Muéstrame el cuerpo de alguien, el que sea, un cuerpo nada más, vivo, respirando
Muéstrame el cuerpo que se movía por los laberintos del espacio y el tiempo,
dilucidando sobre su futuro
Muéstrame el cuerpo cuando quiso cantar y no se atrevía
Cuando quiso besar y lo hizo con pena
Muéstrame el cuerpo calcinado por deseos, no por la fuerza ubicua del fuego
Muéstrame el cuerpo que en alguna parte de su vida caminó en compañía de la tarde
el que se lastimó la rodilla
el que se sentía incómodo por las llantitas en su cintura
Muéstrame el cuerpo dormido
el que recuerda las presiones del día a día
bajo la forma de dragones y espantos
que se mudan al llegar de nuevo el sol
Muéstrame el cuerpo que dudaba si una experiencia lo conmovía
el cuerpo que sospechaba de las intenciones de los otros
Muéstrame el cuerpo al mediodía en silencio
arropado por sus pensamientos
dominado por miedos infundados
Muéstrame el cuerpo molesto por algo
el cuerpo siendo imbécil con otro cuerpo
el cuerpo siendo irrespetuoso con otro cuerpo
el cuerpo siendo cuerpo que desea a otro cuerpo pero no entiende las formas como su cuerpo expresa el deseo hacia ese otro cuerpo
Muéstrame al cuerpo viendo una estrella
Muéstrame al cuerpo desnudo frente al espejo
Bailando de niño
Abrazado por una abuela
Muéstrame al cuerpo postrado en la taza del baño, vomitando
Muéstrame al cuerpo musitar un "te quiero" que jamás tuvo oportunidad de decir en voz alta
o al cuerpo comiendo algo que le produce fascinación a sus papilas gustativas
Muéstrame al cuerpo borracho
cansado
triste
enfermo
agobiado
tembloroso
lleno de júbilo
lleno de lunas y demás creencias
Muéstrame al cuerpo mientras sentía su lenta maduración
Muéstrame cómo mudaba de sus formas previas
cómo crecía la vellosidad
cómo se endurecían las plantas de sus pies
cómo crecían las uñas
el cabello
las líneas de expresión
las caderas
el pecho
Muéstrame al cuerpo brotando libremente sus humores
Muéstrame al cuerpo hormonal
feliz
gozoso
envuelto en placer
Muéstrame al cuerpo una tarde de verano
cuanto el tiempo y sus cosas se detienen
y el olor de las cosas es el olor de la vida que transcurre en sus narices
Muéstrame al cuerpo todo
pero ya no me muestres a ese cuerpo
mancillado
violado
desmembrado
deshabitado
a la orilla del camino
19.5.17
11.5.17
CARTA
ABIERTA
Al
Arquitecto Víctor Hermosillo y Celada
(también
Senador de la República por el Estado de Baja California)
Abuso de la confianza y facilidad que
me permiten los medios electrónicos de difusión para dirigirme a Usted, con el
objeto tratar un tema específico, relacionado con la develación de la escultura
que recientemente se instaló en la Plaza Centenario de la ciudad de Mexicali,
Baja California, México. Se trata de una réplica del diseño tipográfico que el
artista Robert Indiana había elaborado para una postal que le comisionó el
Museo de Arte Moderno de la ciudad de Nueva York, pero que recreó en forma de
escultura, convirtiéndose con el paso de los años en un icono representativo de
su momento en la historia (la revolución cultural y el movimiento de los
derechos civiles en Estados Unidos en la década de los sesenta), así como en la
obra más conocida del artista en cuestión.
Es una pieza escultórica que ha sido
replicada en una buena cantidad de ciudades en Estados Unidos, entre ellas la versión
en español realizada por el mismo artista para el jardín escultórico de la
Galería Nacional en Washington, D.C., así como en varios países, incluyendo
China, una versión en hebreo en Israel, y otra versión en español en Valencia,
España. La obra es quizá una de las obras más replicadas en la historia del
arte moderno. (Enfatizo la palabra “réplica” que no es necesariamente copia o
reproducción, sino la elaboración de una versión que se sujete a los
requerimientos técnicos y formales del objeto original). Una versión de esta
pieza acaba de ser develada por parte de la firma de Hermosillo y Asociados, como
parte de un protocolo que anuncia, según entiendo, la donación de 200,000 pesos
para pavimentación y bacheo en la ciudad. Pero también, se hace a partir,
quizás, de un entendimiento de que esta imagen puede ser fácilmente copiada
para formar parte del escaparate urbano de cualquier ciudad. No lo es,
arquitecto. Sería fácil y entendible hacer acusaciones de plagio en estos
momentos, incluso acudir a las instancias correspondientes para reportar la
acción (por ejemplo, la galería que representa al artista, el museo que detenta
los derechos de su reproducción, o las alcaldías en Estados Unidos que han
erigido la pieza en sus respectivas ciudades), lo cual podría traer como
consecuencia una demanda millonaria en contra de la firma. Pero puede estar Ud.
tranquilo. Al parecer, el artista nunca tuvo oportunidad de registrar el copyright de la pieza, de modo que su
proliferación se ha conducido mayormente sin problema, incluso, es algo que
mantiene fascinado al artista hasta la fecha. (No sabría decirle en estos
momentos si alguien más compró los derechos; de ser así, sí es posible que
dicha instancia tome cartas en el asunto).
Sin embargo, lo que realmente me
preocupa son una serie de cosas que deseo plantearle, de la manera más
respetuosa, como mexicalense criado y regado en estas tierras.
La primera de ellas, tiene que ver con
el modo permisivo con el que su firma tiene las posibilidades de erigir cuanto
objeto desee erigir en la ciudad, sin previo aviso y sin un previo consenso por
parte de autoridades, comisiones de desarrollo urbano, consejos y demás
instancias que pudieran definir con mayor cuidado las cualidades estéticas del
entorno urbano. Un entorno que, por cierto, siempre ha sufrido de una mezcla
entre el funcionalismo simplista y el abandono de espacios de los que ya no se
espera ninguna clase de provecho económico (por ejemplo, el centro de la
ciudad). No dudo ni por un segundo y me agrada el gesto de develar una pieza
como ésta, sobre todo, a partir del mensaje que contiene y que, al parecer,
quiere formar parte de lo que Ud. desea comunicarle como ciudadano, como
senador y como empresario a esta ciudad, tan carente de afectos comunitarios,
tan afectada por las dinámicas sociales, económicas y políticas de los últimos
años. Pero tampoco dudo que una comisión conformada por especialistas en
materia (puede contar con varios de nosotros, por cierto) tendría la capacidad
de definir con mayor certeza, las maneras como pueden mejorar y embellecer nuestros
entornos urbanos.
Lo segundo tiene que ver con el uso de
esta imagen icónica: ¿Por qué esa imagen?
O lo que es más, ¿Por qué recurrir a la copia –no a la réplica, por cierto— y
no a la producción de una idea original? ¿Algo más representativo de nuestra
ciudad? ¿Algo que comunique con mayor armonía en el entorno, que le hable
directamente a la comunidad? ¿Somos tan faltos de imaginación que tenemos que
copiar lo que viene de otras partes? ¿Ha sido ese el espíritu de su empresa,
arquitecto? No lo creo. Entonces, ¿por qué apelar a gestos que solo hablan de
una visión mediocre y pragmática de lo que puede ser aún más grandioso de lo
que Ud. pudiera imaginar?
[Dicho sea de paso: no sé qué
materiales utilizaron para la construcción de esta pieza. Cualquier pieza de
escultura pública debe considerar la calidad de los materiales y el entorno con
el que convivirán a través del tiempo. Como arquitecto debe entender esto al
dedillo. ¿Tomaron esto en consideración? ¿Tomaron en consideración que junto
con la construcción y montaje de la pieza debe existir una medida que determine
quién se encargará de su conservación y restauración en el futuro? ¿Ya se ha
estipulado por escrito? La pieza original se construyó con un acero especial
que soporta el desgaste y que elimina la necesidad de pintarlo, de modo que no
se oxida. ¿Usaron este material, o es una versión construida con materiales
fácilmente perecederos que serán derruidos conforme pasen los años... y las
administraciones municipales?]
Debo decirlo, y lo siento si lo digo de
manera grosera, pero hacer este tipo de cosas es de pésimo gusto. Reitero, no
dudo que sus intenciones sean nobles, en relación al contenido y lo que quiere
comunicar. Pero del mismo modo, es una de esas acciones que los jóvenes suelen
llamar “chafas”. No debería ser así, y permítame explicarle por qué: la
inversión en obra de arte público es una de las mejores inversiones a largo
plazo que puede emprender una ciudad. Incrementa la plusvalía de la zona, atrae
turismo y, si se hace de manera estratégica y se involucra a la iniciativa
privada, puede ofrecer enormes incentivos tributarios. Pero no con este tipo de
trabajos. No con este tipo de propuestas.
Fíjese, arquitecto: yo he tenido el
gusto de ser profesor en la Facultad de Artes de la UABC. He tenido la
oportunidad de trabajar en la formación de prácticamente todas las generaciones
de licenciados en Artes Plásticas, jóvenes y adultos deseosos de contribuir con
sus conocimientos y obras al desarrollo de la comunidad. Así también, hay una
comunidad de artistas destacados, con trayectorias que les han permitido
exhibir sus obras en otras latitudes, dispuestos a hacer lo mismo. Sin embargo,
no han tenido oportunidad de colaborar con las instituciones, o la empresa
privada, en la creación de proyectos originales, concebidos en y para este
entorno, porque propuestas como la de Ud. groseramente no los toma en cuenta o
hace caso omiso de ellas. La realización de proyectos de arte público
comisionados a artistas locales –o foráneos—es un modo de operación que ya
tiene arraigo en otras ciudades del país, y que ha tenido resultados muy
positivos. Solo consiste en diseñar estrategias que permitan, tanto a las
instituciones como a la iniciativa privada, comisionar proyectos de arte
público a los creadores de una comunidad, misma que tiene el conocimiento y la
sensibilidad para producir obras que hablen directamente a la sociedad en la
que viven. Muchos de ellos, incluso, se sentirían desafiados, halagados, si
tuvieran el reconocimiento para hacer este tipo de trabajos de manera
profesional (y justamente remunerada). Estimularía su creatividad, y un empeño
que se encontraría al nivel de cualquier otra clase de trabajo profesional que
encontramos en otros rubros productivos. Darles la espalda no solo es
desconsiderado, sino que habla de personas e instituciones que en realidad no
trabajan para los intereses de toda una comunidad. O lo que es peor: solo
trabajan para sus propios intereses.
Mi formación es como historiador de
arte. Tengo un conocimiento indiscutible en materia (puede preguntar con gusto,
es de las pocas cosas de las que me puedo jactar) y reconozco las maneras como
el arte de una comunidad revela su carácter y madurez, su visión y su
perspectiva del mundo. Cierto es que muchos artistas son inspirados por
distintas clases de expresiones –de amor, de disgusto, de espiritualidad, de
exploración estética—y algunos de ellos son críticos hacia el mundo que los
rodea (no los culpo), siendo percibidos por el común de la gente como rebeldes
e inconformes, no sometidos a las formas establecidas de trabajo y producción
que fácilmente encontramos en otros rubros. Pero también es cierto que, si los
artistas fueran impulsados por los sectores productivos que han tenido más
facilidades para su desarrollo empresarial y económico... como dicen los
gringos: the sky is the limit. Puedo asegurarle
que la inclusión de los artistas en estos proyectos sería una enorme área de
oportunidad, tanto para ustedes como para ellos. No ser incluidos implica que
ustedes están dispuestos a ningunear a personas que quieren hacer un trabajo
profesional en el ámbito de las artes, pero el desdén o la ignorancia los deja sin
posibilidades de profesionalizar su campo laboral.
Imagínelo de este modo. Imagine que una
empresa constructora como ICA comienza a obtener todas las licitaciones de
construcción que su firma diligentemente realiza. Y que cuando ustedes desean
conocer los argumentos por los cuales no son tomados en cuenta, las instancias
que desarrollan las licitaciones les dicen “es que ustedes son de provincia, no
tienen la capacidad suficiente como para esta clase de proyectos”. ¿Le ha
sucedido, arquitecto? Probablemente sí. Ahora, imagínese cómo se siente el
gremio de artistas locales cuando un empresario decide construir, sin más ni
más, una escultura pública, que copia otra obra creada ex profeso para un
entorno específico, y que pudo haber sido el producto de la imaginación, la
sensibilidad y el profesionalismo de un artista local. Sí: así es justamente
como nos sentimos.
Lo invito a que trabajemos en esto,
arquitecto.
Atentamente,
Alejandro Espinoza Galindo.
24.4.17
20.4.17
A propósito de nada en particular,
aquí una serie de dichos
populares mexicanos deconstruidos:
Cuando el tecolote canta, el estereotipo muere
Más vale pájaro en mano, que cientos embarrados de petróleo
a la orilla de una playa
Candil de la calle... y oscuridad en su casa, donde lo
grabaron en ese video viral que todos compartimos y que por eso lo metieron a
la cárcel
Zapatero a tus labores serviles de proveer contenidos
inútiles en Buzzfeed
No se puede tapar la estupidez de un meme con un dedo en la
pantalla
Después de la tormenta viene el maremoto de videos que
registraron la devastación
Dime con quién andas, y te diré a quién te quieres parecer
en tu perfil de Facebook
Al que buen político se arrima, buena sordidez lo cobija
El que mucho abarca, pocas posibilidades de tener una
relación sensible con la realidad contemporánea
Genio y figura, hasta que declara estupideces en un programa
de radio
En tierra de ciegos, el “influencer” o el político populista
es el rey
El que a solas se ríe, es porque está viendo un video idiota
en su smartphone
Al buen entendedor, noticias falsas y verdaderas, para que
se confunda
Más vale meme inspirador que la fuerza del sentido común
6.4.17
¡Diles que no mamen!
-¡Diles
que no mamen, Justicio! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles.
Diles que lo hagan por caridad. Que no mamen.
-No
puedo. Hay allí un regimiento de imitadores que no quiere oír hablar nada de
ti.
-Haz que
te oigan, o que respondan a tus correos. Hazte de esas mañas politiqueras que
bien conoces y dile que para ninguneos ya ha estado bueno. Dile que lo hagan
por caridad del Dios Institucional que ellos decidan.
-No se
trata de sustos. Parece que te van a ningunear de a de veras.
-Anda
otra vez. Solamente otra vez, a ver qué consigues.
-No. No
tengo ganas de eso, yo soy tu hijo, el silente mediador. Y si voy mucho con
ellos, acabarán por saber quién soy y les dará por ningunearme a mí también. Es
mejor dejar las cosas al así nada más poquito.
-Anda,
Justicio. Diles que tengan tantita lástima de mí. Nomás eso diles.
Justicio
apretó los dientes, se acordó de la charla con quince vacas sagradas y dijo:
-No.
Se
mantuvo sacudiendo la cabeza durante mucho rato. Por lo menos, hasta que bajó
la mirada. Por pena. Por pudor. Porque también era escritor y le costaba
trabajo confesar que nunca le gustó la obra de su padre.
Justicio
se levantó de la pila de libros del Fondo de Cultura Económica en que estaba
sentado y caminó hasta la puerta de la enorme Biblioteca de los Autores
Fantasmas. Luego se dio vuelta para decir:
-Voy,
pues. Pero si de pronto me ningunean a mí también, ¿quién cuidará de mi pusilánime
legado?
-La
Providencia, Justicio. Ella se encargará de eso. Ocúpate de ir con Ella y ver
qué cosas hace por mí. Eso es lo que urge.
Lo habían
traído de madrugada. Y ahora era ya entrada la mañana y él seguía todavía allí,
esperando, amarrado al horcón de una vieja casa que alojaba un desaparecido
taller de escritores. No se podía estar quieto. Había hecho el intento de transcribir
en su cabeza el cuento de Pierre Menard, autor del Quijote, un rato, para
apaciguarse, pero las ganas se le habían ido. También se le había ido el
hambre. No tenía ganas de nada. Sólo de mantener viva la idea de mutar textos,
de hacerlos deslizar otro tipo de caricias y significados. Ahora que sabía bien
a bien que lo iban a ningunear, le habían entrado unas ganas tan grandes de transcribir
como sólo las puede sentir un renegado. Quién le iba a decir que volvería aquel
asunto tan viejo, tan rancio, tan enterrado como creía que estaba. Aquel asunto
de cuando tuvo que matar a los modernistas. No nada más por nomás, como
quisieron hacerle ver los de la Santa Iglesia de la Oficialización Cultural,
sino porque tuvo sus razones. Él se acordaba:
Don Lupe
Terreros, el dueño de la obra novelística de un oscuro escritor modernista colimeño,
que se volvió famoso por matar a su abuela y ganar un concurso nacional con el larguísimo
y complejo poema en verso alejandrino que describe el crimen, había sido su mentor.
Al que él, Juvencio Nava, tuvo que matar por eso; por ser el dueño de la obra
de un autor imprescindible y que, siendo también su compadre, le negó el pasto del
reconocimiento y la validación por parte de los otros animales en esa enorme
granja donde pastan los escritores de cepa.
Primero
se aguantó por puro compromiso. Pero después, cuando la sequía de la
imaginación, en que vio cómo Don Lupe traicionaba uno tras otro a los
escritores animales hostigados por el hambre y la falta de oportunidades
editoriales, y que seguía negándole la yerba para compartirla entre sus
potreros, entonces fue cuando se puso a romper la cerca con la que los encerró y
a arrear la bola de escritores animales flacuchos hasta las páginas marginales
de una media docena de revistas literarias electrónicas, para que se hartaran
de comer. Y eso no le había gustado a don Lupe, que mandó tapar otra vez el
hueco de oportunidades que dejó abierto para que él, Juvencio Nava, le volviera
a abrir otra vez el agujero. Así, de día se tapaba el agujero y de noche se
volvía a abrir, mientras el ganado estaba allí, siempre pegado a la malla
ciclónica de la fama inducida, siempre esperando; aquel ganado suyo que antes
nomás se vivía oliendo el pasto sin poder probarlo.
Y él y
don Lupe alegaban y volvían a alegar sin llegar a ponerse de acuerdo. Hasta que
una vez don Lupe le dijo:
-Mira,
Juvencio, otro escritor animal más que metas al potrero de los que consagramos
y te lo mato.
Y él
contestó:
-Mire,
don Lupe, yo no tengo la culpa de que los escritores busquen su acomodo. Ellos
son inocentes. Ahí se lo haiga si me los mata.
“Y que me
mató un novillo, mandándolo a los Estados Unidos a dar una cátedra sobre
narradores olvidados de la década de los ochenta. Y pues tuve que matarlo, con
una indignante crítica que hablaba sobre sus desavenencias sexuales, sus
plagios, sus falsas complacencias. Sobre su mórbidamente pequeño pene. Sobre su
bisoñé.
“Esto
pasó hace treinta y cinco años, por marzo, porque ya en abril andaba yo en el
norte, dirigiendo talleres. No me valieron ni los diez premios que le otorgué a
escritores de su barrio, ni las seis antologías en las que –desganadamente, lo
sé—traté de reivindicar su obra. Todavía después, sus secuaces se cobraron a lo
chino, con lo que quedaba nomás por no perseguirme, aunque de todos modos me
perseguían. Por eso me vine a vivir junto con mi hijo (así le digo a mi muy
joven amante, para guardar las apariencias) a este otro terrenito que yo tenía
y que se nombra Palo de Venado. Y mi hijo creció y se casó con la nueva Literatura
independiente y tuvo ya ocho libros autopublicados. Así que la cosa ya va para
viejo, y según eso debería estar olvidada. Pero, según eso, no lo está.
“Yo
entonces calculé que con un premio que llevara su nombre quedaría arreglado
todo. El difunto don Lupe era solo, solamente con su mujer y los dos
muchachitos escritores que lo emulaban pero que todavía andaban a gatas. Y la
viuda pronto murió también dizque de olvido. Y a los muchachitos se los
llevaron lejos, a una residencia en Canadá, donde comenzaron a escribir
minificciones basadas en los nombres de las calles principales de Santiago de
Compostela. Así que, por parte de ellos, no había que tener miedo. Hicieron
vida y gloria literaria en otra parte. Según mis asegunes.
“Pero los
demás se atuvieron a que yo andaba exhortado y enjuiciado para asustarme y
seguir acusándome de ferviente escritor de obras inútiles. Cada vez que llegaba
alguien al pueblo me avisaban:
“-Por ahí
andan unos defeños, Juvencio. Quesque vienen para conocer autores locales.
“Y yo
echaba pal monte, entreverándome entre los madroños y pasándome los días
comiendo verdolagas, con todo y mis libros de Elizondo y Gardea, subrayados al
grado de que ya estaban todas las letras amarillas. A veces tenía que salir a
la media noche, como si me fueran correteando los antiguos institutos que me
otorgaron becas. Eso duró toda la vida. No fue un año ni dos. Fue toda la
vida.”
Y ahora
habían ido por él, cuando no esperaba ya a nadie, confiado en el olvido en que
lo tenía la gente; creyendo que al menos sus últimos días los pasaría
tranquilos. “Al menos esto -pensó- conseguiré con estar viejo. Me dejarán en
paz”.
Se había
dado a esta esperanza por entero. Por eso era que le costaba trabajo imaginar
morir así, de repente, a estas alturas de su vida, después de tanto pelear para
liberar la literatura nacional de la abulia y el exceso de solemnidad; de
haberse pasado su mejor tiempo tirando de un lado para otro arrastrado por los
sobresaltos y cuando su cuerpo había acabado por ser un puro pellejo correoso
curtido por los malos días en que tuvo que andar escondiéndose de todos.
Por si
acaso, ¿no había dejado hasta que se le fuera su oportunidad de publicar en una
editorial multinacional? Aquel día en que amaneció con la nueva de que la
editorial Fango Pantanoso de España decidió no publicarlo, ni siquiera le pasó
por la cabeza la intención de ponerse a los pies del conglomerado. Dejó que se
fuera sin indagar para nada ni con quién ni para dónde, con tal de no estar de
nuevo en contacto con las viejas musarañas del campo literario. Dejó que se le
fuera como se le había ido todo lo demás, sin meter las manos. Ya lo único que
le quedaba para cuidar eran los quince libros que cargaba en su cabeza, pero éstos
los conservaría a como diera lugar. No podía dejar que le llegaran con mamadas.
No podía. Mucho menos ahora.
Pero para
eso lo habían traído de allá, de Palo de Venado. Para ningunearlo en vivo. De frente.
No necesitaron amarrarlo para que los siguiera. Él anduvo solo, únicamente
maniatado por el miedo de que su inútil genio fuera olvidado. Ellos se dieron
cuenta de que no podía seguir escribiendo con aquellas manos viejas, con
aquella imaginación flaca como de nardo seco, acalambrada su mente por el miedo
de ser ninguneado. Porque eso iba a suceder. Sería un nadie, una nada, una peca
casi invisible en la mejilla maquillada de la literatura mexicana. Se lo
dijeron.
Desde
entonces lo supo. Comenzó a sentir esa comezón en el estómago que le llegaba de
pronto siempre que veía de cerca el ninguneo y que le sacaba el ansia por los
ojos, y que le hinchaba la boca con aquellos buches de agua agria que tenía que
tragarse sin querer. Y esa cosa que le hacía las palabras pesadas mientras su
cabeza se le ablandaba y el corazón le pegaba con todas sus fuerzas en las
costillas. No, no podía acostumbrarse a la idea de que anduvieran con esas
mamadas.
Tenía que
haber alguna esperanza. En algún lugar podría aún quedar alguna esperanza. Tal
vez ellos se hubieran equivocado. Quizá buscaban a otro Juvencio Nava y no al
Juvencio Nava que era él. El autor consagrado, querido por los niños del sur
que leían su más famoso libro de cuentos. El de los esqueletos vivientes, los
que carcomen los sueños de los ancianos en las librerías de viejo.
Caminó
entre aquellos hombres en silencio, con los brazos caídos. La madrugada era
oscura, sin estrellas. El viento soplaba despacio, se llevaba la tierra seca y
traía más, llena de ese olor como de orines que tiene el polvo de los caminos
que recorren las miradas narradoras.
Sus ojos,
que se habían apeñuscado con los años, venían viendo la tierra, aquí, debajo de
sus pies, a pesar de la oscuridad, mientras pensaba en la fama oscurecida que
se avecinaba. Allí en la tierra de la imaginación estaba toda su vida. Sesenta
años de vivir sobre de ella, de encerrarla entre los sortilegios del lenguaje,
de haberla probado como se prueba el sabor de la carne. Se vino largo rato
desmenuzándola con los ojos, la tierra de la imaginación, saboreando cada recuerdo
narrado como si fuera el último, sabiendo casi que sería el último.
Luego,
como queriendo decir algo, miraba a los hombres que iban junto a él. Iba a
decirles que lo soltaran, que lo dejaran que se fuera: “Yo no le he hecho daño
a nadie, muchachos”, iba a decirles, pero se quedaba callado. “Más adelantito
se los diré”, pensaba. Y sólo los veía. Podía hasta imaginar que eran sus
amigos; pero no quería hacerlo. No lo eran. No sabía quiénes eran. Eran
escritores nuevos, sus respectivas famas en ciernes. Los veía a su lado
ladeándose y agachándose de vez en cuando para ver por dónde seguía el camino.
Los había
visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo
parece chamuscado. Traían camisetas blancas con la imagen impresa de un autor
que ya fue traducido a seis idiomas. Habían atravesado los surcos pisando la
milpa tierna. Y él había bajado a eso: a decirles que allí estaba comenzando a
crecer la milpa, la milpa del destino. Pero ellos no se detuvieron.
Los había
visto con tiempo. Siempre tuvo la suerte de ver con tiempo todo. Pudo haberse
escondido, caminar unas cuantas horas por el cerro mientras ellos se iban y
después volver a bajar. Al fin y al cabo la milpa no se lograría de ningún
modo. Ya era tiempo de que hubieran venido las aguas y las aguas no aparecían y
la milpa comenzaba a marchitarse. No tardaría en estar seca del todo. No
tardaría en dejar abandonadas las ideas de sus quince novelas en los
alrededores de esa milpa que jamás vería crecer.
Así que
ni valía la pena de haber bajado; haberse metido entre aquellos hombres como en
un agujero, para ya no volver a ver ni una sola de sus obras publicadas.
Y ahora
seguía junto a ellos, aguantándose las ganas de decirles que lo soltaran. No
les veía la cara; sólo veía los bultos que se repegaban o se separaban de él.
De manera que cuando se puso a hablar, no supo si lo habían oído. Dijo:
-Yo nunca
le he hecho daño a nadie -eso dijo. Pero nada cambió. Ninguno de los bultos
pareció darse cuenta. Las caras no se volvieron a verlo. Siguieron igual, como
si hubieran venido dormidos, pensando en los frutos de su ignominiosa labor.
Becas, premios, menciones en listas.
Entonces
pensó que no tenía nada más que decir, que tendría que buscar la esperanza en
algún otro lado. Dejó caer otra vez los brazos y entró en la casa de la cultura
del pueblo en medio de aquellos cuatro hombres oscurecidos por el color negro
de la noche.
-Capitán,
mi capitán, aquí está el hombre. El capitán era un reconocidísimo autor, mitad
poeta, mitad ensayista, mitad historiador, mitad presentador de infinidad de
autores en infinidad de ferias de libros, mitad prologuista de infinidad de
antologías, de esos intelectuales que hasta las amas de casa conocen.
Se habían
detenido delante del boquete de la puerta. Él, con el sombrero en la mano, por
respeto, esperando ver salir a alguien. Pero sólo salió la voz:
-¿Cuál hombre?
-preguntaron.
-El de
Palo de Venado, capitán. El que usted nos mandó a traer.
-Pregúntale
que si ha vivido alguna vez en Europa -volvió a decir la voz de allá adentro.
-¡Ey, tú!
¿Que si has habitado en Europa? -repitió la pregunta el autor también famoso
pero creído muerto que estaba frente a él.
-Sí. Dile
al capitán que de allá mismo me siento. Y que allí he vivido en mi imaginación hasta
hace poco.
-Pregúntale
que si conoció a Guadalupe Terreros.
-Que
dizque si conociste a Guadalupe Terreros.
-¿A don
Lupe? Sí. Dile que sí lo conocí. Ya murió.
Entonces
la voz de allá adentro cambió de tono:
-Ya sé
que murió -dijo-. Y siguió hablando como si platicara con alguien allá, al otro
lado de la pared de carrizos:
-Guadalupe
Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba muerto.
Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para
enraizar está muerta. Con nosotros, eso pasó.
“Luego
supe que lo habían matado a periodicazos, clavándole después una severa crítica
a su obra que prácticamente lo desterró de la República de las Letras. Me
contaron que duró más de dos días perdido y que, cuando lo encontraron tirado
en un arroyo, todavía estaba agonizando y pidiendo el encargo de que le
cuidaran su biblioteca.
“Esto,
con el tiempo, parece olvidarse. Uno trata de olvidarlo. Lo que no se olvida es
llegar a saber que el que hizo aquello está aún presente en el mundillo
literario, alimentando su alma podrida con la ilusión de la vida eterna. No
podría perdonar a ése, aunque no lo conozco; pero el hecho de que se haya
puesto en el lugar donde yo sé que está, me da ánimos para acabar con él. No
puedo perdonarle que siga siendo reconocido. No debía haber nacido nunca”.
Desde
acá, desde fuera, se oyó bien claro cuando dijo. Después ordenó:
-¡Llévenselo
y amárrenlo un rato, para que padezca, y luego quemen su obra completita!
-¡Mírame,
capitán, oh, mi capitán! -pidió él-. Ya no valgo nada. No tardaré en morirme
solito, derrengado de viejo. ¡No me ningunees…!
-¡Llévenselo!
-volvió a decir la voz de adentro.
-…Ya he
pagado, capitán. He pagado muchas veces. Todo me lo quitaron. Me castigaron de
muchos modos. Reemplazaron mi nombre en varias escuelas públicas. Me quitaron
un premio. Me he pasado cosa de cuarenta años escondido como un apestado,
siempre con el pálpito de que en cualquier rato matarían mi legado. No merezco ser
ninguneado así, capitán. Déjame que, al menos, el Señor me perdone. ¡No mames!
¡Diles que no mamen!
Estaba
allí, como si lo hubieran golpeado, sacudiendo su sombrero contra la tierra.
Gritando.
En
seguida la voz de allá adentro dijo:
-Amárrenlo
y denle algo de beber hasta que se emborrache para que no le duelan las futuras
críticas a su obra en los principales periódicos y publicaciones del país.
Ahora,
por fin, se había apaciguado. Estaba allí arrinconado al pie del horcón en la
antigua casa que alojaba uno de los más insulsos talleres literarios. Había
venido su “hijo” Justicio y su “hijo” Justicio se había ido y había vuelto y
ahora otra vez venía. Su ninguneo había comenzado.
Justicio,
un poco aliviado, lo echó encima del burro. Lo apretaló bien apretado al
aparejo para que no se fuese a caer por el camino. Le metió su cabeza dentro de
un costal para que no diera mala impresión. Y luego le hizo pelos al burro y se
fueron, arrebiatados, de prisa, para llegar a Palo de Venado todavía con tiempo
para arreglar el último homenaje a un autor que pronto sería olvidado.
-Tu nuera
y los nietos te extrañarán -iba diciéndole-. Te mirarán a la cara y creerán que
no eres tú. Se les afigurará que te ha comido el coyote salvaje de la crítica
literaria oficial, cuando te vean con esa cara tan llena de boquetes por tanto
tiro de gracia como te dieron.
FIN
31.1.17
Muros
El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El muro físico El mu
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El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible El muro invencible
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26.1.17
Estética aceleracionista:
ineficiencia necesaria
en tiempos de una subsunción real.[i]
Steven Shaviro
Tout se résume dans
l’Esthétique et l’Économie politique.
Todo se reduce a Estética y Economía Política. El aforismo de Mallarmè es mi punto de partida para considerar
la estética aceleracionista. Pienso que la estética existe en una relación
especial con la economía política, precisamente porque la estética es lo único
que no puede reducirse a una economía política. La política, la ética, la
epistemología e incluso la ontología son todas sujetas a una “determinación en
última instancia” por las fuerzas y relaciones de producción. O mejor dicho, si
la ontología no es enteramente determinada, esto es precisamente al grado de
que la ontología es en sí misma fundamentalmente estética. Si la estética no se
reduce a economía política, sino que en cambio subsiste de manera curiosa junto
a ésta, se debe a que hay algo espectral, y curiosamente sustancial, en la
estética.
Kant
nos dice dos cosas importantes acerca de lo que él llama juicio estético. La
primera, es que dicho juicio es necesariamente “desinteresado”. Esto quiere
decir que no se relaciona con mis propias necesidades y deseos. Es algo que
disfruto completamente por sí solo, sin motivos ulteriores, y sin ganancia para
mí. Cuando encuentro algo bello, soy “indiferente” a cualquier utilidad que esa
cosa pudiera tener; incluso soy indiferente a si la cosa en cuestión existe o
no en realidad. Es por eso que la sensación estética es el único ámbito de
existencia que no puede reducirse a una economía política.
Claro,
esto no quiere decir que en realidad soy liberado por el arte de preocupaciones
mundanas. Las restricciones de la economía política pueden, y lo hacen,
estorbar a la estética. Una persona hambrienta es bloqueada de un completo
disfrute estético. Sólo cuando generalmente estoy bien alimentado puedo
disfrutar las delicadezas de la cocina. Y es sólo desde una posición de
seguridad, nos dice Kant, es que yo puedo disfrutar los espectáculos sublimes
del peligro. La belleza en sí es ineficaz. Pero esto también quiere decir que
la belleza es en sí misma utópica. Ya que la belleza presupone una liberación
de la necesidad; nos ofrece una salida de la escasez artificial impuesta por el
modo de producción capitalista. Sin embargo, desde que en efecto vivimos bajo
este modo de producción, la belleza es sólo una “promesa de felicidad” (como
dijo Stendhal) más que la felicidad por sí misma. La estética, para nosotros,
es inevitablemente fugaz y espectral. Cuando el tiempo es dinero y el trabajo
es 24/7, no tenemos el lujo de ser indiferentes a la existencia de nada. Para
usar una distinción planteada por China Miéville, el arte bajo el capitalismo,
en el mejor de los casos, nos ofrece escapismo, más que el prospecto real de
escape.
La
segunda cosa importante que dijo Kant sobre el juicio estético, es que es
no-cognitivo. La belleza no puede ser subsumida a ningún concepto. Un juicio
estético es, por lo tanto, singular y sin fundamento. La experiencia estética
no tiene nada que ver con “información” o con “hechos”. No puede ser
generalizada, o transformada en ninguna suerte de conocimiento positivo. ¿Cómo
podría hacerlo, cuando no tiene ninguna función o propósito más allá de sí
misma? Y esto, nuevamente, explica por qué la sensación estética nos resulta
espectral, incluso epifenomenal. No puede ser extraída, apropiada o puesta a
trabajar.
Los
filósofos analíticos que vendrían en mente, frustrados por esta imposibilidad,
han estado durante décadas tratando de argumentar que la experiencia estética
–o lo que ellos seguido denominan como la “sensación interior”, o la experiencia
de “qualia”, o de la “conciencia” en todo el sentido de la palabra—en realidad
no existe. Como Wittgenstein famosamente lo explicó: “Una rueda que puede ser
girada aunque nada se mueva con ella, no es parte del mecanismo”. Pensadores
posteriores han transformado el desconcierto de Wittgenstein en torno a la
experiencia interior, para convertirla en una negación dogmática que no podría
ser otra cosa más que una ilusión. Pero el punto básico aún se sostiene. La
estética señala la extraña persistencia de lo que (para citar nuevamente a
Wittgenstein) “no es un Algo, ¡pero tampoco es una Nada!” La experiencia
estética no es parte de ningún mecanismo cognitivo –aunque nunca se encuentre
alejado de dicho mecanismo.
Entonces,
¿cuál es el papel de la estética hoy en día? He dicho que la belleza no puede
ser subsumida; no obstante, vivimos en un tiempo en el que los mecanismos
financieros subsumen todo lo que hay. El capitalismo se ha movido de la
“subsunción formal” a la “subsunción real”. Estos términos, originalmente
acuñados pasajeramente por Marx, han sido tomados y elaborados por pensadores
de la tradición Autonomista italiana, más notablemente Michael Hardt y Antonio
Negri. Para Marx, es el trabajo lo
que es “subsumido” bajo el capital. En la subsunción formal, el capital se
apropia y extrae un excedente, de los procesos laborales que preceden al
capitalismo, o que por lo menos no son organizados por el capitalismo. En la
subsunción real, ya no existe tal autonomía; el trabajo mismo está directamente
organizado en términos capitalistas (piensen en la fábrica y en la línea de
ensamblaje).
En
la redefinición expandida de “subsunción” que hacen Hardt y Negri, no es sólo
el trabajo lo que es subsumido por el capital, sino todos los aspectos de la
vida personal y social. Esto quiere decir que todo en la vida debe verse ahora
como una especie de trabajo: seguimos trabajando, incluso cuando consumimos, e
incluso cuando estamos dormidos. Os afectos y los sentimientos, las habilidades
lingüísticas, los modos de cooperación, las formas del know-how y del conocimiento explícito, expresiones de deseo: todos
estos son apropiados y convertidos en fuentes de valor excedente. Nos hemos
movido de una situación de explotación extrínseca, en la que el capital
subordinó al trabajo y la subjetividad a sus propósitos, a una situación de
explotación intrínseca, en la que el capital incorpora directamente el trabajo
y la subjetividad dentro de sus
propios procesos.
Esto
quiere decir que el trabajo, la subjetividad y la vida social ya no están
“afuera” del capital, antagonista a éste. En cambio, son inmediatamente
producidos como partes de éste. No pueden resistirse a las depredaciones del
capital, porque son ellos mismos funciones del capitalismo. Esto es lo que nos
lleva a hablar de cosas tales como “capital social”, “capital cultural” y
“capital humano”: como si nuestro conocimiento, nuestras habilidades, nuestras
creencias y nuestros deseos tuvieran solamente un valor instrumental, que se
necesita invertir en ellos. Todo lo que vivimos y hacemos, todo lo que
experimentamos, es rápidamente reducido al estatus de “trabajo muerto que,
vampirescamente, sólo vive chupando del trabajo vivo, y vive más conforme más
trabajo chupe”. Bajo el régimen de subsunción real, toda persona viva es
transformada en bien capital que no debe permanecer inactivo, sino que se debe
invertir de forma rentable. El individuo es asumido –de hecho, obligado—a ser,
como lo plantea Foucault, “un entrepreneur,
un entrepeneur de sí mismo... ser
para sí mismo su propio capital, ser por sí mismo su propio productor, ser por
sí mismo su propia fuente de ingresos”.
Este
proceso de subsunción real es la clave de nuestra sociedad de red globalizada.
Todo, sin excepción, es subordinado a una lógica económica, a una racionalidad
económica. Todo debe ser medido, y hecho conmensurable, a través de la
mediación de una suerte de “equivalente universal”: dinero o información. La
subsunción real es facilitada por –pero que también proporciona el ímpetu
para—la revolución de la computación y las tecnologías de comunicación durante
el curso de las últimas décadas. Hoy en día vivimos en un mundo digital, un
mundo de derivados financieros y de big
data. La realidad virtual suplementa y realza la realidad física, de “cara
a cara”—en vez de ser, como solíamos pensar ingenuamente, opuesta a ella. El
neoliberalismo no es sólo la ideología o sistema de creencias de esta forma de
capitalismo. Es también algo más importante, la manera concreta en la que el
sistema funciona. Es un conjunto real de prácticas e instituciones. Nos
proporciona tanto un cálculo para juzgar las acciones humanas, y un mecanismo para
incitar y dirigir estas acciones.
¿Qué
quiere decir esto para la estética? El proceso de subsunción real requiere de la
valuación, y evaluación, de todo: incluso de aquello que es espectral,
epifenomenal, y sin valor. La subsunción real no deja ningún aspecto de la vida
sin colonizar. Tiene la tarea de capturar, y de poner a trabajar, incluso
aquellas cosas que no son económicas, o que “no son parte del mecanismo”. El
afecto y la experiencia interior no están exentos de este proceso de
subsunción, apropiación y extracción de excedente. Ya que el capitalismo hoy en
día busca expropiar el valor excedente, no sólo del trabajo, considerado
estrechamente, sino del tiempo libre también; no sólo de la “propiedad
privada”, sino también de lo que los Autonomistas llaman “lo común”; y no sólo
de las cosas palpables, sino también de los sentimientos y estados de ánimo y
estados subjetivos. Todo debe ser mercadeable y vuelto sujeto de competencia.
Todo debe ser identificado como una “marca”.
Esto
lleva a una verdadera antinomia kantiana de la estética en el capitalismo
tardío. La estética debe ser simultáneamente promovida más allá de toda medida,
y no obstante reducida a nada. Por un lado, como Fredric Jameson señaló hace
mucho:
La producción estética
hoy en día se ha vuelto integrada a la producción de mercancía generalmente: la
frenética urgencia económica de producir olas frescas de bienes cada vez más
novedosos (desde ropa hasta aviones), en promedios aún mayores de volumen,
ahora asigna una función y posición estructural cada vez más esencial a la
innovación y experimentación estéticas.
O como la economista del libre mercado
Virgina Postrel feliz y acríticamente plantea el mismo argumento, “la estética,
o la estilización, se ha convertido en un punto de venta singular –a escala
global”. En el capitalismo actual, todo es
estetizado, y todos los valores son en última instancia estéticos.
No obstante, al mismo tiempo, esta
estetización ubicua también es una extirpación radical de la estética. No es
sólo que las sensaciones y los sentimientos son trivializados cuando se
empaquetan para ponerlos a la venta y catalogados sobre las variaciones más
diminutas de líneas de producción. También significa que las dos cualidades más
cruciales de la estética de acuerdo con Kant –que es desinteresada, y que es
no-cognitiva—se han hecho desvanecer, o explicadas hasta desaparecer. Las sensaciones
y sentimientos estéticos ya no son desinteresados, porque han sido replanteados
como marcadores de identidad personal: preferencias reveladas, marcas,
identificadores de estilos de vida, objetos de adoración por parte de los fans.
Las sensaciones y sentimientos estéticos también son agresivamente concientizados:
porque es sólo en la medida que son conocidos y descritos objetivamente, o
transformados en datos, que pueden ser explotados como formas de trabajo, comercializados
como experiencias frescas y elecciones emocionantes de estilos de vida.
Irónicamente, entonces, es precisamente en un tiempo en el que el “trabajo
afectivo” se privilegia por encima de la producción material (Hardt y Negri), y
cuando la mercadotecnia se concentra cada vez más en mercancías impalpables
tales como los estados de ánimo, las experiencias y las “atmósferas”
(Biehl-Missal y Saren), que entramos al régimen de un “capitalismo cognitivo”
completo (Moulier Boutang), guiado por los descubrimientos de la psicología
cognitiva.
Es bajo las condiciones de la subsunción
real que el aceleracionismo se convierte primero en una posible estrategia
estética. Es una invención bastante reciente. En el siglo XX, antes del
desarrollo de lo que he relatado, el arte más emocionante siempre giraba
alrededor de la transgresión. Los artistas Modernistas buscaron romper con los
tabúes, escandalizando a los públicos, y pasando más allá de los límites del
“buen gusto” burgués. Desde Stravinsky hasta los dadaístas, desde Bataille
hasta los creadores de Deep Throat, y
desde Charlie Parker hasta Elvis y Guns N’ Roses, la meta siempre fue la de
asombrar a los públicos empujando las cosas más allá de lo que habían estado. Ser
ofensivo era una medida de éxito. La transgresión era simple y axiomáticamente
entendida como subversiva.
Pero hoy en día este ya no es el caso. El
neoliberalismo no tiene problemas con el exceso. Lejos de ser subversiva, la
transgresión en la actualidad es completamente normativa. Nadie se ofende
realmente con Marilyn Manson o con Quentin Tarrantino. Incluso un acto o
representación supuestamente “transgresora” expande el campo de la inversión
capital. Abre nuevos territorios para apropiar, y enciende de golpe nuevos
procesos desde los cuales puede extraer valor de excedente. ¿Qué más podría
suceder, en un tiempo en que el ocio y el disfrute se han vuelto en sí mismos
formas de trabajo? Los negocios y la mercadotecnia hoy en día se enfocan cada
vez más en la novedad y la innovación. Un volumen más rápido es una manera de
combatir lo que Marx llamó la caída tendencial del promedio de ganancia. Lejos
de ser subversiva u opositora, la transgresión es el motor actual de la
expansión capitalista: el modo como se renueva, en orgías de “destrucción
creativa”.
En otras palabras, la economía política
hoy en día es conducida por círculos resonantes de retroalimentación positiva.
Las finanzas operan de acuerdo a una lógica cultural transgresora de innovación
desenfrenada, así como metaniveles constantemente ramificados de abstracción
auto-referencial. Esto fácilmente llega al punto en el que los derivados
financieros, por ejemplo, flotan en un hiperespacio de contingencia pura,
libres de relación indicial con cualquier cosa “subyacente”. Al mismo tiempo que sale flotando hacia
la abstracción digital, sin embargo, el neoliberalismo opera directamente en
nuestros cuerpos. Datos son extraídos a partir de todo lo que sentimos,
pensamos y hacemos. Estos datos son apropiados y consolidados, luego
empaquetados y vendidos de vuelta a nosotros.
En un ambiente así, nada es más preciado
que el exceso. Mientras más lejos vas, más hay para acumular y capitalizar. Todo
es organizado en términos de umbrales, intensidades y modulaciones. Como lo
plantea Robin James, “Para el sujeto neoliberal, el punto de la vida es ‘llevarlo
al límite’ cerrándose cada vez más estrechamente al punto de los rendimiento
decrecientes... El sujeto neoliberal tiene un apetito insaciable por más y más
diferencias nuevas”. El punto es siempre alcanzar “el borde de desgaste”:
perseguir una línea de intensificación, y aun así ser capaz de separarse de ese
borde, tratándolo como una inversión, y recuperando la intensidad como
ganancia. Como dice James, “las personas privilegiadas logran vivir las vidas
más intensas, vidas de inversión maximizada (individual y social) y
rendimientos maximizados”.
Es por eso que la transgresión ya no
funciona como estrategia estética subversiva. O más precisamente, la
transgresión funciona demasiado bien
como estrategia para amasar tanto “capital cultural” como capital real; y por
lo tanto le falta lo que he ido llamando la espectralidad y epifenomenalidad de
la estética. La transgresión está ya completamente incorporada en la lógica de
la economía política. Es testimonio de la manera como, bajo el régimen de la
subsunción real, “no hay nada, no hay ‘vida al desnudo’, no punto de vista
externo... ya no existe un ‘afuera’ para el poder”. Donde el arte modernista
transgresivo buscó liberarse de las restricciones sociales, y por lo tanto
obtener un Afuera radical, el arte aceleracionista sigue siendo completamente
inmanente, modulando sus intensidades en su lugar. Como lo plantea Robin James,
en el arte neoliberal, “la intensidad de la vida, como una onda sinusoidal, se
cierra en un límite sin ser capaz de alcanzarlo”.
El aceleracionismo fue una estrategia
política antes de convertirse en una estrategia estética. Benjamin Noys, quien
acuñó el término, lo rastrea hasta cierto giro “de ultraizquierda” en el
pensamiento político y social francés en la década de los setenta. Noys cita
especialmente el Anti Edipo de
Deleuze y Guattari (1972), Economía
libidinal de Lyotard (1974) e Intercambio
simbólico y la muerte de Baudrillard (1976). Estas obras pueden ser leídas
todas como respuestas desesperadas a los fracasos del radicalismo político de
los sesenta (y especialmente, en Francia, al levantamiento en mayo del 68). En
sus maneras distintas, todos estos textos argumentan que, ya que no existe un
Afuera en el sistema capitalista, el capitalismo sólo puede ser vencido desde
su interior, por lo que Noys llama “una variante exótica de la politique du pire: si el capitalismo
genera sus propias fuerzas de disolución, entonces la necesidad es la de
radicalizar el capitalismo mismo: mientras más peor sea, mejor”. Al empujar las
tensiones internas del propio capitalismo (o lo que Marx llamó sus “contradicciones”)
al extremo, el aceleracionismo espera llegar a un punto en el que el
capitalismo explote y se desmorone.
Evidentemente, esta estrategia no ha
madurado muy bien durante las décadas que siguieron a los setenta. En efecto,
se ha convertido en el ejemplo clásico de cómo debemos ser cuidadosos con lo
que deseamos –porque muy probablemente lo obtengamos. Comenzando en los
ochenta, las políticas “aceleracionistas” fueron de hecho puestas en marcha por
figuras como Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Deng Xiaoping. El salvajismo
completo del capitalismo fue desatado, ya no fue detenido por los cheques y
balances de la regulación financiera y el bienestar social. Al mismo tiempo, lo
que Luc Boltanski y Eve Chiapello llaman el “nuevo espíritu del capitalismo”
tomó exitosamente las demandas subjetivas de los sesenta y setenta y las hizo
suyas. El neoliberalismo nos ofrece ahora cosas como autonomía personal, libertad
sexual y “autorrealización” individual; aunque claro, estas muchas veces toman
la forma siniestra de la precariedad, inseguridad y presión continua para
mantenerse activo. El capitalismo neoliberal hoy en día nos persuade con el
prospecto de vivir “las vidas más intensas, vidas de maximizada inversión
(individual y social) y maximizados rendimientos” (James), mientras que, al
mismo tiempo, privatiza, expropia y extrae un excedente de todo lo que esté a
su alrededor.
En otras palabras, el problema con el
aceleracionismo como estrategia política tiene que ver con el hecho que –querámoslo
o no—todos somos aceleracionistas. Se ha vuelto cada vez más claro que las
crisis y contradicciones no llevan al deceso del capitalismo. Más bien, en
realidad trabajan para promover y avanzar el capitalismo, proporcionándole su
combustible. Las crisis no ponen en peligro al orden capitalista; más bien, son
ocasiones para los dramas de la “destrucción creativa” por medio de las cuales,
como un Ave Fénix, el capitalismo se renueva repetidas veces. Todos estamos
atrapados en este ciclo. Y el aceleracionismo en la filosofía o en la economía
política nos ofrece, en el mejor de los casos, una conciencia exacerbada de
cómo estamos atrapados.
Por todas las cuentas, la situación es
mucho peor hoy en dia que cuando lo fue en los noventa, ya no hablemos de los
setenta. Efectivamente, nos hemos movido con rapidez alarmante, del
triunfalismo neoliberal de los noventa a nuestro sentido actual –con la llegada
del colapso financiero de 2008—de que el neoliberalismo ha muerto como
ideología. Desafortunadamente, al descrédito intelectual en el que ha caído no
impide su funcionamiento en lo más mínimo. Sus programas y procesos mantienen
toda su fuerza; si algo podría decirse, en el presente, es que están siendo
impulsados mucho más que antes. El sistema bajo el cual vivimos se niega a
morir, sin importar qué tan opresivo y disfuncional es. Y doblamos esta
incapacidad sistémica con nuestra propia inhabilidad para imaginar alguna
suerte de alternativa. Tal es el dilema de lo que Mark Fisher llama “realismo
capitalista”: el triste y cínico sentido de que “es más fácil imaginar el fin
del mundo que el fin del capitalismo”.
En esta situación, ¿qué puede significar
proponer una estética aceleracionista? ¿Puede resultar ser distinta a la
transgresión? ¿Puede ofrecernos algo más, o cualquier cosa más, que el
aceleracionismo que ya existe en nuestra condición político-económica? El caso
estético del aceleracionismo es quizá ejemplificado mejor por algo que Deleuze
escribió en un contexto completamente distinto:
Muchas veces ocurre que
Nietzsche se pone frente a frente con algo enfermizo, innoble, repugnante. Bien,
Nietzsche piensa que es divertido, y le añadiría leña al fuego si pudiera. Dice:
síguele, aun no es lo suficientemente repugnante. O dice: excelente, qué
repugnante, que maravilla, qué obra maestra, una flor envenenada, finalmente “la
especie humana se está poniendo interesante”.
No creo que esta sea una
evocación certera de Nietzsche. Ya que Nietzsche no tiene realmente esta
especie de actitud hacia lo que ve como la “decadente” cultura burguesa de su
tiempo. Más bien, Nietzsche queda muchas veces sobrecogido de repugnancia por
lo que ve en el mundo que lo rodea. Su lucha épica contra su propia
repugnancia, y sus esfuerzos heroicos por superarla, están en el centro de Así habló Zaratustra. El tono estridente
y agudo del elogio que hace Nietzsche de la alegría y la risa nos indican que
estas actitudes no fueron fáciles para él. Tampoco tiende a adoptarlas cuando
se confronta a los espectáculos “enfermizos, innobles y repugnantes” de su
propia cultura y sociedad. No obstante, pienso que las actitudes descritas por
Deleuze se acomodan bien a la idea del arte aceleracionista de la actualidad. Intensificar
los horrores del capitalismo contemporáneo no los lleva a explotar; pero sí nos
ofrece una suerte de satisfacción y alivio, al decirnos que finalmente hemos
tocado fondo, finalmente hemos descubierto lo peor. Esto es realmente lo que
anima a películas aceleracionistas como Gamer
de Mark Neveldine y Brian Taylor, o I’m
a juvenile delinquent, Jail Me! De Alex Cox. Estas obras pueden ser
críticas, pero también se regodean en la sordidez y explotación que con tanto
gusto nos muestran. Gracias a su cinismo iluminado –el hecho de que estas
condiciones “enfermizas, innobles y repugnantes” les resultan divertidas—no nos
ofrecen la falsa esperanza de que apilar lo peor de lo que nos ofrece el capitalismo
neoliberal de alguna manera podría ayudarnos a salir de éste.
La diferencia entre esta
estética aceleracionista y el aceleracionismo político-económico analizado por
Noys, es que el primero no reclama la eficacia de sus operaciones. Ni siquiera
niega que sus propias intensidades sirven el propósito de extraer valor
excedente y de acumular ganancia. La complicidad evidente y mala fe de estas
obras, su regodearse en las pasiones básicas que Nietzsche desdeñó, y su
negación a sostener la indignación o reclamar un terreno moral: todas estas
posturas nos ayudan a movernos hacia el desinterés y la epifenomenalidad de la
estética. De modo que yo no asumo ningún planteamiento político para esta clase
de arte aceleracionista –de hecho, echaría para abajo todo mi argumento si lo
hiciera. Pero sí quiero plantear una cierta eficacia
estética de estos, lo que es algo que las obras de transgresión y
negatividad no pueden esperar lograr hoy en día.
×
Steven Shaviro is the DeRoy
Professor of English at Wayne State University. He is the author of The Cinematic Body (1993), Doom Patrols: A Theoretical Fiction About Postmodernism (1997), Connected, Or, What It Means To Live in the Network Society (2003), Without Criteria: Kant, Whitehead, Deleuze, and Aesthetics (2009),
and Post-Cinematic Affect (2010). His work in progress
involves studies of speculative realism, of post-continuity styles in
contemporary cinema, of music videos, and of recent science fiction and horror
fiction. He blogs at The Pinocchio Theory.
© 2013 e-flux and the author
[i]
Extraído de e-flux Journal #46 - junio 2013. Los pies de página fueron
omitidos. Libre traducción: Alejandro Espinoza
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