27.12.13

Despropósitos de Año Nuevo

Este año que viene, debemos prepararnos para la catástrofe y la epifanía, para el sinsentido y para el constante fallecimiento de los otros. De mayor convicción y riesgo que los propósitos, he aquí los despropósitos para 2014:

1. No hagas nada malo que parezca bueno; no hagas nada bueno que parezca malo; preferentemente, no hagas cosas malas. Ni buenas. Es más, no hagas nada.

2. Tómate un día libre este año. Repórtate enfermo a tu trabajo o escuela. Dedícalo a:

a) seguir a tu enemigo
b) caminar
c) contar carros rojos
d) besar en la boca a un extraño. Como lo hacía Bugs Bunny
e) buscar luciérnagas
f) tomarte fotos con -no de- indigentes
g) dormir y soñar que hiciste todo lo anterior.

3. Enfrenta tus miedos. Tírate del techo de tu casa con un paracaídas. Dile que la/lo amas. Suelta una flatulencia en la fila del banco. Tómate esa pastilla. Abraza un pitbull.

4. Corre descalzo. Corre con los ojos cerrados. Corre con la boca abierta. Corre cantando. En un bosque. O en un basurero municipal.

5. Habla con tu mascota hasta que le saques una palabra.

6. No reveles absolutamente nada, en ningún medio, acerca de ti, nada acerca de lo que comiste, de los viajes que emprendiste, de las reuniones con amigos, de los lugares o encuentros curiosos, nada sobre tus sentimientos, ocurrencias, emociones u opiniones acerca de todo, desde el amor hasta la política, la religión y el futbol. Intenta desaparecer. Y deja de espiar.

7. Aprende a respirar. Y no dejes de ver los ojos de la gente. Es un mal y una bendición necesarias.

8. Guarda silencio por 24 horas ininterrumpidas. Cuando vuelvas a hablar, pide un vaso lleno de arena. Tómatela.

9. Toca fondo. Al tocarlo, descubrirás que el fondo es un compartimento que se abre y te conduce al vacío.

10. Escribe lo que piensas en superficies efímeras: un vidrio empañado, un parabrisas sucio, la arena, el aire o el agua. Que nadie más que tú se entere de lo que escribiste.

23.12.13

Mi Santa Claus favorito


Mi Santa Claus favorito fue un indigente que conocí en un Wendy's localizado en la zona de Point Loma en San Diego, California. Se había colocado en el centro de las mesas, rodeado de comensales que trataban de digerir sus hamburguesas y papas fritas mientras hacían caso omiso del aroma espeluznante que emanaba de la silla de ruedas donde él estaba sentado. 


El olor de la comida procesada, el sodio nuclear y la grasa saturada podía percibirse desde dos cuadras de distancia. Teníamos hambre después de tomarnos unas cervezas en un concierto de The Cure, si mal no recuerdo. No fue un buen concierto, y nuestros cuerpos deseaban saturar un poco las arterias para el largo camino a casa. Entramos al Wendy's con un espíritu festivo pero relajado. Todavía recuerdo los patrones de la alfombra, la barra de ensaladas debajo de una enorme campana iluminada, la voz de un tipo que estaba en el centro de las mesas. Los rostros de la gente que decidió desaparecerlo de su conciencia. 

Santa Claus traía puesto el que ha sido probablemente el traje de Santa más percudido que yo jamás hubiera visto. No necesitaba una barba falsa, pero debo admitir que, más que blanca y reluciente, su barba era amarillenta, unas cuantas migajas atrapadas, la salpicadura de saliva que el hombre escupía al hablar. Su gorro de Santa, por el contrario, sí era nuevo. Parecía recién puesto, recién conseguido, recién robado. 

Traía en su mano un hilo. Del hilo estaban amarrados tres globos, uno rojo, otro azul y otro blanco, suspendidos en el aire, pero a punto de desfallecer. Cuando te acercas a la barra de ensalada, descubres que predomina el olor del aderezo mil islas. Siempre he pensado que ese aderezo lo inventó un marinero, el encargado de cocina de alguna flotilla de marinos que se dirigían al viejo continente. Semanas de patatas hervidas y pescado insípido fueron suficientes para confeccionar este revoltijo de crema, catsup y pepinillos picados. Las guerras se tornan menos trágicas con estos breves destellos de sabor. 

No dudaba que este Santa Claus fue marinero en tiempos pasados, antes de su indigencia, antes de su papel como predicador antinavideño. Por lo menos, debió haber sido un soldado. Indudablemente, su apariencia y la locura de sus proclamas me daban a entender que se trataba de un veterano de guerra, ve tú a saber de cuál de todas. Nuestra historia es la historia de esas breves tragedias que ocurrieron en estas guerras, que al parecer, el cuerpo, mente, espíritu y flujo sanguíneo de los Estados Unidos de Norteamérica necesita como si fuera una droga. Curiosamente, este Santa Claus no se veía drogado, como la naturalidad de nuestros prejuicios nos lo indicaría. Un poco tomado, quizás sí. 

Pero sí se veía fuera de sus casillas. Sobre todo, porque este Santa Claus proclamaba a su audiencia que Santa Claus no existía. Henos aquí, un grupo de jóvenes que salieron de un concierto y deseaban un poco de grasa en sus cuerpos, enfrente de un Santa Claus limosnero adentro del restaurante (el falso respeto de los gringos le impedía al gerente de sacarlo del establecimiento, con eso de que era veterano de guerra, ¿o el pobre muchacho habrá creído que era realmente Santa Claus?), y que decía en voz alta su diatriba en contra de los Santa Clauses y los modos de consumo desmedido en estas vacaciones decembrinas. 

Pude haberlo descartado como otro fundamentalista más, un cristiano desquiciado que aprovecha las fechas para exacerbar su fervor religioso ante todo el que se encuentre a su alrededor. Pude haberme desecho de esa experiencia, de ese recuerdo; pero la verdad de las cosas, ese día tuve una suerte de epifanía. 

(Cierto, tenía veintitantos años y a esa edad no se nos permite tener epifanías, pero en mi caso, la experiencia adquirió su justa dimensión con el tiempo, el recuerdo. Puedo recordar muy bien al señor. Olía a días podridos, a rastros de callejones de distintas ciudades, a restos de comida, a camas de basura, a pliegues y pliegues de alcohol; podían verse las costras de mugre acumularse como anillos en su cuello, que contaban la enorme cantidad de días sin un baño decente. Puedo recordar cómo temblaban sus mejillas al hablar, pero sobre todo, puedo recordar cómo entendía el miedo de la gente, cómo lo aprovechaba para su beneficio. Esta epifanía, que vino a mí una década después, ha sido definitiva en mi vida). 

La epifanía fue esta: este Santa Claus era el emisario de tiempos remotos, el que vino a decirnos que el mundo se había acabado, y que lo único que quedaba por hacer en esta vida era comprar. Entre las cosas que decía --y en realidad, el flujo de su mente llegaba casi a dimensiones joyceanas o a una suerte de don de lenguas lúcido e inteligible-- los comensales, los dependientes del local y hasta los cocineros, pudimos escuchar esto: 

Comprar y comprar, como luciérnagas en invierno, perdidos los ojos entre tantas luces, todos muertos como si estuvieran muertos los vivos, como si mañana importara la sonrisa de sus hijos cuando abran sus regalos y se enfrenten al mundo y descubran que mañana es otro día y a trabajar, a trabajar y a coger y a producir más jesuses para el alma. Yo no existo, tienen que entenderlo, yo soy el aviso que ustedes reciben en estas festividades, la advertencia de que todos sólo estamos aquí para pasar un grupo de objetos de un lugar a otro lugar, para comer como si no hubiera mañana y para dejar todas nuestras traiciones en el corazón y en nuestros sueños... 

Lo más interesante de su desplante y su verborrea era que no se detenía, era imparable, y parecía no importarle si lo escuchábamos o no. Por lo menos los señores rechonchos, sentados con sus hijos rechonchos, por lo menos el par de viejillos de pensiones diminutas que sorbían su café en silencio, por lo menos mis amigos y yo, fingíamos muy bien que no nos interesaban sus locuras. Debo admitir que algunas de sus palabras se escaparon de mí, pero la verdad, es que tenía que comer y me distraje de momentos. A lo lejos, podía percibir el aroma del aderezo mil islas. 

La carne que comen no es carne, el pan que comen no es pan, la verdura que comen no es verdura, la sal no es sal, el sabor no es sabor, el sentimiento de satisfacción jamás llega, el aroma no es aroma, lo rico de la comida no es rico, la nutrición no es nutrición, el único alimento que deberá tener el cuerpo y el alma son los frutos que vienen de los árboles, de la tierra, de los animales reales. Pronto verán ustedes que desconocerán por completo el origen de todo lo que consumen, se perderá en la lejanía, allá donde se produce, allá, a lo lejos, allá, donde no conoces, dónde alguien sonríe a veces pero llora todo el tiempo... 

Si nos morimos nos morimos solos, nos morimos siendo padres e hijos, madres e hijas, sobrinos de alguien o tíos de nadie, nos morimos pero jamás seremos esa hamburguesa que se comen en estos momentos. Jamás serán el alimento de otros. Serán los muertos que se acumulan, los que se han acumulado desde el inicio de los tiempos... 

Por cierto, todo esto lo decía en inglés. 

En ocasiones, cuando el sonido de la gente en el local se elevaba, él también alzaba su voz. En ocasiones, parecía que estaba a punto de explotar. En otras, sí trataba de estrechar su mano para pedirle unas monedas a aquellos comensales que se retiraban del lugar. En una ocasión, otro indigente, que entró por su vaso de café gratis, trató de entablar conversación con él, como si fueran cómplices o pertenecieran al mismo sindicato, pero Santa Claus no le hizo caso. 

La Coalición Nacional para Veteranos Indigentes de los Estados Unidos calcula que  hay aproximadamente un millón y medio de veteranos de guerra sin casa, con necesidades de alimentación, cuidado médico y psicológico, perdidos en un lugar que primero los alza como héroes y luego los escupe a la calle a que cuenten sus historias, historias de tristeza, de pesadillas, de tiernas infancias que se quedan guardadas en sus ojos. Pude ver los ojos de este hombre. Vi sus ojos antes de salir. Pude ver que esa historia, la de Santa Claus, no es su historia, y que, como Santa Claus, tenía que personificar a alguien para poder encontrar un lugar en este mundo. Porque el papel que quiso jugar se lo quitaron cuando terminó la guerra. 

Y da la casualidad que me concentro en este indigente y no en los cientos y cientos de indigentes que veo todos los días en las calles de mi ciudad. Lo que pasa es que este indigente es especial: fue el Santa Claus que vino a avisarme que viviríamos en estos tiempos tan terribles, tan injustos, tan inciertos. 

Cuando salimos del lugar, pasamos enseguida de él. Yo vivo con el recuerdo de que, aparentemente, él se percató de que yo lo escuchaba (hicimos contacto visual, porque si algo he aprendido desde muy chico es que a todos los seres vivos hay que verlos a los ojos), de modo que me tomó de la mano y me preguntó: Young man, do you have a dollar to spare? 

En realidad no tenía. Había gastado mis últimos dólares en una hamburguesa de carne cuadrada, y lo único que me quedaban eran unas monedas mexicanas. Sonreí, y le di una moneda de diez pesos, la de forma heptagonal, y él la inspeccionó concienzudamente, como si le hubiera regalado una moneda secreta, con la cual podría dirigirse a un pasado mejor, menos turbulento, menos brutal, donde las cosas costaban monedas y donde se compraba por necesidad inmediata, no por inercia, pretensión o deseo inútil. 

Mientras me alejaba, vi cómo Santa Claus cogió la moneda con sus dedos, la levantó, y me hizo una reverencia, quitándose su gorro de Santa Claus. Seguramente, este señor ya falleció. 

12.12.13

¿Y si nos vamos?

 
 
¿Y si todos nos vamos? ¿Y si todos dejamos este mundo al mismo tiempo, nada de nada, todo el pasado inmediato cancelado hasta nuevo aviso?
En realidad, no es tan complicado como parece. Sólo debes decirte “ya” y levantarte de tu silla, alejarte de tu escritorio, dejar encendido el computador e imaginar los pasos que siguen una vez que salgas del edificio. Sólo debes decir “ya” y soltar esa herramienta con la que haces tu trabajo, abandonar ese salón de clases en el que intentas ilusamente de construir personalidades inteligentes y críticas (sólo para darte cuenta que contribuyes a la construcción de individuos tristes y desprovistos de las armas para vivir en este mundo), cerrar la caja de ese OXXO en el que trabajas, tirar la escoba al piso, soltar el plato sin lavar para que se estrelle en el piso, quitarte el cinturón que resguarda tu pistola e implementos para el reforzamiento de la seguridad, abandonar las salas de emergencia, el puesto de sacristán en las iglesias, debes cerrar la puertecita del mostrador de la tienda miscelánea en la que trabajas, debes salir con tus compañeros de la mina, de los campos de cosecha, de los establos, de las oficinas de gobierno, de la sección de fumadores para meseros explotados, debes dejar la isla de perfumería que atiendes en la tienda departamental, debes cerrar las puertas de tu peluquería, de tu cantina, de tu florería, de tu restaurante de comida gourmet orgánica, de tu taxi que es como una segunda casa en la que transcurres para ver de frente las desgracias de este mundo, debes abandonarlo todo, todo, todo. Debes entonces quitarte los zapatos y salir a la calle, a caminar. Nadie hará nada.
 
Nadie hará nada. Saldremos a las calles, no en son de protesta sino de simple y sencilla cancelación de la vida. Caminaremos para volver a conocernos. Quizá ver con nuevos ojos el desastre que hemos dejado, la cantidad monstruosa de objetos que hemos fabricado para soportar la vida. Aprenderemos a oler de nuevo, a platicar con el prójimo, no habrá necesidad de molestarnos por las conductas irritantes de los otros, porque ya nada importará. Estarás en plena libertad para acariciar las mejillas de propios y extraños: una niña, un anciano, un ex compañero de trabajo, una mujer hermosa. Tardarás varios días en aprender a respirar como debe ser, humanamente, con fuerza, intensidad, con los ojos cerrados. Volverás a escuchar tu propia voz, y la de muchos otros, te darás cuenta que no somos tan malos, sólo que ellos nos hicieron así.

Todo a tu alrededor será gratuito. La gasolina, las palomitas de microondas, unos pajaritos del amor que te encontraste en la abandonada tienda de mascotas. Allá, a lo lejos, verás que el sol te había dicho desde siempre que todo está ahí para que tú lo tomes a discreción. Especialmente la comida, que podrás tomar de los refrigeradores de tiendas de autoservicio o de las casas de familias numerosas. Habrá un festín en el que todos nos regocijaremos y encontraremos otra manera de entender eso que llamamos amor pero que ya no sabemos con qué ingredientes se prepara.

Nuestras ciudades serán testigos del reverdecimiento de la tierra. Veremos cómo entre las grietas de los edificios abandonados surgirán distintas clases de vegetación. Flores silvestres brotarán en medio de la calle, allá a lo lejos te toparás con un ornitorrinco que se escapó del zoológico que sus trabajadores dejaron abandonado. Cobrarán otro matiz, más claro, menos espeluznante, esos montones de telarañas que se formarán en los interiores de comercios, firmas de abogados y cortes de justicia. No quedarán desiertas las ciudades, sólo desatendidas. Porque cuando desatiendes una ciudad, se revela su verdadera naturaleza, la de ser una ruina en potencia. Los espectaculares serán las nuevas pantallas de un cine invisible, en poco tiempo sus imágenes se desvanecerán, con todo lo demás.

Olvidémonos de todo, del trabajo, la profesión, de subir los peldaños de la corporación,  olvidemos los deseos impulsados por la fábrica espectacular, el estrés que nace de la prisa por ser algo que de todos modos no quieres ser, los sueños reprimidos, el recuerdo de un pasado que ya ni siquiera puedes considerar que era mejor, retírate de la carrera, de esa envidia perenne por lo que tiene el otro, la dura pena de soportar jefes que tampoco se soportan a sí mismos, la ansiedad por tener un cuerpo atractivo al mismo tiempo que envejece una parte de tu alma, olvídate de tener una casa con los mismos decorados que tienen las otras casas, por tener un salario justo, unas calles limpias al salir del vecindario, la incertidumbre de averiguar si llegarás a fin de quincena con veinte pesos para el camión que te llevará de regreso a casa, abandonemos eso que llamamos progreso, abandonemos eso que cruel y cínicamente llamamos “vida”. Sentémonos en las calles y platiquemos con los niños, emborrachémonos con aquellos que fueron nuestros enemigos en el pasado, y que ahora ambas partes nos dimos cuenta que vivíamos un teatro perverso fabricado por ellos, los que nos tienen así.

Abandonemos este mundo, para dejarlos solos a ellos. Los que quieren hacer de nosotros lo que les venga en gana.

 
 
 
 

7.11.13

Abstraer los afectos
“Dialéctica de lo abstracto”
DEVOL


Hay una vertiente en el desarrollo histórico de la guitarra eléctrica que la conduce hacia territorios épicos: una construcción sensible que forja por partes iguales blues, folk, jazz y algunas conjunciones más, y que apela a la exaltación y a la melancolía al mismo tiempo, como cuando recuerdas las peripecias de tu juventud como aquellas grandes hazañas en las que tu vida peligró pero no te diste cuenta en su momento. Allá donde el mundo era siempre un mundo presente, y el mañana era una promesa soñada que no importaba si se cumplía o no.

Cuando el medio principal de expresión es la guitarra eléctrica, creo yo, el músico puede estrellarse de frente con las estructuras o puede atenerse a una línea de género, esto es, o buscas nuevas maneras de enriquecer el idioma del instrumento, o te avocas a seguir los pasos de una forma musical concreta. Es por esto, por ejemplo, que podemos ver una infinidad de guitarristas que siguen la línea de Hendrix, o de Page, o de Iommi, o de arquitectos más sofisticados, tales como Robert Fripp. Estos guitarristas forjaron el blueprintde una manera de tocar guitarra, pero que al seguirla al pie de la letra, no puedes más que sonar como ellos. Creo yo que David Bautista –DEVOL— se ajusta bien a la primera categoría, ya que aprendió fielmente la lección de Charles Mingus: apréndelo todo, y al momento de crear, hazlo como si no conocieras nada. Esto abre el panorama a una propuesta instrumental de primer orden, el tipo de épica guitarrera que normalmente se le atribuyen a todos esos guitarristas metaleros que usan spandex hasta después de sus cuarenta años (lo cual es verdaderamente reprobable) y cuya calidad se basa exclusivamente en la destreza; no en lo que el corazón quiere decir.

Historias de madrugada, ensoñaciones de párpados entreabiertos, música de viaje, viajes que propagan la mente hacia lugares recónditos, cada pieza en este disco te lleva a todos los sitios y a ninguno al mismo tiempo. Asistido por una base rítmica sólida y potente, así como una serie de artilugios electrónicos, DEVOL ha creado un disco para escucharse los sábados a las once de la mañana.

Dicho esto, debo decir que DEVOL ha forjado un panorama propio y singular, no sólo dentro de la música de nuestras latitudes, sino dentro de la tradición guitarrera mexicalense. No hay una línea de tradición –no escuchamos que sus composiciones provengan de un estilo o forma anterior—sino que nos topamos con una pureza que trae consigo furia, desencanto, un sentimiento agridulce que galopa sin cesar a lo largo de estas siete piezas.

Por cierto: David hace una de mis cosas favoritas con la guitarra: la hace sonar como si fuera más de la suma de sus partes, la convierte en pequeña orquesta, una conjunción de acordes que serpentean y entrelazan los unos a los otros, como en un juego seductor que, la mayor de las veces, asciende hasta la cima de montañas que, una vez arriba, arrojan la canción al vacío hasta que ésta desaparece. Esto es, para mí, una música épica enraizada en los pliegues del desierto, así como en ese nuevo, peculiar, más nítido y más preclaro sonido que están forjando algunas bandas y músicos de nuestra ciudad. Una adición más a la paleta de colores –de tonos sepias, metálicos, otras veces brillosos y resplandecientes— de nuestro universo musical, hecho con sutileza, sin aspiraciones falsas, esto es, hecha para el aquí y el ahora.  

1.11.13

Quiero ser esa huella que encuentras a tu paso
la que te invita a imaginar lo que una vez estuvo ahí
Quiero ser ese silencio de las cosas que no adviertes
gotas que se escurren por tu ventana
el sabor del caramelo o el mezcal en tu boca
un ladrido lejano, que se siente antiguo
Quiero ser aquel aroma que te remite a un pasado íntimo
la caricia pasajera
quiero ser ese árbol que siempre encuentras al regresar a casa
quiero ser ese olvido
esa arriga en tu saco favorito
esa espiga que revolotea en medio de la nada
Quiero ser ese sol que alguna vez deseaste
el paso adelante que te lleva a entrar a un lugar desconocido
el borde más allá del borde
Quiero ser ese animalillo anónimo que te encuentras en la calle
o aquella hoja seca que sueña con emprender el vuelo y posar accidentalmente en tu cabeza
Quiero ser eso que no llega a ser
la palabra que no se dice
la imagen que no se nombra
aquello
que guardamos como un secreto para nosotros mismos
Quiero ser todos los espejos que han reflejado tu rostro
tu cuerpo
Quiero ser las lluvias que empapan tus mejillas
quiero ser aquella noche inquieta
aquella tarde fugaz
aquel juego interminable de miradas y mensajes ocultos
Quiero ser el abrazo que ocasionalmente necesitas
quiero ser aquella prenda deshilachada de tu pasado
la que huele eternamente a ti
la que está resguardada en un baúl
y con la que alguna vez te enamoraste de alguien
quiero ser el doblez en la página de un libro
la saliva que sella aquella carta que revela deseos secretos
Quiero ser ese final de película que te deja muda
quiero saberme viento
saberme cuento que pasa de boca en boca
reconocerme en tus recuerdos
encontrarme a mí mismo en tus sueños
quiero ser el sonido romántico del avión que despega y te aleja temporalmente de la tierra
quiero ser aquel incendio que viste de niña
quiero saberme esa llama interminable
o quizás ese arco iris que en estos momentos recuerdas haber visto
allá cuando todo dejaba paulatinamente su inocencia
quiero ser mordisco de pan
pellizco accidental
vino impregnado en la copa
beso húmedo que te conecta con tus entrañas
quiero ser aquella energía que sientes cuando sientes
la emoción pasajera pero intensa
de tu vida en movimiento.

18.9.13

Después de todo

después de las batallas, después de la angustia, después del amor, después de la vida, después de las ansias, después de las despedidas, después del desencanto, después de la desgracia, después de las canas, después del tiempo, después del desamor, después de las arrugas en las cortezas de árboles, después de la furia, después de las agallas, después de las tragedias, después de la muerte, después de los aspavientos, después del susurro de los vientos, después de las ropas desgarradas, después de la guerra, después de la contaminación, después del espectáculo, después de lo sublime, después de las pilas y pilas de basura, después de los imaginarios, después de los sueños derrotados, después del sexo, después del capitalismo, después de la represión, después de la risa, después de la náusea, después del resplandor de los días soleados, después de los aromas que devuelven la infancia, después de la lucha, después de la desigualdad, después de la pobreza, después del espíritu, después de la injusticia, después de la impunidad, después de los dilemas existenciales jamás resueltos, después de todo, después de todo este ruido, lo único que nos queda, son las historias

10.9.13

No se puede

No se puede nadar en el aire, no se puede caminar encima del agua; no se puede volar sin artefacto, no se puede conducir un auto a ciegas, no se puede oprimir un botón sin esperar una suerte de bomba en el orden de la realidad, no se puede besar sin imaginar una cachetada o la reciprocidad, no se puede abrochar las agujetas del zapato ajeno sin un grado de intimidad desconcertante, no se puede hablar sin esperar que el receptor se quede callado, no podemos cerrar los ojos sin detenernos a ver lo que resguarda nuestro interior, no podemos subir una colina sin esperar que el aire allá arriba tenga un sabor desconocido, no puedes abrir una puerta que te conduzca a una experiencia inconsecuente, no puedes escribir sin dejar dicho lo que nunca realmente quisiste decir, no puedes imaginar más allá de lo que posibilita el lenguaje o la memoria reprimida, no puedes cerrar capítulos sin antes vivir en carne propia las vicisitudes del tiempo, no puedes pensar en el espacio exterior sin pensar en Odisea 2001, no puedes ponerte calcetines sin regresar a un periodo de tu infancia, no puedes descansar sin perderte de algo, no puedes caminar sin mascar ese chicle mental que se queda pegado en el trayecto recorrido, no puedes bailar sin la conciencia de un cuerpo siempre incómodo, no se puede despegar sin sentir nostalgia por la superficie que te sostuvo, no se puede acudir a la memoria sin una razón particular, no se puede nombrar lo innombrable sin antes fruncir el ceño, no se puede comer una galleta sin pensar en posibles abuelas ausentes, no se puede oler un pañuelo ajeno sin imaginar un relato o un virus impreso en la tela, no se puede estar enfermo dos veces simultáneas de la misma enfermedad, no se puede trabajar sin sentir opresión o el mínimo matiz de esperanza al mismo tiempo, no se puede pisar una alfombra de tréboles sin imaginar posibles pérdidas de fortuna, no se puede andar por el mundo sin una chaqueta que te recuerde a tu primer amor o a tu último quebranto emocional, no se puede hacer el amor sin dejar que se suelte el animal cuyo nombre sólo se grita en medio del éxtasis, no se puede tocar el fuego sin devolver tu recuerdo a una edad primigenia de la humanidad, no se puede orinar sin sentir que estás llenando un vaso sin fondo, no se puede abrir los ojos y esperar que alguien no intente poner su dedo en tu frente,  no se puede fingir que estamos sumergidos en el agua, no se puede arrastrar las imágenes de un sueño durante toda tu vida, no se puede abrazar al aire ni asfixiar el agua ni calentar el fuego, no se puede andar en bicicleta con los ojos cerrados, no se puede encender un fósforo con el párpado izquierdo, no se puede tomar un vaso de arena sin usar las manos y el asco, no se puede encontrar lo perdido, no se puede mantener la mirada en alto cuando el mundo u otros hombres nos oprimen, no se puede mirar la luna sin sentirse una peca en el pulgar displicente del universo.



3.9.13

Inventos peligrosos 
para un mundo en ruinas. 

1. El gratificador permanente. 

Producirá una sonrisa beata, perfecta y perpetua en el rostro de todos los usuarios. Dejará de sentir la angustia de que sus experiencias tengan un     ímpetu de gratificación no mayor de hora y media. 

2. El corrector de huellas criminales. 

No más rastros de la masacre. Aplique el corrector en el área afectada (esto es, donde yace un cuerpo sin vida) y listo: todo rastro desaparece. 

3. El identificador de llamadas de nuestras voces internas. 

Armonice la conversación entre los integrantes de sus principales impulsos provenientes de la psique, con este dispositivo mágico. Sólo tiene que colocarlo enseguida del tambor de su oído izquierdo y listo, podrá conversar eternamente con esos demonios que lo atormentan en las noches silenciosas. 

4. El abrumador de señoras. 

El más efectivo remedio para agudizar los escándalos en las comunidades, el abrumador es un chip que se instala en las columnas vertebrales de señoras mayores de 50 años, que arroja señales de alerta (o "descargas eléctrico-neuronales") que permiten a las mujeres escandalizarse por las situaciones, personas y incidentes más banales. Digno para incitar cualquier manifestación pública. 

5. El disertador. 

Acompañe a sus contactos en esas largas y tediosas discusiones "filosóficas", con esta aplicación traductora de argumentaciones lógicas que le permitirán ganar cualquier debate, siempre y cuando se mantenga una fiel convicción de que usted no cree en absolutamente nada. 

6. El jabón quitamanchas genéticas. 

¿Cansado de su herencia? ¿Angustiado por la heredad de su progenie? Este jabón se dedica a eliminar toda mancha en el orden genético que la naturaleza puso a su disposición. Linajes traumáticos, descendencias alcohólicas o una sucesión histórica de abusos físicos y mentales pueden ser eliminados desde la primera aplicación. 

Pronto regresaremos con más ofertas. 

21.8.13

el insoslayable grito de denuncia e indignación

Tienes una tía que se echa unos pedos legendarios. En reuniones familiares, alrededor de una fogata, en la sala principal, siempre hay un momento en que todos pueden percibir en el ambiente el aroma de algo muerto. Puedes hasta sentirlo en la boca. Guardas esta experiencia en la memoria, y prosigues con tu vida. 

Creces. En ocasiones vuelves a toparte con tu tía, la pedorra. Sigue siendo legendaria en tu memoria la clase de flatulencias que ella despide. Pero debe quedar claro que no es cualquier tía. Aparte de un nivel de afectación emocional, debido a que reconoce su problema, puede decirse que es una tía de cualidades intelectuales y morales profundas, críticas, nítidas, en torno a todo asunto que acontece en nuestras vidas. Ha llevado una vida rica en historias y hallazgos. Puedes ver en sus ojos las lecciones de su experiencia. 

Tiene opiniones sólidas sobre prácticamente cualquier tema que le pongas sobre la mesa: historia, política, género, el lenguaje, las formas. Es una tía excepcional en muchos sentidos. Sus ojos se abren como dos cavernas iluminadas cuando apasionadamente habla de lo que le gusta y lo que le aterra de este mundo. 

Sin embargo, no importa cuán profundas, sensibles y delicadas sean sus ideas y sus opiniones, ella no deja de ser la tía que se echa pedos. Incluso, sueles hacer de lado sus reflexiones, con el afán de sacar a la luz que en algún momento de tu vida pudiste sentir un pedo de ella en tu paladar. Nada puede hacer para que cambies la percepción que tienes de ella. 

Más o menos es lo mismo que sucede con el arte contemporáneo. 


16.8.13


El ruido, la furia, el silencio y la nadaThe New Rage EP
de Fax. Static Discos, 2013

Antes de comenzar a hablar sobre las sutilezas de este EP,permítome decir lo siguiente sobre los artistas en Baja California: son excepcionales los casos en los que sus obras maduran, crecen, saltan de ese primer asombro (“¡Puedo pintar!” “¡Puedo componer música!” “¡Puedo escribir cosas padres”!), a un ejercicio más meditado, más proyectivo, y sobre todo, más vinculado al espantosamente enorme espectro de producción artística en el mundo. Podemos verlo en otras latitudes: músicos y artistas que en su proceso de exploración refinan el sentido y la pulsación de sus creaciones, y lo que en un principio había sido algo peculiar e interesante (Another GreeWorld), luego se convierte en eso otro que rebasa toda expectativa inicial (Thursday, oMusic for Films).  

Comienzo con esta reflexión sobre la maduración artística, porque es una de las cosas que más admiro del trabajo que ha hecho Fax desde 2002, una permanente extrapolación de los rumbos que ha tomado la música electrónica, vinculándose no sólo con el presente sino con la historia misma de los instrumentos de manipulación sonora experimental, una integración de las formas, pliegues y enjambres que toma y retoma de su entorno (y de la vasta colección de música que tiene archivada en su cerebro), y que si en algún momento fue una suerte de MinimalTechno/IDM que a veces pecaba de solipsismo (lo cual es más problema de la forma reduccionista del género que de su ejecución), ahora es una de esas experiencias auditivas en las que todo es distinto y a la vez conocido. El resultado es paisajista, cinemático sin convertirse en soundtrack de película inexistente, texturas flotantes, una aurora borealis en medio del desierto.

The New Rage es un retorno a la música experimental de sus inicios; de vuelta están los largos pasajes, las repeticiones, el ritmo desfragmentado del minimal, aunque mucho menos artificioso que en sus primeros discos, a mi parecer, ya que los tics y bips y booms que constituyen la base de esos beatstienen una cualidad más “orgánica” que en otras ocasiones. Hay una mucha mayor conciencia de la experiencia que emana de esos pliegues sonoros, menos intervalos de silencio, más elongaciones, pero sobre todo –y esto es lo que más me gusta del periodo fructífero de creación que está viviendo Fax—en esa cualidad organicista, podemos escuchar un corazón que palpita. Creo que la parte más importante de la música electrónica nace de ese ejercicio de conciliación entre la “frialdad” de las tecnologías usadas en su proceso, y la “calidez” de quien las ejecuta, un reconocimiento de que, en el código binario que forma parte del lenguaje musical digital, debe existir, por lo menos como ejercicio de resistencia, una cierta humanidad.

El disco comienza abruptamente en left field, con la pieza “Coma”, una suerte de marcha maquinal que es al mismo tiempo infierno y paraíso robótico. Lánguidos chillidos como de ave primitiva, un poco de suspense que deambula melódicamente, es la pieza más lúgubre y a la vez más juguetona que he escuchado de Fax.

Seguido de eso, tenemos lo que yo considero es la pieza destacada de este EP. “End of love es un oleaje sonoro que estalla, en cámara lenta, sobre horizontes expandidos, como si vieras uno de esos barcos embotellados que navegan en agua y aceite; inicia con unas cuerdas que pintan el vacío,como un largo paneo de película de Wim Wenders, mientras a lo lejos suspira un oboe. Poco a poco, se deja escucharescuchas los frágiles golpes de tambores y platillos, la introducción a un mundo sin tierra; debo precisar que la música se siente como si sugiriera entrar a tus oídos, noobliga, no jala abruptamente tu atención, persuade su presencia, y en medio de ella te encuentras, desolado, triste y meditativo. Y libre. “End of Love se siente las mismas veces como elegía y como relato melódico desamparado. La pieza siguiente, “Gravity”, hace que el desamparo se esfume, deje de permanecer en la conciencia.

Seguido de eso, entramos de lleno a territorio “ambient”. Pero no es cualquier tipo de ambient. A mi parecer, en piezas como “Home” y “The New Rage”, se manejan más elementos y recurre más a descodificar el lenguaje establecido por artistas como EnoRyuichi Sakamoto, Harold Budd, pasando por louniversos aurales de Four TetBoards of Canadaentre otros. No hay nada mejor para mí, que escuchar en sus composiciones la colección de discos que el artista guarda en ese walkman personal que tenemos en la cabeza.

Sin embargo, creo que entrar en el ámbito de las referencias sería encasillar lo que ocurre en este disco –trágicamente corto, ya que lo desearía eterno—en una serie de citas e influencias, tan proclives que somos los escuchas a desdeñar el proceso creativo con un “ah, se parece a X banda...”. Como lo planteo en un principio, The New Rage es un ejercicio de maduración, de búsqueda por edificar estructuras musicales más elocuentes, más precisas, menos impulsivas, quizá hasta más humildes, en el sentido dereconocer que estas piezas perviven efímeramente en los oídos de los escuchas contemporáneos. Ya que si bien todo se ha dicho, en el arte, en la música, en las ideas, lo importante ahora es decir las cosas con elegancia, con drama y contundencia, y en el mejor de los casos, como sucede en este disco, con un poco de sublimación.

12.7.13

La parte más tragicómica de nuestra será nuestra incapacidad para recuperar un pasado significativo. El tiempo está hecho de aire comprimido. La experiencia, un instante enmarcado por la sobreestimulación y los estados alterados por distintos tipos de sustancias. El amor, la locura, la guerra y el deseo, están supeditados a un momentáneo pinchazo de la conciencia; después del piquete, todo vuelve a una relativa normalidad. Es la normalidad de la mente inmersa en un caos que ya ni siquiera tiene armas físicas para controlar. 

¿Y nuestros artefactos? ¿Servirán de vestigio para el futuro? No creo que una pintura actual, cuya forma no asume más que las formas de la historia del arte, vomitadas en nuestro presente en clave manierista, y no obstante tenemos objetos como iPods, tablets, y demás ¿Significarán algo concreto en su proceso de recuperación? ¿Veremos con ojos de encantamiento y de regreso a una inocencia al momento de verlos? ¿Estamos destruyendo la nostalgia, o incluso la posibilidad de tener un pasado? 

1.7.13

De Isaiah Berlin

"La pregunta es, entonces: ¿Por qué no son felices los hombres? ¿Por qué hay en la tierra tanta miseria, injusticia, incompetencia, ineficacia, brutalidad, tiranía, etcétera? La respuesta es que los hombres no han sabido cómo obtener el placer, cómo evitar el dolor. No lo han sabido porque han sido ignorantes y porque han sido atemorizados. Han sido ignorantes y atemorizados porque los hombres no son buenos y sabios por naturaleza, y sus gobernantes, en el pasado, han tenido el cuidado de que el numeroso rebaño de hombres a quienes gobernaban se mantuviera en una ignorancia artificial del buen funcionamiento de la naturaleza. Éste es el caso deliberado de trapacería de parte de los gobernantes, de parte de los reyes, soldados, sacerdotes y otras autoridades a quienes las personas ilustradas del siglo XVIII tan enérgicamente condenaron. Los gobernantes tienen un interés en mantener a sus súbditos en tinieblas, porque de otra manera sería sumamente fácil exponer la injusticia, la arbitrariedad, la inmoralidad y la irracionalidad de su propio gobierno. Así, desde los primeros comienzos del hombre se organizó (y ha seguido adelante) una antiquísima conspiración de los pocos contra los muchos, porque si los pocos no hicieran esto no podrían conservar sometidos a los muchos". 

Isaiah Berlin
1952

20.6.13

Democracia. 

En mi mano derecha sostengo a un imbécil. En mi mano izquierda, a otro imbéciles. Ambos son imbéciles, por motivos muy distintos, pero algunos de estos motivos coinciden, esto es, ambos son imbéciles con respecto a las mismas cosas. Tienes que escoger entre un imbécil y otro. 

No. No puedes decidir que no quieres a ninguno de los dos imbéciles. Tiene que ser uno de ellos. ¿El imbécil más conocido, el menos siniestro, el más carismático, el que tiene o no bigote, el que es amigo del fulano de tal? ¿El imbécil con la mayor capacidad para hacerse presente sin ser una molestia en los medios? ¿El que dice más puntadas? ¿El que se muestra por lo menos un poquito menos imbécil que el otro, aunque en ocasiones, su imbecilidad se pone en evidencia en cosas para las cuales el otro muestra menos imbecilidad? Debes escoger uno. 

No tienes escapatoria. Un imbécil u otro imbécil. No. No les importa lo que opines de ellos. Puedes decirles a la cara que son unos imbéciles, y ellos te sonreirán en toda su imbecilidad. Se mostrarán agraciados por la oportunidad de haber llamado tu atención. Quizás te den un folleto para que lleves a tu casa, con toda la información sobre las maneras imbéciles como ellos quisieran conducir la vida de nosotros. Solo ten cuidado de que una de las personas que acompañan a estos imbéciles no te siga, te tome fotos o pida tus datos. Si finges bien tu respeto a su imbecilidad, es posible que quieran compartir sus sueños contigo. Vaya, incluso hasta pueden pedirte que compartas los tuyos. En su imbecilidad te darás cuenta de sus miradas atentas --aunque un poquito ausentes-- mientras escuchan tus ideas, opiniones, quejas, propuestas. Sonreirán al despedirse y se encaminarán a otro rumbo, a compartir su imbecilidad con otros como tú, que tienen que elegir entre uno y otro imbécil. 

Por cierto, a estos imbéciles les gusta bailar. Ellos te bailan, te sonríen, te abrazan y te toman de la mano y ondean su bandera de la imbecilidad con tal gracia y divinidad que casi casi te resulta mágico. Bailan y aparecen en anuncios y cantan. Pueden brincar la cuerda, jugar canicas, fingir que saben manejar maquinaria pesada, señalan con el dedo las líneas de producción de una maquila como verdaderos expertos en procesos industriales, leerán cartas sentidas de niños en primarias, de señoras en barrios olvidados, aparecerán en televisión para manifestarse en contra de unas cosas y a favor de otras cosas, los verás vestir con uniformes de distintos oficios, simular que están cavando los cimientos de una construcción futura, evitar que veas las gotas de sudor en su sien. Son imbéciles con esmero, y se dedican por lo menos unos seis meses a ser tus mejores amigos. No puedes dejar de verlos, por cierto. Están en todas partes. Camino a tu casa, seguramente te encuentras con docenas y docenas de imágenes de sus rostros de imbecilidad. Ellos lo hacen con el simple propósito de que los ames. Y ellos te amarán por siempre, siempre y cuando los escojas a ellos. 

Luego te darás cuenta que en realidad no te amaban. De hecho, te darás cuenta que en realidad ni siquiera buscaban tu amistad, tu respeto o tu estima. 

Luego te darás cuenta que tienes que escoger entre un imbécil y otro imbécil. No puedes hacerte para atrás, aunque de pronto llegan otros imbéciles a decirte que si no escoges a uno de los dos imbéciles, no tendrás derecho a decirles imbéciles cuando la mayoría de la gente haya escogido a uno por encima del otro. 

Tiene que ser uno, no puede ser ninguno. Una vez que lo escojas, y una vez que se contabilicen el número de personas que escogieron mayoritariamente a uno sobre el otro, tendrás un mal sabor de boca. No saldrás de tu casa y te preguntarás porqué te sientes tan mal. Tan engañado. 

Y es así como te darás cuenta que en realidad ni el uno ni el otro eran imbéciles. Y que los imbéciles  fuimos los otros, los que estamos frente a las manos que nos piden elegir. 

Ahora calla, sonríe y sigue caminando. 

30.4.13



Lo primero que pensé al ver esta foto fue "Los inicios de la subversión". Luego me dije, "¿No soy yo el que le está otorgando ese sentido a la foto, para mi beneficio espiritual?" Sin embargo, ¿habrán sido los inicios de la subversión y la irreverencia que me caracterizan hoy en día? ¿Cómo se originó? ¿Por qué sigue ahí? 

El recuerdo de la infancia es el más puro de nuestros mitos, un relato de orígenes sencillos que ejercen fortaleza mediante el anclaje de incidentes que nos cuentan otros. En la etapa adulta nos dedicamos a reconstruir ese pasado como si cada dato fuera un hecho. Siendo sinceros, creo que no recordamos ni la mitad de lo que vivimos en la infancia. 

De niño, me preguntaban si extrañaba a mi mamá, que falleció cuando yo tenía cinco años. Yo siempre les decía que no. Y cuando me preguntaban si la quería, yo les decía que no se podía querer a alguien a quien no conociste. Luego se me quedaban viendo feo. O pensaban que estaba reprimiendo mis sentimientos o que era una especie de niño del mal. 

El más grande mito de la niñez es la inocencia que depositamos en ella. 

Por otro lado, la inocencia que depositamos en los niños es de orden ético. Dicho orden te conduce a la subversión o al miedo. Todos los niños tienen el potencial de ser subversivos o temerosos de la realidad. El temeroso es mucho más peligroso. No soporta las mentes libres y cuestionadoras de las reglas. Porque no tiene el ímpetu natural de hacer lo mismo. 

El niño mexicano tiene tres modelos históricos a seguir: Benito Juárez (la rectitud pragmática combinada con la experiencia y las movidas siniestras del político), Pancho Villa (anárquico e independiente, es igualmente el dueño de una empresa agrícola norteña o el jefe de un cartel del narcotráfico) o Emiliano Zapata (medita en silencio su resistencia, como si reconociera que no es su tiempo; también puede convertirse en el sumiso abnegado que lo soporta todo, el niño en el rincón del salón que aguanta toda la carrilla y se guarda sus rencores). 

Nada más puro que la mirada de aquel padre de familia que desconoce la malicia engendrada en su retoño. 

Todos los niños deben vivir la experiencia de una cortada en el dedo, un raspón en las rodillas, una cabeza descalabrada, una fiebre intensa que lo hace tener pesadillas, un piquete de algún insecto venenoso; si es varón deberá enfrentarse a puños con otro de su tamaño y debe aprender a caerse, mucho, para que aprenda a no dejarse. 

Por otro lado, todos los niños deberían ser forzados --sí, forzados-- a leer por lo menos tres horas diarias. Alejandro Dumas es un buen y tradicional inicio. 

El inicio de la aspiración y desilusión clasemediera comienza la primera vez que el niño desea un juguete. 

El final de la infancia comienza cuando descubres que los adultos somos unos patanes. No se sabe a ciencia cierta a qué edad descubrimos eso. 

Y finalmente: contrario a la opinión de los medios y el conocimiento común, los niños no son el futuro de un país. Si así lo fuera, deben reconocer que nosotros somos ese futuro que alguna vez prometimos ser cuando éramos niños. Y no podemos decir que las cosas están muy bien que digamos, ¿o sí?. 

23.4.13

Muerte y resurrección 
perpetua del libro. 

Comencemos con la pregunta incómoda pero obligada: ¿Qué es un libro? 

Si hacemos a un lado los lugares comunes (puerta de la imaginación, un modo de cultivar la mente y el espíritu, un medio a través del cual queremos que todos los problemas sociales se resuelvan, la llave del conocimiento, etc.), podemos reducirlo a esto: un libro es un objeto, un artefacto de linaje antiguo, la conjunción de una estructura ordenada de pensamientos, ideas, imágenes, visiones y reflexiones sobre la vida y el mundo, compactados en una serie de hojas encuadernadas cuyo impacto depende de los modos de difusión, del estado de circulación de dichos objetos, así como de la capacidad que tiene el pensamiento que contiene para generar por lo menos el más mínimo cambio de ánimo en la mente de quien abre las páginas para leerlas. 

Vivimos en una era de transición, donde conviven en un mismo espacio y tiempo paradigmas distintos, formas de convivencia distintas, modos de acercarnos a la información, modos de hacernos de dispositivos que nos permitan mantenernos en el mundo. En dicha transición, podemos ver cómo el libro, por primera vez en siglos, es desafiado por nuevas maneras de acceder a su información. Conviven, a su vez, los estados de significación emocional que tenemos alrededor de un libro, así como de otros productos culturales. No es muy distinto de un disco de vinilo (me refiero a este artefacto que ya muchas generaciones ni siquiera conocen, pero esto se debe a que el formato de reproducción en disco compacto fue terriblemente efímero, el paso previo a la proliferación y tránsito veloz de la música digital), en el sentido de que ambos poseen una cierta cualidad fetichista, por parte de las personas que los coleccionamos (en mi caso, ya no colecciono vinilos; la mayoría de estos se encuentran abandonados en la parte superior de un clóset en el departamento desocupado de mi hermano mayor), con la que nos relacionamos íntimamente, aunque sea a la distancia. Muchas personas pueden reconocer el sentimiento que produce echarle un vistazo a nuestros libreros. Haciendo a un lado el romance, lo que vemos en esos lomos acomodados según nuestras apetencias u obsesiones, es el potencial de algo que, según yo, poco se discute en torno a estos artefactos, y esto es su capacidad de contenido vital para la experiencia. 

La experiencia de leer un libro, en efecto, es transformadora, pero de ahí a que los libros sirvan o han servido para cambiar el mundo es algo que tiene que ligarse a otras transformaciones socio-políticas. Han sido, creo yo --como lo fue Candide de Voltaire, o Madame Bovary o El Capital-- los acompañantes de fuerzas sociales mayores, el amigo cuyos comentarios sobre la realidad pudieron estar sintonizados con los tiempos que se vivían. No sé qué libro en la actualidad tiene el potencial de hacer eso. La enorme proliferación de estos objetos en el mundo seguramente tiene uno que otro extraviado por ahí. 

Lo que creo que realmente sucede cuando leemos un libro es que obtenemos, por un lado, una nueva manera de pensar en algo que ya habíamos pensado; por el otro, nos ofrece una nueva perspectiva, jamás pensada (yo no veo del mismo modo los festines familiares después de leer algunos pasajes de Paradiso que se refieren a ellos), que no necesariamente enriquece nuestra experiencia, sino que nos ayuda a desarrollar un pensamiento más dialéctico. Sopesamos mejor las cosas en la medida que las ponemos a prueba a raíz de que leemos las perspectivas que narradores, poetas, filósofos, científicos y demás, han desplegado en sus escritos. 

No, los libros no nos hacen automáticamente mejores. Esa es una noción pragmática que siento ha dañado muchísimo la percepción general que se tiene de los libros y la lectura. Ha propiciado, por ejemplo, la permanencia de una actitud soberbia, pretenciosa y muy elitista, por parte de aquellos que nos dedicamos a la escritura. A su vez, ha generado propuestas tecnócratas encaminadas a ver el conocimiento como algo de utilidad inmediata, y es así como surgieron compendios de información que nos ayudan a conocer, en un solo libro, una serie generalizada de temas. Es así como surgieron libros que se dedican a presentarnos "los cien poemas que debes conocer antes de morir" (y aquí puedes reemplazar la palabra "poemas" por "obras de arte", "cuentos", "pensamientos filosóficos", "avances científicos" y demás). 

Lo que sí pueden hacer los libros --y los mejores libros así lo hacen-- es perturbarnos. Desafiar los modos como nos relacionamos con la vida, la gente, el mundo, la sociedad y el poder. Es por eso que su potencial es tan temido por el status quo, porque una vez que atraviesas la experiencia de ser perturbado por los pensamientos de otro (y los mejores perturbadores son en realidad seductores, persuaden al lector a voltear hacia lados insospechados de la experiencia humana), comienzas a preguntarte: ¿Por qué mejor vemos la vida así, de este otro modo? 

Ni una sola campaña de fomento a la lectura estaría dispuesta a plantear las cosas de este modo.  

4.4.13


Crónica de un suceso que
nunca ocurrió




El primer temblor fue recibido con una mezcla de costumbre, precaución y sonrisas nerviosas. Ocurrió un jueves por la noche –5.4 en la escala de Richter— e inició el reencuentro con nuestros rituales más primigenios: la búsqueda del refugio mientras las cosas se caían de las repisas, el caminado tambaleante en las recámaras y pasillos de oficinas, la mirada cuidadosa que observa sospechoso los postes de la luz, los tendederos en el patio trasero, el tambaleo festivo pero preocupante de los semáforos, la posterior revisión instintiva de todo el desacomodo, que va desde una inspección a nuestras facciones (queremos verificar que no se revele el increíblemente angustiante pavor que nos produce el hecho de que la tierra literalmente se mueve desde su interior) pasa por los objetos regados (muebles pequeños, cajones que se abrieron como en las escenas de la película Poltergeist y quizá hicieron saltar un par de calcetines) las llaves abiertas, los tanques de gas, hasta las estructuras mismas de las casas y edificios donde nos encontrábamos, de los sitios seguros –una especie de mirada de reojo a mesas y escritorios, marcos de puertas, esquinas, rincones, espacios abiertos, etc.—acciones y reacciones realizadas en milésimas de segundos, que reflejaron nuestra capacidad para sobrevivir. En esos momentos, todos somos expertos en construcción, y reconocemos no se sabe de dónde los posibles puntos débiles de casas y edificios.
            En alguna parte del proceso, en silencio, en nuestro fuero interno, suspiramos. Luego actuamos como si no pasara nada.
Y la vida, como siempre, pudo haber continuado como si nada. Pero luego vinieron otros, algunos más fuertes, algunos casi imperceptibles, y la ciudad entera se avocó a vivir la experiencia de encontrarse en zona sísmica (fue como si la naturaleza finalmente nos estuviera diciendo “sí, vives en zona sísmica, así que acostúmbrate a ello), siempre un recuerdo latente, esa miradilla de reojo que indica que señalaremos en medio de la conversación “…y es que vivimos en medio de una falla”

(afirmación imprecisa pero que nos permite mostrarnos ante los otros como que “estamos al tanto” de las minucias de la realidad, de esas actitudes que asumimos cuando estamos dispuestos a amonestar a otros que no estén al tanto, señalando su poca preparación y entendimiento de “la situación,” y esto va desde el reconocimiento de estar en zona sísmica hasta las “condiciones reales” bajo las cuales fulanito político llegó al poder. “Y es que no puedo creer que no sepas cómo está el rollo.” Pero en fin.)

Iniciaron los pánicos al tiempo que iniciaron las especulaciones y las anécdotas sobre dónde nos encontrábamos en el momento del temblor previo; el vecino se convirtió en nuestro amigo, aliado, e incluso hasta la persona que probablemente imaginamos ver segundos antes de que todos desaparezcamos. Mientras tanto, los temblores, los breves sismos, y dos que tres movimientos catalogados científicamente como terremotos, se fueron sumando conforme pasaban los días. Las sonrisas nerviosas crecieron. Algunos, muy pocos, decidieron salir de la ciudad.
En el transcurso, la gente hablaba alternativamente sobre su capacidad para soportar estos sucesos, o sobre los designios que la naturaleza y un posible dios asestan contra la humanidad. Una especie de poética apocalíptica. Muchos hablaron sobre “saldos de cuentas”; otros, partieron de un cientificismo en ciernes y concluyeron racionalmente que estas cosas deben pasar y debemos estar alerta en todo momento. Se diseñaron aproximadamente ciento dieciocho presentaciones en power point, en distintas empresas, escuelas, instituciones de diversa índole, con la finalidad de advertir concientemente a los usuarios de los respectivos espacios no sólo qué hacer en caso de un temblor, sino qué hacer en caso de que este fuera el final (una de estas presentaciones se titulaba Así que te tocó estar vivo durane el fin del mundo? (así, sin el primer signo de interrogación)). Los ánimos, podría decirse, no estaban tranquilos. Pero igual, la vida seguía. No obstante, cada que sucedía un temblor, las llamadas a seres queridos bloqueaban los sistemas de telefonía celular en toda la zona. Pasaban unas horas y, ya que se reestablecía la conexión, los llamados de localización dejaban de ser tan alarmantes y sólo hablabas con el ser querido para hablar de otra cosa. Los temblores tienen un parámetro de tiempo establecido en el que se genera un sentimientod e pánico. Una vez que atravesamos ese umbral, las cosas regresan a su relativa normalidad.
Por otro lado: la gente utilizó el primer sismo, y todos los que siguieron en esos primeros días, para narrar el momento personal que vivieron, convirtiéndose en el principal motor de comunicación, de identificarse como parte de una tribu que comparte un suceso natural: estaba en el escusado, estábamos en el cine, leía un importante pasaje bíblico, acababa de pelear con mis padres, muy curiosa y al mismo tiempo ominosamente me encontraba en una notaría poniendo mi firma en el testamento, acababa de entrar al cine, estaba viendo la televisión; me tropecé con unas cajas rumbo a la puerta de salida, no me di cuenta que estaba temblando hasta que me despertó mi mamá, a mí nada me sorprende y detecté el movimiento antes que todos, estaba comprando unas papitas en la tienda de la esquina, estaba cogiendo, estaba a punto de ejecutar a alguien, estaba frente a la chica/chico que me fascina, y fue muy romántico, estaba en una fiesta y todos comenzamos a bailar, estaba con el Joaquín, que después de un rato se puso muy briago y comenzó a escupir estupideces sobre un tío que le hizo algo, y ya después de ahí no me gustó; vi a la vecina desnuda correr por la calle, escuché los gemidos de los perros anunciadores de catástrofes una hora antes de que sucediera, el vecino salió en pelotas, la vecina salió en pelotas, el padrecito salió con una toalla en la cintura pero a la señora que siempre está con él le salieron dos lagrimitas de emoción.
No había momento en el día en el que no estuvieras escuchando estos intecambios, en la calle, en los autobuses, en los mercados, frente a una mesa con sendos vasos de cerveza, en las oficinas, en los antros, en los cuartos de hoteles de paso, los taxistas, enfermeros, lectoras del tarot, policías amigables que decidieron platicar con la señorita a la que finalmente perdonaron la multa, y demás. (Una observación adicional: cuando se cuentan estos relatos, la gente nunca nunca nunca ve a su interlocutor. Es como si estuvieran perdidos en la memoria. Miran hacia el cielo o hacia el suelo, pero nunca a los ojos. Es así como reconoces que parte de lo que dicen es pura invención. Por lo tanto, este tipo de catástrofes son una oportunidad para compartir, por medio de un relato exagerado, que estás vivo).
A su vez, estas anécdotas se acompañaban de actitudes en torno al suceso: a mí no me dan miedo los temblores, a mí me dan pánico los temblores, los oscilatorios se sienten más que los trepidantes, no es cierto, es lo contrario, yo nunca había sentido un temblor, ha habido peores, yo sobreviví a tal o cual terremoto, la vida es corta y hay que vivirla al máximo, yo quiero ser yo, siempre, y no me arrepiento de nada, soy una persona sencilla de fuerte corazón y sentimientos, que no obstante tiene muy oculto en las entrañas de su alma ese residuo de memoria genética que le avisa que cuando llega un terremoto lo primero que hay que hacer es protegerse y gritar despavorido hasta que la furia de la tierra deje de sentirse, es por eso que te amo y es por eso que te pegué esa cachetada, porque no estabas reaccionando y no eres la única persona que debe perder los estribos cuando pasa algo así. Yo también tengo derecho a caer en el sinsentido.
            Algunos fuimos sacudidos de nuestras rutinas, algunos no dejamos que estos movimientos telúricos nos sacudieran de los habituales tiempos y movimientos y la obligación moral de trabajar por el bien común. Mientras la tierra se movía, el mundo tenía que seguir moviéndose. De modo que los pendientes en las oficinas de gobierno –el cumplimiento de las actividades de las partidas presupuestales asignadas, algunos cuantos cursos de capacitación para los cuales contrataron a personas del extranjero o del centro del país, mismas que quisieron pero no pudieron cancelar el compromiso, con eso del miedo hacia lo ajeno y los rumores de visitantes en hoteles que se cayeron de segundos pisos y demás—de modo que el cumplimiento de los indicadores para el siguiente trimestre, las entradas y salidas de mercancías que debían llegar a sus destinos, el mejoramiento de las estratgias de servicio al cliente, las reuniones con distintas cabezas de los carteles de las regiones, el saldo de cuentas con acreedores, esposas e hijos, el cumplimiento de las metas de negocio, el crecimiento finamente estandarizado y proyectado a corto, mediano y largo plaz, las lecciones previamente sancionadas por el estado para mantener las cifras de alfabetización lo más aparentemente estables, las tasas de empleo lo suficientemente creíbles, y en el ámbito individual, las promesas de principios de año, de abandonar el alcohol, los cigarros, los chocolates y los tacos, de acoger el yoga y el ejercicio y esa novela de misterio o romance o policíaca empolvada en la mesita de la cama, así como las súbitas escapaditas al otro lado de la ciudad para visitar a la amante, que ya quiere que se cambie el nombre en el título de la propiedad que su queridito le pasó para tenerla por lo menos un poquito más cerca y que no ande moliendo, de modo que las bardas por pintar, el pendiente de servicio de los autos, las citas con especialistas en mejoramiento capilar y las sesiones con el psicólogo, todos estos flujos debían seguir su curso; aunque una parte de la conciencia colectiva se preguntaba, a menudo pero muy quedito, si de todas formas tenía caso tanta preocupación. Los temblores seguían y al parecer, las cosas se iban desmoronando poco a poco. Como una imagen pixelada que comienza a perder sus partes. Las grietas en los edificios, al principio, era como uno de esos espejismos o engaños de la vista, que sin embargo después de enfocar bien la mirada, podías ver claramente fisuras en las paredes, esquinas estructuras de escaleras y demás. Las formas del entorno parecían tener la consistencia de una galleta salada.
            Muchos niños advirtieron con no poca sorpresa –y sí con un pánico que bordeó en el horror— ese concepto totalmente nuevo para ellos llamado temblor, particularmente ese pequeño detalle de que los seres humanos somos impotentes ante ellos, o que ni siquiera tuviéramos alguna ingerencia sobre cómo y cuándo la corteza terrestre sufre un reacomodo dictado por las leyes de la naturaleza. Eso –llamémosle el realismo con el que se manifiesta la naturaleza— a nadie le importaba, o mejor dicho, nadie lo tomaba en cuenta, lo que sí tomábamos en cuenta es la facilidad con la que se interrumpe la realidad, aunque lo hubiésemos pensado muy poco: cuando salimos a la calle, tenemos la certeza de que al cruzar las avenidas en nuestros autos, o cuando tendemos la ropa a secar, todas las cosas a nuestro alrededor se mantienen en su sitio. Y cuando se mueven, solamente se lo atribuimos a la poesía del viento, y cualquier acomodamiento de las placas tectónicas se convierte en una especie de recordatorio de que las cosas no son inamovibles, que vivimos sobre una superficie cuyas modificaciones no van a la par con las nuestras. Algunos lo reflexionaron así, cuando en las pláticas con los compañeros de trabajo, o las pocas conversaciones incidentales en el supermercado o en la fila del banco.
            Algunos –muchos, casi todos en realidad—simplemente lo vieron como un “obstáculo” más en su diario devenir. Como cuando das por hecho que ese vado en la avenida que cruzas a diario para ir a tu trabajo jamás se reparará. La sucesión absurda de temblores y resquemores de la tierra comenzaron a integrarse a la vida diaria.
Obviamente, muchos nos refugiamos en un racionalismo defensivo y sostuvimos que los geólogos han de ser las personas más relajadas del planeta. Nos cubrimos bajo el manto de la ironía, para no salir al descubierto. Muy dentro de nosotros, estábamos muertos de miedo.
           
***

Como lo mencioné antes, los temblores se multiplicaron conforme pasaban las horas y los días. Algunos se sentían más que otros –la medida de los sismos, para el común de la gente, está basada en la cantidad de objetos que encuentras fuera de lugar en tu casa— pero la gran mayoría, según lo establecieron en el Departamento de Protección Civil, pasaban desapercibidos, sólo unos cuantos podían reconocer que la cantidad era inusual: un promedio de treinta a cincuenta movimientos por hora, algunos ascendiendo a tal grado que en las oficinas y en las tiendas de autoservicio podía sentirse un movimiento bajo los pies. Los nativos de esta ciudad propensa a los sismos volvieron a los hábitos de precaución habituales. Siguiendo la regla establecida por distintos manuales, las recomendaciones de las autoridades y los señalamientos de todas las abuelitas de la ciudad, las familias comenzaron a diseñar y preparar sus propias estrategias de supervivencia, dibujando rutas de escapatoria a zonas seguras en el perímetro de los hogares, llenando hieleras y mochilas con provisiones, asegurándose que las linternas disponibles tuvieran baterías vigentes, revisando obsesiva-compulsivamente todos los rincones de las casas para verificar la más mínima herida en las paredes, los mínimos refugios de protección contra techos siempre visualizados como posibles aplastadores de cuerpos. Cada persona, cada familia, demostraba su capacidad para revestir de histeria su vida cotidiana. Los supermercados se vaciaron, ya que de pronto, todo era “útil” para sobrevivir catástrofes, desde una caja con veinticuatro galones de agua embotellada en Estados Unidos, hasta chicles, cámaras fotográficas desechables, fruta seca, vendas y aspirinas, latas de conservas, revistas pornográficas, lentes osucros, toalas sanitarias, latas de conservas de productos que jamás has consumido, insecticidas (con eso de que los fines del mundo vienen acompañados de extrañas plagas de animalejos gigantescos), deshidratadores de frutas y verduras, y una infinidad de rollos de papel de baño. Hubo una extraña compra de lentes para leer, reproductores de DVD, refrigeradores portátiles, multivitamínicos, condones, alcohol con hierba de mariguana (en las tiendas de las esquinas, en los barrios populares, donde llegabas a la zona y te mandaban con la Lupe o el Chencho), aspirinas y ropa interior. Mucha ropa interior. Los de menor poder adquisitivo, formaron brigadas y recolectaron todos aquellos implementos de supervivencia que necesitarían en el caso de un suceso de mayor catástrofe. Las acumularon en zonas específicas, mostrando una solidaridad distinta a la de las colonias más acomodadas. No obstante…en estas mismas zonas comenzaron los primeros brotes de histeria colectiva, los sentimientos más abrigados por las prescripciones religiosas: como lo mencioné antes, muchos temían que este sería el fin de fines. Hileras de casas con veladoras en las ventanas principales, mujeres de semblante tenebroso con los rostros cubiertos por velos en las calles, rezando mientras se trasladaban de rodillas quién sabe a dónde. Dos que tres persecuciones a “demonios” (chavitos vagos que ya tenían hartos a los vecinos). Repartición masiva de muchos panfletos de distintas religiones protestantes (las miradas de estos tipos de creyentes no son muy distintas a las de los extraterrestres que aparecen en las películas, en las que visitantes de planetas extraños se han infiltrado en nuestras sociedades y simulan ser “como nosotros.”) Los hombres líderes en estas colonias populares mantenían alternativamente la calma y el pánico, algunos proclamándose guías espirituales y otros aglomerándose en “sindicatos” hechizos para ningún propósito en particular.
            Por otro lado, en alguna parte del país, el presidente fue entrevistado para hablar sobre el asunto de la ciudad donde no dejaba de temblar. Pero su informe fue demasiado oficial, corto, conciso. Muchos de los habitantes de la ciudad temblorosa se quejaron por ello.
            Asimismo, y como un dato no relacionado con el anterior, a un grupo local se le ocurrió componer una cumbia, La temblorosa. En alguna parte del ciberespacio se pueden encontrar el video. No es muy buena la canción.
           
***
            La vida continuó, los días pasaron, y los temblores no cesaban. 
La mayoría de nosotros vimos modificadas nuestras vidas al concluir los primeros meses de temblores perpetuos.
            Nadie podía explicárselo, ni los centros de sismografía, ni los departamentos de geología del estado y de las universidades, ni los expertos japoneses, chilenos y californianos que el segundo mes de sismos se congregaron en la ciudad para estudiar el caso. La tierra simplemente no dejaba de moverse. Leves movimientos de piso se convirtieron en una realidad habitual conforme pasaban los días.
            No obstante, es curioso cómo las histerias colectivas se relajan cuando dejan de ser noticia, cuando dejan de ser parte del relato colectivo. La gente guardó en distintos rincones sus “kits de supervivencia”, olvidándose de ellos al tiempo que los mantenían presentes al finalizar el día,  se congregaron familias –incluso parientes foráneos—para platicar, al calor de un café o una copita de brandy, sobre la novedad de lo inexplicable. En las oficinas, se volvió parte de la dinámica de trabajo, esperar la broma del compañero de trabajo mientras todos sentíamos un ligero resquemor en el suelo. Dos que tres titubeábamos antes de coger las tazas de café, después de un temblorcillo. También nos habituamos a la presencia de inspectores, revisando ésta y aquélla zona del edificio propensa a sufrir daños. Muchos recibíamos aplausos al salir del baño. Mi secretaria se acostumbró a llevar consigo un rosario. Su esposo la había abandonado, y durante estos días, el tipo regresó, sin saber exactamente qué lo impulsó a hacerlo. Algún tipo de instinto lo hizo volver a su papel de protector. El hijo estaba contento pero ella no. El rosario lo cargaba para sentir protección, pero no he sabido si fue por el regreso de ese imbécil (borracho golpeador) o si fue para tener un objeto a quien rezarle en caso de que las cosas se pusieran peligrosas, que llegase un terremoto más fuerte que los recurrentes.
            Al finalizar los primeros seis meses de temblores ininterrumpidos, parecía como si todos estuviéramos de acuerdo en que los temblores no presentarían daño alguno en el futuro. Dos que tres dudas quedaban volando en el aire. A veces nos lo advertían las alarmantes declaraciones de los inspectores, a veces Protección Civil, en los ahora-por-todos-visto reportes nocturnos, sostenían que siempre había la posibilidad de que llegara el bueno. El mero mero. El que California hizo famoso con la frase “The Big One”.
Una actividad divertida en estos días consistía en llegar a las oficinas y los comercios y ver las caras de las personas en el interior, sonriendo nerviosas pero cada vez menos sorprendidas, preguntándo inmediatamente: “Acaba de temblar, justo cuando usted abría la puerta para entrar. ¿No lo sintió?”
Mientras todos continuábamos con nuestras vidas, los temblores ocurrían como si ya fueran parte de la dinámica urbana. Digamos que habíamos inaugurado un nuevo concepto, el de una “ciudad móvil.” Los gobiernos federal, estatal y municipal estaban en pláticas para organizar estrategias que los llevaran a resolver una catástrofe mayor en caso de que sucediera. Los noticiarios nacionales tuvieron juntas para discutir la posibilidad de asignar equipos especiales que reportaran cada sismo mayor como si siguieran los pasos de una celebridad. Los cárteles del narcotráfico se reunieron en las afueras de la ciudad, proponiendo un plan de tregua temporal hasta que las cosas se pusieran menos escabrosas. Los capos de la mafia son gente muy religiosa.
            Pasaron doce meses, y los temblores continuaban. Todo normal.
Pero fue justo cuando los temblores que antes percibíamos dejaron de llamar nuestra atención, que una noche de martes, aproximadamente a las doce y media de la madrugada, cuando prácticamente toda la población bajó la guardia, sucedió un terremoto mayor. Casi dos minutos del movimiento telúrico más fuerte que habíamos sentido en toda la historia, 8.9 en la escala de Richter. La ciudad literalmente se abrió, en todos los sentidos. Como cuando abres con los dedos un panquecito, de adentro hacia fuera; brotes de pavimento comenzaron a partirse y desnivelar algunas zonas clave del tránsito diario. Se abrieron grietas de más de cinco metros de separación y, al parecer, un infinito de profundidad. Ahora sí vimos trozos de construcción azotando el pavimento, aplastando carros y un buen número de personas. Algunos edificios se partieron de manera tal, que podías ver la estructura interna, la división de los cuartos, como si le hubieran quitado la cara a la construcción. De pronto, la ciudad fue como la arena con piedrecillas que se filtra por la malla de un colador sostenido por dos manos gigantescas que lo agitaban fuertemente.
Esa noche fue la primera vez en mucho tiempo que temblé de miedo. Mi vecino salió despavorido a la calle, su brazo derecho dislocado, gritando como si fuera el único recurso disponible para un ser humano que está siendo reducido a su esencia animal y decide convertirse en chicharra. El muro lateral de su casa se cayó por completo, y su esposa yacía entre bloques de cemento en el interior de su casa (que bueno, en este momento diferenciar entre interiores y exteriores se volvía confuso), el auricular de un teléfono en mano, el cordón desprendido de su base.  Como muchos que me rodeaban, quisimos reconfortarlo, pero la conmoción del terremoto se combinaba con la imagen de un chaparrito flacucho de nalgas caídas llorando frente a un montículo de piedras, la mano de su esposa saliendo de entre el escombro, así que decidimos quedarnos como animales pasmados alrededor de la escena. Nuestras casas no estaban en buen estado tampoco, y en menos de quince minutos comenzamos a escuchar llantos similares provenientes de otras cuadras de la colonia. 
            Llegaron finalmente los fotógrafos de las agencias informativa internacionales. Por fin salimos en la revista Time.
            Y lo bueno –aunque es un decir— es que la devastación en esta ciudad no fue mayor. Digo, no como lo hubiera sido en metrópolis más desarrolladas. No fue necesario captar imágenes aéreas de edificios desensamblados o en llamas, ni de personas chillando en medio de la calle, ni testimoniales apresurados con señoras y ancianos de voces cortadas relatando las tragedias incidentales que se suscitaron en cada esquina. Miles de personas pudimos ver, finalmente, un resquemor genuino por parte de un oficial de gobierno. Al reconocer la autenticidad de su declaración, y después de mirarnos a los ojos para dar crédito colectivo del suceso (tienen que imaginar la escena: rodeados de casas destrozadas, colocando un televisor entre los escombros, buscar una conexión disponible, ver las noticias entre vecinos y seres queridos), fue cuando nos dimos cuenta que las cosas sí eran delicadas.
Los ejes viales recién construidos se derrumbaron como si hubieran estado hechos de mazapán. Enormes grietas en prácticamente todas las avenidas mayores, comercios clausurados después de una serie de trágicos motines que vieron la llegada del ejército nacional y los subsecuentes acribillados en plena luz del día. Ruinas y ruinas de tiendas OXXO por todas partes, brigadas de camionetas Suburban merodeando en las colonias populares, ex miembros de los principales cárteles de drogas dedicándose a salvar vidas y auxiliar a familias desamparadas. Linchamientos de cuerpos policíacos, el alcalde refugiándose en alguna ciudad de California, perseguido por ordenar el genocidio de cientos de pacientes del hospital general que no permitían el acceso a los heridos de gravedad. Imágenes surrealistas de autobuses de transporte urbano arrugados y machacados por algún percance que tuvieron durante el devastador terremoto, ya que postes de luz, estructuras de edificios de alturas medianas, así como otros automóviles, chocaron o aplastaron parte de sus carrocerías. Podías ver señoras rumbo a sus trabajos como sirvientas, sentadas en una porción rebanada de los autobuses, observando la calle como si todavía lo hicieran desde una ventana que ya no estaba ahí.
            Fue duro recuperarse de ese primer golpe. El entorno se convirtió en un escenario apocalíptico, habitado por seres presurosos que quisieron continuar con sus vidas, evitando que su mirada se posara sobre las ruinas que los rodeaban.
            Y es que, efectivamente, de la misma manera como nos fuimos acostumbrando a los leves temblores anteriores al terremoto mayor, todos tuvimos que continuar con nuestro trabajo; o, mejor dicho…bueno, no es que hayamos tenido que continuar con nuestro trabajo sino que simplemente lo hicimos, no había nada más que hacer o pensar o decir, la vida continuaba, sólo que nosotros vivíamos con el muy distintivo detalle de que la tierra bajo nuestros pies se encontraba en un perpetuo movimiento, a veces fuerte, a veces débil, pero siempre presente. Siempre nosotros concientes de que el mundo se tambaleaba. Y lo hicimos a duras penas, trabajar, mientras reconstruíamos la ciudad, mientras los negocios mejoraban sus semblantes y las ruinas fueron maquilladas, ya sea con murallas de madera o con una efectiva reconstrucción de los locales.
           
            Pero las cosas no volverían a la normalidad.

***

Pasaron cinco años desde ese primer temblor. Nuestra vida ya no la entendemos sin el constante movimiento de la tierra. Vivimos entre escombros, vivimos de las provisiones que llegan de otros lados, de las promesas de las corporaciones con las que trabajamos, de los comercios que seguimos abriendo aunque en realidad no haya nada qué abrir –en más sentidos de los que puedan imaginar—seguimos llevando a los niños a la “escuela.” Siguen existiendo parejas temblorosas que se desean y se enamoran y piensan en el porvenir.
Es interesante ver cómo la humanidad se acomoda a la más difícil de las circunstancias. Ahora entiendo la resistencia de los pobladores de ciudades propensas a las catástrofes, cómo las víctimas de lluvias torrenciales, de huracanes, ciclones, tsunamis, inundaciones, desbordes de ríos, fisuras en la tierra que abrían el tejido de los espacios urbanos. No obstante la dificultad de este tipo de vida, he llegado a la conclusión que las personas nos adaptamos a las más brutales de las existencias.
Pero sobre todo los cuerpos. Son nuestros cuerpos los que ahora se conforman a las condiciones de su entorno. Porque eso sí, como buenos personajes de una tragedia absurda, tratamos de mantener nuestros ritmos de vida ininterrumpidos por los constantes movimientos telúricos. Nos hemos acostumbrado tanto, es como si la realidad nunca hubiera sido otra.
Los estudiosos del fenómeno –especialistas que llegaban ahora de todas partes del mundo—consideraban este caso como algo incluso poético de la condición humana. Todos los habitantes comenzamos a generar una especie de síndrome de temblores frenéticos involuntarios. Conforme pasaban los sismos, los terremotos, nuestros cuerpos se habituaron a la dinámica del movimiento. Podían vernos por las calles, en nuestros trabajos (por lo regular, llevados a cabo en literales ruinas de edificios, que de todas formas trataban de mantener la apariencia de funcionalidad: imagínense una tienda de ropa, un banco, un supermercado, sin techos, a veces sin puertas, a veces sólo el perímetro demarcado del piso separando a la tienda de la intemperie), en nuestros remedos de casas, continuando con nuestras vidas, manifestando ligeros y en ocasiones tumultuosos espasmos corporales. Caminamos temblando, hablamos con los compañeros de trabajo entre tartamudeos y repentinos aferres a los barandales.
Vivimos con un constante zumbido en los oídos; las rodillas comenzaron a generar una malformación, una especie de tejido adicional para soportar ese caminado tembloroso que nos ha caracterizado desde hace ya un tiempo. Nuestras cabezas producen movimientos involuntarios, y prácticamente todos tenemos dibujado en nuestros rostros un semblante frenético: el ceño fruncido, los ojos abiertos, los labios apretados.
Ha sido difícil vivir así, lo acepto. Y algunas de las virtudes de esta condición es que nuestra realidad es propensa a muchas especulaciones. Fuimos, debo admitirlo, la inspiración para dos películas de catástrofe; asimismo, un novelista guatemalteco escribió una historia alegórica sobre nuesra ciudad móvil. Y en alguna parte, sepultado en los anales de algún departamento de estudios culturales en alguna universidad estadounidense, se encuentra el planteamiento teórico de un filósofo danés, quien sostiene que, debido a las vicisitudes de la vida contemporánea, a la rapidez con la que fluye la información, y sobre todo, la relación que las sociedades actuales tienen con los sucesos, vistos como una combinación de noticia y espectáculo, llegó a la conclusión no sólo de que nunca sucedió lo que hemos vivido, sino que nuestra ciudad ni siquiera existe. Que somos parte de la ilusión de la realidad contemporánea, llena de espejismos fantásticos y simulaciones de guerras e invasiones y catástrofes naturales. Que, en resumen, nosotros no existimos.
No obstante, mañana hay que levantarse muy temprano para seguir existiendo.