han construido un velo de imágenes
que son forma sin fondo, discursos diseñados para el espectáculo, un entramado
que no se sostiene más que por la pura inercia en la que hemos vivido los
últimos cien años. Medios como Facebook, Twitter, una infinidad de blogs,
Youtube, el periodismo en la red, entre otros, han sido el podium o templete
para múltiples aproximaciones de la realidad: depende de cuáles sean las
tendencias y posturas ideológicas o estético-morales de tu círculo de
contactos, esa es la realidad que se construye alrededor de ti. Sin embargo,
debo devolverme a esa realidad física, que ya se comporta como una especie de
simulacro a la Matrix, donde se juega
con la verdad (de por sí relativizante) para evitar el más temido de los
deseos: el cambio. Son los medios televisivos, la prensa y la radio, los que
han perpetuado el orden de las cosas, y del destino. En el transcurso de los
procesos electorales, sólo tenías que ir a una estética, o al gimnasio, o
sentarte en la sala de espera de un consultorio, o quedarte unos momentos con
la tendera de los abarrotes de la esquina, o esperar el autobús en la estación,
o meterte abruptamente en una casa particular, para darte cuenta de cómo opera
la realidad: en cada uno de estos lugares, te encuentras un televisor transmitiendo
el canal de las estrellas, un medio que ha llegado a niveles de excelencia en
la fabricación de una realidad ficticia.
Hace unos momentos mencioné que vivimos en esta
realidad desde hace cien años. Y sí. Creo que la primera revelación del alma
oculta de los mexicanos fue la revolución, único suceso contingente y
trasgresor de nuestra historia; y que una vez cooptada por el partido oficial
(esta es una historia larga, abordada por intelectuales, escritores, novelistas
y uno que otro chamán psicoterapeuta o anquilosado marxista de la vieja y
misógina escuela de "radicales"), la revolución fue eliminada de la
dinámica cultural, ya que, pues, es, supuestamente, parte de lo que nos
sustenta como nación. Después de eso vino un cambio de partido, pero no un
cambio de idiosincracia, de mentalidad, ni siquiera de sentido histórico. El
PAN, desde el principio, nunca ha sabido cómo embonar con la compleja,
contradictoria, insatisfecha, acomodaticia y exasperante cultura mexicana. Lo
ha hecho en algunas latitudes, donde se celebra el orden y la mismidad a
expensas de un cambio social verdadero, de raíz; pero en realidad, este fue un
partido que jamás ha sabido cómo gobernar. Ha sabido administrar y mantener la
máquina en movimiento. A su vez, el PAN ejerció el populismo de la misma manera
en que las señoras bien ejercen su papel de benefactoras en un asilo de
ancianos: con una sonrisa de plástico y un discurso bonito, que ninguna de las
dos partes cree. Pero si el PAN en verdad hubiera entendido a México, no se
encontraría en el predicamento en el que se encuentra: a punto de salir,
derrotado por su incapacidad para conectarse con el pueblo y con un presidente que
vio cómo todo se desmoronaba frente a él.
Por lo tanto, si consideramos que el PRI nunca ha
abandonado las filas del poder, y que el PAN perpetuó o incluso afianzó el
ejercicio del poder que siempre ha regido a nuestro país, entonces podemos
decir que el PRI, en realidad, nunca se ha ido. De modo que no podemos pensarlo
como un regreso. No regresa lo que nunca se ha ido.
No obstante, creo que en gran medida, los
acontecimientos de los últimos tres o cuatro meses, responden a ese sentido de
cambio que por lo menos una parte de la sociedad reclama. Desde la primera vez
que voté (1988) a la fecha, nunca había visto a una sociedad tan compenetrada
en el proceso electoral, dentro y fuera de los medios. Será una cortina de
humo, la revolución como espectáculo patrocinado por Telcel, o la ilusión del
cambio, pero les apuesto que estas serán las elecciones con mayor participación
ciudadana. Está en las calles, en los cafés, en las salas de cine (donde la
gente, hastiada, abuchea los anuncios del Partido Verde), no sólo en los
intercambios virtuales, los memes y fotos y enlaces a páginas y periódicos y
videos que sirven como evidencia de lo fatal y lo virtuoso, de la ignominia, el
escándalo y la sinrazón. Se ha tejido una trama esquizofrénica, un discurso
histérico, aquél que no debe dejar ni un cabo suelto antes de externar su
opinión. Y eso es una forma de compromiso, por lo menos más entusiasta que la
inercia con la que hemos abordado estas contiendas en el pasado (a no ser que
vivas en alguna región de México acostumbrada al enfrentamiento, a las
vejaciones, el maltrato, la persecución y/o desaparición del disidente o el
opositor). Asimismo, nunca he visto a la sociedad mexicana tan desafiante, tan
abrumada por la información y tan consciente de la racionalización de su voto.
Mi padre me contó que cuando era joven, mi abuelo les
pedía sus cartillas militares a él y a sus dos hermanos, cuando había
elecciones. Mi abuelo votaba por el PRI (¿quién no votaba por el PRI antes?), y
las cosas eran así y no había nada más que hacer. Yo, por mi parte, soy de la
primera o segunda generación de mexicanos que no puede no pensarse en medio de
una crisis económica, la que no conoce otra manera de "ser" en este
país. Nuestras preferencias de partido, o fueron modificadas por nuestras
formaciones profesionales, o se mantienen fieles a la línea familiar (hijos de
priistas, hijos de panistas; no puedo hablar de hijos de la izquierda, porque
en México, la izquierda siempre ha sido huérfana, por lo menos fuera del
Distrito Federal). Ya sea que nos persignamos o le mentamos la madre a las
autoridades, ya sea que nos gusta aceitar los engranes de la burocracia o del
sistema judicial y espetar a los cuatro vientos canciones rancheras para evadir
la verdad, ya sea que nos resignamos a vivir con lo que se tiene como se pueda,
nos hemos vuelto pragmáticos e inmediatos, viviendo para trabajar, en vez de
trabajando para vivir; no nos comprometemos con nada, porque nada ni nadie se
ha comprometido con nosotros como sociedad. Nos preparamos lo mejor que
pudimos, y rendimos honor a nuestra condición pequeño burguesa de la mejor
manera posible. En el proceso, se fue desvaneciendo la capacidad crítica de
muchos de nosotros. Tenemos hipotecas que pagar, hijos que cuidar y educar,
estilos de vida que mantener, y nos importa un carajo la desigualdad, siempre y
cuando no la veamos a la vuelta de la esquina. La pobreza está ahí, como una
amenaza latente para despabilarnos y seguir trabajando (y consumiendo, claro).
No obstante, mi formación intelectual, ética y
política se ha mantenido sobre la base de ciertos fundamentos democráticos y de
cierto espíritu anárquico. He sido, como muchos otros, un testigo silencioso
del desmoronamiento de la clase media; asimismo, formo parte de la generación
más autoconciente de nuestros problemas, como cultura, como nación… a pesar de
que no hacemos nada al respecto. Nos gusta mucho entender, ya que estamos obsesionados porque no “nos vean la cara,”
aunque nos la vean todos los días. De
manera que la posibilidad de cambio nos es remota, pero creo que es porque las
condiciones de posibilidad nunca se habían dado antes. Hay una frase del filósofo
contemporáneo Jacques Ranciére que ha inundado mis pensamientos en los últimos
diez meses, y que más o menos plantea lo siguiente: ahí donde todo es posible,
nada es posible; por lo tanto, no existe lo imposible.
Y el truco, nos dice, es volver a pensar en lo
imposible. Debemos revirar la consigna de Leibniz y sostener que vivimos en uno de tantos mundos posibles. Esta
premisa puede ser la que marque el nuevo sentido que tendrá no sólo México,
sino todas las sociedades en general.
Pero bueno, volvamos al planeta tierra: ¿Qué es lo
imposible en la historia de nuestro país? Ya planteé cómo mi generación y dos
que tres anteriores mantenemos una distancia en torno al cambio. Sin embargo,
no somos los únicos actores en este nuevo teatro mexicano. Yo creo que la
imposibilidad más alta es la del cambio, que las cosas, simplemente, ya
no sean iguales. Porque, a fin de cuentas, podemos decir que "no estamos
tan mal" (una noción que permea en mi comunidad, complaciente, mayormente
acrítica, circunspecta, ocupada en lo suyo, no obstante con una serie de
manifestaciones intersticiales que, aun cuando están creciendo en números e
impacto, distan mucho de ser el rompimiento definitivo con la relativa
tranquilidad regordeta en la que vivimos), y desde esa premisa, el salto al
vacío que significaría el cambio pasa al plano de los sueños guajiros. Creo que
ese ha sido el principal anzuelo del status quo: la relativa calma del
"todo está bien" como prolegómeno para mantener la inercia. Es en esa
inercia donde recogemos las migajas y dádivas que el sistema nos ofrece, y lo
hace como si nos estuviera haciendo un
favor, no como si estuviera cumpliendo con una responsabilidad.
Destaco la situación de mi comunidad, porque una de
las cosas que me ha llamado la atención es que gran parte de la "visión
del cambio" proviene del centro; en estos momentos, toda voz de disenso en
distintas regiones del país emula la voz que se originó en Ciudad de México, de
manera que se genera la ilusión (siento mucho decir esto) de que esa voz de
disenso es la misma que podremos encontrar en todo el país. No es así,
desafortunadamente.[*]
Pero afortunadamente, por otro lado, es una voz que ha
hecho metástasis en partes inusitadas de nuestro país, generando,
efectivamente, un movimiento rizomático, sin puntos de fuga, sin líneas de
asociación directa, una entidad de cuerpos sin órganos indescriptible (y por lo
mismo, vulnerable). Lo que se critica
del movimiento #Yo soy 132 es lo mismo que se ha criticado de movimientos como Occupy Wall Street: su indefinición, y
su búsqueda por resolver la complejidad. Lo que no reconocen es que esta es
precisamente su fortaleza. Los vemos como pequeños, ingenuos, frágiles,
fácilmente cooptados. Lo que no hemos querido entender es que este movimiento
no nos pertenece. Y si bien esta juventud no articula sus propuestas de la
misma manera como lo hicimos o hicieron generaciones pasadas, piensen en esto:
nosotros tampoco articulábamos la realidad de la manera como hubieran querido
nuestros padres. Detrás de un movimiento como el del 68, hay una generación
anterior que no comprendió la naturaleza o sentido del discurso. Es posible que
–no todos, claro—la parte más recalcitrante de la generación que vivió el 68
sea la más crítica ante las no-posturas del movimiento #Yo soy 132. “Necesitan
asirse a algo,” parecen decirles. “Nosotros nacimos sin asirnos a nada,” ellos
responden. O mejor dicho, “Nosotros nacimos compenetrados en todo.”
Y bueno, pues: ya sucedió un despertar, pero igualmente,
ya se tendieron las trampas, los artilugios y las redes de discordia para que
las cosas sigan igual. Quizá uno de los aspectos más nauseabundos de este
proceso electoral (aparte de la becketiana sucesión de spots televisivos y
radiofónicos que han llevado este teatro a un absurdo asfixiante) ha sido el
sentimiento de impotencia que produce saber, sentir, que no se podrá hacer
nada. Esta, para mí, es una de las esencias de la tragedia: un dictado del
destino (el regreso inminente del PRI al poder) anunciado por un oráculo (las
encuestas, la prensa) que nos lleva a sacarnos los ojos y deambular por las
calles, lamentando en silencio la fatalidad inevitable.
Sin embargo, la peor tragedia es esta: la misma gente
que, a lo largo de nuestra historia, ha sido afectada, explotada, mal nutrida,
mal educada, oprimida y sometida por el orden social, es la que votará por
el mantenimiento de dicho orden social. Y lo hacen, o en un total
desconocimiento de causa, o por un acto de supervivencia inmediata, o por esa
otra "veta" que nos distingue a los mexicanos: la conveniencia y la
solución rápida a circunstancias inmediatas. Claro, también lo harán porque los
han mantenido en la ignorancia y el olvido. No cuentan en esta vida, pero al
momento de votar, son los primeros en ser contados.
En este sentido, si colectivamente deseáramos eliminar
ese destino trágico, ¿Qué significaría que la proclamada "izquierda"
(un remanente de la vieja izquierda, una social democracia pragmática, pero no
rapaz) llegara al poder? La posibilidad de reinventarnos, de volver a imaginar
posibilidades. Piénsenlo por un momento: si corremos la suerte de que ganara
López Obrador, y éste atendiera al llamado de una sociedad que se siente
alejada del aparato del estado, y que por parte del estado, algunas de las
prácticas más inherentes de nuestra conducta y nuestra dinámica política –la
corrupción desfachatada, el favoritismo a grupos reducidos de intereses, la
negligencia administrativa, el sostenimiento de la clase privilegiada—fueran
contrarrestadas por otras propuestas y aproximaciones al ejercicio de gobierno,
tendremos a la mano una manera distinta de vernos a nosotros mismos.
Yo creo que eso es posible; lo creo mucho más posible
que la idea de que una izquierda representada por López Obrador nos lleve a un escenario
como el de Venezuela (noción que, desde mi punto de vista, rebasa el sentido
común, y ya la considero la más típica proyección de temor clasemediero, por
parte de quienes siguen sosteniéndola). Creo que es posible, porque por primera
vez en mucho tiempo, creo en lo imposible. No me caso con la idea de convertir
a López Obrador en el mesías que muchos proclaman. No lo es, ni debe serlo. Nuestra
cultura debe dejar de fabricar ídolos para vertirles toda la responsabilidad de
nuestro futuro. En lo personal, votaré
por López Obrador, porque siempre me ha gustado dirigirme a lo desconocido. Sé
que no es la mejor razón para votar, y sé que muchos no comparten este
sentimiento. Yo sólo sé que no sé nada sobre ese futuro que nos depararía su
llegada al poder. Y eso me entusiasma. Me ayuda a imaginar.
Es una apuesta larga, incierta y riesgosa. Y según
vaticinan los oráculos de nuestro tiempo: en estos días se viene lo peor. Sin
embargo, ¿saben qué es lo peor que puede pasar? Que no pase nada.
[*] Por cierto: Ciudad de México, posiblemente, vivirá los siguientes
años un nuevo boom migratorio, ahora
conformado por una clase trabajadora más calificada, en busca de ese paraíso
prometido que nunca llegó al resto del país.